– ¡Corra, Lowell, corra! -lo animaba Holmes.
– ¡Vamos todo lo aprisa que podemos, Wendell!
Holmes se había dado cuenta en seguida de que Mead era el que estaba peor. Una terrible herida en la parte posterior de la cabeza, seguramente inferida por Teal, era una mala complicación que se añadía a la letal exposición al frío. Holmes estimulaba frenéticamente la circulación del muchacho durante su breve trayecto de regreso a la ciudad. A su pesar, resonaba en la mente de Holmes el poema que recitaba a sus estudiantes para recordarles cómo tratar a sus pacientes:
Si a la pobre víctima hay que percutir,
no conviertas en un yunque su busto doliente.
(Hay doctores en cientos de millas a la redonda
que golpean un tórax como martillos pilones.)
En cuanto a tus preguntas, por favor, no trates
de sonsacar a tu paciente y dejarlo completamente seco;
no es un molusco retorciéndose en un plato;
tú no eres Agassiz y él no es un pez.
El cuerpo de Mead estaba tan frío que hacía daño al tocarlo.
– El chico estaba perdido antes de nuestra llegada al Fresh Pond. No hubo manera de hacer más por él. Debe aceptarlo, mi querido Holmes.
El doctor Holmes deslizaba entre sus dedos, atrás y adelante, el tintero de Tennyson, propiedad de-Longfellow. Ignoraba a Fields y las puntas de los dedos se le ennegrecían con manchas de tinta.
– Y Augustus Manning le debe la vida -decía Lowell-. Y a mí, mi sombrero -añadió-. Ahora en serio, Wendell, ese hombre hubiera vuelto a ser polvo sin usted. ¿No se da cuenta? Hemos desbaratado los planes de Lucifer. Hemos arrancado a un hombre de las fauces del diablo. Esta vez hemos vencido gracias a que usted se entregó por completo, querido Wendell.
Las tres hijas de Longfellow, primorosamente vestidas para salir, llamaron a la puerta del estudio. Alice fue la primera en entrar:
– Papá, Trudy y las demás niñas están en la colina, deslizándose en trineo. ¿Podemos ir?
Longfellow miró a sus amigos, acomodados en sillones alrededor de la habitación. Fields se encogió de hombros.
– ¿Habrá allí otros niños? -preguntó Longfellow.
– ¡Todos los de Cambridge! -anunció Edith.
– Muy bien -dijo Longfellow, pero luego las estudió como si lo desbordaran sus propias reservas mentales-. Annie Allegra, quizá deberías quedarte aquí con la señorita Davie.
– ¡Oh, por favor, papá! ¡Hoy estreno zapatos! -Annie levantó el pie como prueba.
– Mi querida Panzíe -dijo Longfellow sonriendo-. Te prometo que sólo por esta vez.
Las otras dos salieron brincando, y la pequeña se dirigió al vestíbulo, en busca de su niñera.
Nicholas Rey llegó con uniforme militar de gala, con guerrera azul y capote. Informó de que no se había encontrado nada. Pero el sargento Stoneweather había desplegado varios destacamentos en busca de Benjamin Galvin.
– La Oficina de Salud Pública ha anunciado que ha pasado lo peor de la epidemia caballar, y se ha liberado a varias docenas de animales de la cuarentena.
– ¡Excelente! Entonces, podremos formar un equipo e iniciar la búsqueda -dijo Lowell.
– Profesor, caballeros… -Rey tomó asiento-. Ustedes han descubierto la identidad del asesino. Ustedes han salvado una vida y, quizá, otras que nunca sabremos.
– Esas vidas estaban en peligro, ante todo, por nuestra causa -puntualizó Longfellow suspirando.
– No, señor Longfellow. Lo que Benjamin Galvin encontró en Dante lo hubiera encontrado en cualquier sitio a lo largo de su vida. Ustedes no han invocado ninguno de esos horrores. Pero lo que han llevado a cabo a su sombra es innegable. Y son afortunados por haber salido con bien de todo esto. Ahora deben dejar a la policía terminar el caso, para seguridad de todos.
Holmes le preguntó a Rey por qué vestía su uniforme militar.
– El gobernador Andrew da hoy otro de sus banquetes para soldados en la asamblea legislativa. Está claro que Galvin ha continuado apegado a su servicio militar. Podría muy bien aparecer.
– Agente, no sabemos cómo responderá al hecho de habérsele malogrado su último asesinato -dijo Fields-. ¿Qué ocurrirá si trata de castigar de nuevo a los traidores? ¿Y si vuelve a intentarlo con Manning?
– Tenemos patrulleros vigilando las casas de todos los miembros de la corporación de Harvard y de los supervisores, incluido el doctor Manning. También montamos guardia en todos los hoteles para proteger a Simon Camp en caso de que Galvin vaya tras él como otro traidor a Dante. Tenemos a varios hombres en el vecindario de Galvin, y vigilamos su casa de cerca.
Lowell caminó hasta la ventana y miró la avenida frente a la casa de Longfellow, donde vio a un hombre con un pesado gabán azul pasar frente a la cancela y luego girar en la dirección opuesta. -¿También tiene usted un hombre ahí? -preguntó Lowell. Rey asintió.
– En cada una de sus casas. Por su elección de las víctimas, parece que Galvin se considera a sí mismo el guardián de ustedes. Así que puede pensar en reunirse con ustedes para decidir qué hacer después de este vuelco de los acontecimientos. Si lo hace, lo cogeremos.
Lowell lanzó su cigarro al fuego. De repente, aquella autocomplacencia lo disgustó.
– Agente, creo que es un asunto desagradable. ¡No podemos quedarnos sentados en esta habitación, inermes, todo el día!
– No les sugiero que lo hagan, profesor -replicó Rey-. Regresen a sus casas, pasen el tiempo con sus familias. El deber de proteger a esta ciudad me corresponde a mí, caballeros, pero a ustedes se les echa mucho de menos en todas partes. Su vida debe empezar a recuperar la normalidad a partir de ahora, profesor.
Lowell levantó la vista, contrariado.
– Pero…
Longfellow sonrió.
– En la vida, gran parte de la felicidad no consiste en librar batallas, mi querido Lowell, sino en evitarlas. Una magistral retirada es en sí misma una victoria.
– Reunámonos de nuevo esta noche -dijo Rey-. Con un poco de buena suerte, tendré buenas noticias para ustedes. ¿De acuerdo?
Los eruditos asintieron, con expresiones de contrariedad y de gran alivio.
El patrullero Rey continuó reclutando agentes aquella tarde; muchos de ellos habían evitado en silencio a Rey por prudencia. Pero él ya sabía desde hacía tiempo quiénes eran. Conocía al instante cuándo un hombre lo miraba sencillamente como a otro hombre y no como a un negro o mulato. Su mirada directa a los ojos precisaba poca persuasión adicional.
Apostó un patrullero frente al jardín de la casa del doctor Manning. Mientras Rey estaba hablando con el patrullero, bajo un arce, Augustus Manning salió en tromba por la puerta lateral.
– ¡Alto! -exclamó Manning, mostrando un fusil.
Rey se volvió.
– Somos la policía… La policía, doctor Manning.
Manning temblaba como si aún estuviera atrapado en el hielo.
– Vi por la ventana su uniforme del ejército, agente. Pensé que aquel loco…
– No tiene usted por qué preocuparse.
– ¿Ustedes…, ustedes me protegerán?
– Mientras sea necesario. Este agente vigilará su casa. Va bien armado.
El otro patrullero se desabrochó la chaqueta y mostró su revólver.
Manning asintió débilmente, como señal de aceptación, y extendió su brazo dubitativamente, permitiendo que el policía mulato lo escoltara al interior.
Luego, Rey condujo su carruaje al puente de Cambridge. Distinguió otro carruaje detenido, bloqueando el paso. Dos hombres estaban inclinados sobre una de las ruedas. Rey se situó en un lado de la calzada, se apeó y caminó hacia los que sufrían la avería, con ánimo de ayudar.
– Detectives, ¿puedo serles útil? -preguntó Rey.
– Creo que deberíamos tener una charla con usted en la comisaría, Rey -dijo uno.