Tras la primera herida de guerra, una bala en el pecho, y en tanto no estuviera plenamente recuperado, a Galvin se le destinó como guardián en el fuerte Warren, frente al puerto de Boston, donde se mantenía a los prisioneros rebeldes. Allí, los prisioneros con dinero compraban mejores habitaciones y mejor comida, con independencia de su grado de culpabilidad o del número de hombres a los que hubieran matado injustamente.
Harriet rogaba a Benjamin que no volviera a la guerra, pero él sabía que los hombres lo necesitaban. Cuando, ansiosamente, se reincorporó a la Compañía C en Virginia, se habían producido tantas bajas en el regimiento, por muerte o por deserción, que fue ascendido a alférez.
Por los nuevos reclutas supo que los muchachos ricos se quedaban en casa porque pagaban trescientos dólares para eximirse del servicio. Galvin hirvió de indignación. Se sintió débil a causa de la congoja, y por la noche apenas durmió unos minutos. Pero tenía que moverse, mantenerse en movimiento. Durante la siguiente batalla, cayó entre los cadáveres y se durmió pensando en aquellos jóvenes ricos. Por la noche, los rebeldes anduvieron entre los muertos, lo encontraron y se lo llevaron a la prisión de Libby, en Richmond. