– Me temo que ahora no tengo tiempo.
– Se nos ha informado de que usted interviene en un asunto sin la debida autorización, señor -dijo otro, adelantándose.
– No creo que eso sea de su competencia, detective Henshaw -dijo Rey tras una pausa.
El detective se frotó un dedo contra otro. Un detective se aproximó a Rey amenazadoramente. Rey se volvió hacia él.
– Soy un agente de la ley. Si me golpea, golpea a la comunidad. El detective dirigió un puñetazo al abdomen de Rey y luego le encajó otro en la mandíbula. Rey se dobló sobre sí mismo, protegiéndose con el cuello de la guerrera. La sangre le brotaba de la boca mientras los otros lo cargaban en la trasera de su carruaje.
El doctor Holmes estaba sentado en su gran mecedora tapizada de cuero, haciendo tiempo para acudir a su cita en casa de Longfellow. Una persiana parcialmente abierta dejaba entrar una pálida y religiosa luz sobre la mesa. Wendell Junior subía corriendo al segundo piso.
– Wendy, muchacho -le llamó Holmes-. ¿Adónde vas?
Junior volvió a bajar lentamente la escalera.
– ¿Cómo estás, padre? No te había visto.
– ¿Puedes sentarte un minuto o dos?
Junior se acomodó en el borde de una mecedora verde.
El doctor Holmes preguntó sobre la facultad de Derecho. Junior respondió con indiferencia, esperando la acostumbrada invectiva contra los estudios de leyes, pero tal cosa no sucedió. El doctor Holmes admitió que nunca pudo meterse en la piel de la ley, cuando tuvo que escoger una vez terminada la universidad. La segunda edición mejora la primera, suponía.
El tranquilo tictac del reloj ritmaba su silencio en prolongados segundos.
– ¿Nunca has pasado miedo, Wendy? -preguntó el doctor Holmes en medio de aquel silencio-. En la guerra, quiero decir.
Junior se quedó mirando a su padre, bajo su oscura frente, y sonrió con calidez.
– Es algo estúpido, papá, ponerse a hacer discursos cada vez que uno puede entrar en combate o caer muerto. No hay poesía en una contienda.
El doctor Holmes permitió a su hijo volver a su trabajo. Junior asintió y volvió a subir la escalera.
Holmes debía ponerse en camino para reunirse con los demás. Decidió armarse con el mosquete de pedernal de su abuelo, que había sido utilizado por última vez en la guerra de la Independencia. Ésa era la única arma que Holmes permitía en su casa, y la guardaba como una pieza histórica en el sótano.
Los tranvías continuaban fuera de servicio. Conductores y cobradores trataron de empujar los coches a fuerza de brazos, sin éxito. El Ferrocarril Metropolitano también trató de utilizar bueyes para arrastrar sus vagones, pero sus cascos eran demasiado tiernos para el duro pavimento. Así que Holmes se desplazó a pie, caminando por las calles sinuosas de Beacon Hill, perdiendo por unos pocos segundos el carruaje de Fields, pues el editor acudió a casa de Holmes con el propósito de acompañarlo. El doctor tomó el puente del Oeste, tendido sobre el Charles parcialmente helado, y atravesó Gallows Hill. Hacía tanto frío que la gente se golpeaba las orejas con las manos, encogía los hombros y corría. El asma hacía sentir a Holmes que el recorrido era el doble de largo que en la realidad. Pasó ante la vieja Primera Iglesia de Cambridge, la del reverendo Abiel Holmes. Se deslizó al interior de la capilla vacía y se sentó. Los bancos eran los de siempre, oblongos, con un saliente delante de los feligreses para apoyar los libros de himnos. Había un fastuoso órgano, algo que el reverendo Holmes nunca hubiera permitido.
Holmes padre perdió la iglesia durante una secesión de su congregación, promovida por miembros que deseaban recibir a ministros unitaristas como ocasionales predicadores invitados a su púlpito. El reverendo se negó, y el reducido número de fieles que se quedó se trasladó con él a otra iglesia. Las capillas unitaristas estaban de moda por aquellos días, pues la «nueva religión» ofrecía amparo frente a las doctrinas del pecado innato y la indefensión humana propuesta por el reverendo Holmes y sus hermanos, aún más tremendistas. Fue también en una de esas iglesias donde el doctor Holmes dio la espalda a las creencias paternas y halló otra clase de amparo en la religión razonada antes que en el temor de Dios.
