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Cuando estaban acampados en Virginia, el primer suceso emocionante se produjo cuando un soldado de sus filas fue hallado un día en los bosques con un disparo en la cabeza y con heridas de bayoneta. La cabeza y la boca las tenía llenas de gusanos como un enjambre de abejas instaladas en su colmena. Se decía que los rebeldes habían mandado a uno de sus negros a matar a un yanqui como entretenimiento. El capitán Kingsley, amigo del soldado muerto, hizo jurar a Galvin y a los demás hombres que no mostrarían la menor compasión cuando llegara el día de batirse con los secesionistas. Parecía que nunca iban a tener la oportunidad de entrar en combate todos los hombres que sentían la comezón de hacerlo.

Aunque Galvin había trabajado a la intemperie la mayor parte de su vida, nunca había visto la clase de criaturas reptantes que llenaban aquella parte del país. El ayudante de la compañía, que se levantaba todas las mañanas una hora antes de diana para peinarse su espeso cabello y redactar las listas de enfermos y muertos, no dejaba a nadie matar a aquellas criaturas. Cuidaba de ellas como si fueran niños, pese a que Galvin vio, con sus propios ojos, a cuatro hombres de otra compañía morir a causa de los gusanos blancos que infestaban sus heridas. Esto sucedió mientras la Compañía C marchaba hacia el siguiente campamento, más próximo, según se rumoreaba, a un campo de batalla en plena actividad.

Galvin nunca imaginó que la muerte pudiera llegar tan fácilmente a las personas de su entorno. En Fair Oaks, en un solo estallido de ruido y humo, seis hombres cayeron muertos ante él, con los ojos fijos como si, por lo demás, estuvieran interesados en lo que sucedía. Lo que más sorprendió a Galvin de aquel día no fue el número de muertos, sino el de supervivientes, pues no parecía posible, ni siquiera justo, que alguien saliera con vida. El inconcebible número de cadáveres de hombres y caballos se amontonaba como leña y se quemaba. Cada vez que Galvin cerraba los ojos para dormir después de aquello, podía oír gritos y explosiones dentro de su cabeza, que le daba vueltas, y era capaz de percibir continuamente el hedor de carne descompuesta.

Una noche, de regreso en su tienda devorado por la congoja, Galvin echó de menos en su macuto una parte de su ración. Uno de sus compañeros de tienda le dijo que había visto cogerla al capellán de la compañía. Galvin no creyó posible semejante perversidad, pese a que a todos les carcomía la misma hambre y todos tenían el estómago igualmente vacío. Pero resultaba duro acusar a un hombre. Cuando la compañía marchaba bajo la lluvia torrencial o bajo un sol ardiente, las raciones disminuían de manera inevitable, reduciéndose a unas pocas galletas infestadas de gorgojos, y casi no había para ellos siquiera. Lo peor de todo era que un soldado no podía pasar una noche sin una «refriega», operación consistente en despojarse de la ropa y sacudir de ella los bichos y garrapatas. El ayudante, que parecía saberlo todo sobre esas criaturas, explicaba la forma en que los insectos los invadían cuando estaban quietos, de modo que debían avanzar siempre, no dejar de moverse.

Las criaturas poblaban también el agua para beber, como resultado de los caballos muertos y de la carne podrida que en ocasiones amontonaban los soldados en los vados. Desde la malaria hasta la disentería, todas las dolencias eran catalogadas como fiebre de campamento, y el cirujano no podía distinguir a los enfermos de los que fingían, por lo que solía decantarse invariablemente por el engaño. Una vez Galvin vomitó ocho veces en un solo día, y en la última ocasión sólo expulsó sangre. Cada pocos minutos, mientras esperaba al cirujano, que le administró quinina y opio, los otros cirujanos arrojaban un brazo o una pierna por la ventana del improvisado hospital.

Cuando estaban acampados siempre había enfermedades, pero al menos había también libros. El cirujano ayudante recogía los que les enviaban a los muchachos desde sus casas y los conservaba en su tienda, de modo que actuaba como un bibliotecario. Algunos de los libros tenían ilustraciones que a Galvin le gustaba mirar; y otras veces el ayudante o uno de los compañeros de tienda de Galvin leían en voz alta una narración o un poema. En la biblioteca del ayudante del cirujano, Galvin encontró un ejemplar, de brillante azul y dorado, de la poesía de Longfellow. Galvin no sabía leer el nombre de la cubierta, pero reconoció el retrato grabado en el frontispicio por uno de los libros de su mujer. Harriet Galvin siempre dijo que en cada uno de los libros de Longfellow encontraba un camino hacia la luz y la felicidad para sus personajes cuando se enfrentaban a la desesperanza. Tal era el caso de Evangelina y su enamorado, separados en su nuevo país y que acababan reencontrándose cuando él se estaba muriendo de fiebres y ella era su enfermera. Galvin imaginaba que eran él y Harriet, y eso le daba seguridad cuando veía a los hombres caer a su alrededor.

Cuando Benjamín Galvin salió de la granja de su tía para ayudar a los abolicionistas de Boston, después de haber oído a un orador, fue golpeado por dos irlandeses vociferantes que lo dejaron sin sentido y que habían ido a reventar el mitin abolicionista. Uno de los organizadores se llevó a casa a Galvin para que se recuperase, y Harriet, su hija, se enamoró del pobre muchacho. Nunca había conocido a nadie, ni siquiera de los amigos de su padre, con una certidumbre tan simple sobre lo justo y lo injusto de las cosas, sin ninguna preocupación corruptora por la política o la influencia. «A veces creo que amas tu misión más de lo que puedes amar a otras personas», le decía durante su noviazgo, pero él era demasiado directo para pensar que lo que hacía era una misión.

Ella se sintió acongojada al saber por Galvin que sus padres habían muerto de fiebre negra cuando él era joven. Le enseñó a escribir el abecedario haciéndoselo copiar en pizarras. Él ya sabía escribir su nombre. Se casaron el día en que decidió irse voluntario a luchar en la guerra. Ella prometió enseñarle lo bastante como para que leyera un libro entero por sí mismo cuando regresara. Por eso le decía que debía regresar vivo. Galvin se removía bajo la sábana, tendido en la dura tabla, pensando en la voz de ella, regular y musical.

Cuando empezó el bombardeo, algunos hombres reían incontrolablemente o chillaban mientras disparaban, con los rostros ennegrecidos por la pólvora debido a que tenían que abrir los cartuchos con los dientes. Otros cargaban y disparaban sin mirar al blanco, y Galvin consideraba a esos hombres verdaderamente perturbados. Los ensordecedores cañones atronaban la tierra de manera tan terrible que los conejos escapaban de sus cados, con sus cuerpecillos temblando de terror mientras brincaban entre los muertos, desparramados por todo el campo y de los que, junto con la sangre, escapaba vapor.

A los supervivientes, raras veces les quedaban fuerzas para excavar bastantes tumbas para sus camaradas, de lo cual resultaban paisajes enteros de rodillas, brazos y coronillas sobresaliendo del terreno. La primera lluvia los dejaba al descubierto. Galvin observaba a sus compañeros de tienda garabatear cartas a sus casas, contando sus batallas, y se maravillaba de cómo podían poner en palabras lo que habían visto, oído y sentido, pues aquello excedía a todas las palabras que jamás hubiera escuchado. Según un soldado, la llegada de refuerzos para su última batalla, que había aniquilado casi un tercio de su compañía, respondía a las órdenes de un general que deseaba poner en aprietos al general Burnside, con la esperanza de asegurar su retirada. Más tarde, el general recibió un ascenso.

– ¿Es posible? -preguntó el soldado Galvin a un sargento de otra compañía.