También había amparo bajo los pavimentos de madera, pensaba Holmes, cuando intervinieron los abolicionistas; al menos, eso era lo que Holmes había oído: debajo de muchas capillas unitaristas excavaron túneles para esconder a negros fugitivos cuando el tribunal del juez presidente Healey apoyó la Ley de Esclavos Fugitivos y obligó a los negros huidos a ocultarse. Lo que el reverendo Abiel Holmes hubiera pensado de eso…
Holmes regresaba a la vieja iglesia paterna todos los veranos, al comenzar el curso de Harvard, pues allí se celebraba la ceremonia de apertura. El año de la graduación de Wendell junior como poeta de la clase, la señora Holmes advirtió a su marido que no acentuara la presión sobre Junior aconsejándolo o criticando su poema. Cuando junior ocupó su lugar, el doctor Holmes tomó asiento en la iglesia, en la capilla que había sido arrebatada a su padre, y una incierta sonrisa se dibujó en su rostro. Todos los ojos estaban fijos en él, para ver su reacción ante el poema de su hijo, escrito por Junior mientras hacía instrucción para la guerra en la que su compañía pronto iba a participar. Cedat armis toga, pensó Holmes: que la toga del escolar ceda el sitio a las armas del soldado. Oliver Wendell Holmes, jadeando con nerviosismo mientras observaba a Oliver Wendell Holmes junior, deseaba que pudiera sumergirse en aquellos túneles de cuento de hadas que, se suponía, discurrían bajo las iglesias. Pues ¿qué utilidad tenían aquellos cados de conejos ahora que a los traidores secesionistas les iban a enseñar qué hacer con sus leyes esclavistas, con bayonetas y fusiles Enfield?
Holmes fijó su atención en el banco vacío. ¡Los túneles! ¡Así era como Lucifer había eludido ser localizado, incluso cuando la policía tenía desplegada toda su fuerza en el exterior! ¡Por eso la prostituta vio a Teal desaparecer en la niebla cerca de una iglesia! ¡Por eso el inquieto sacristán de la iglesia de Talbot no había visto al asesino entrar ni salir! Un coro de aleluyas levantó el alma del doctor Holmes. Lucifer no camina ni toma coches mientras arrastra Boston al infierno, exclamó Holmes para sí. ¡Está en la madriguera!
Lowell partió ansiosamente de Elmwood para su cita en la casa Craigie, y fue el primero en saludar a Longfellow. Por el camino, Lowell no se dio cuenta de que los policías de vigilancia frente a Elmwood y la casa Craigie ya no se veían por ninguna parte. Longfellow acababa de leer un cuento a Annie Allegra. La envió con la niñera.
Fields llegó poco después.
Pero transcurrieron veinte minutos sin que ni Oliver Wendell
Holmes ni Nicholas Rey dieran señales de vida.
– No debimos apartarnos de Rey -murmuró Lowell para su bigote.
– No puedo entender por qué Wendell no ha venido con usted -dijo Fields nerviosamente-. He parado en su casa de camino para acá, y la señora Holmes dijo que ya se había ido.
– No ha pasado mucho rato -dijo Longfellow, pero sus ojos no se movían del reloj.
Lowell hundió el rostro entre sus manos. Cuando miró a través de ellas, habían pasado otros diez minutos. Cuando las cerró de nuevo, fue súbitamente golpeado por un pensamiento que le produjo un escalofrío. Corrió a la ventana.
– ¡Debemos ir en busca de Wendell en seguida!
– ¿Ocurre algo malo? -preguntó Fields, alarmado por la expresión horrorizada en el rostro de Lowell.
– Wendell -dijo Lowell-. ¡Lo llamé traidor en el Corner!
Fields le dedicó una sonrisa amable.
– Eso hace tiempo que está olvidado, querido Lowell.
Lowell agarró la manga de la chaqueta de su editor para guardar el equilibrio.
– ¿No se dan cuenta? Mantuve mi disputa con Wendell en el Corner el día que encontraron a Jennison descuartizado, la noche en que Holmes abandonó nuestro proyecto. Teal, o mejor dicho Galvin, acababa de entrar en el vestíbulo. ¡Debió oírnos todo el tiempo, igual que hizo en las reuniones de la Mesa de Harvard! Yo seguí a Holmes hasta el vestíbulo desde la Sala de Autores, gritándole… ¿No se acuerdan de lo que dije? ¿No les siguen sonando las palabras? Le dije a Holmes que estaba traicionando al club Dante. ¡Le dije que era un traidor!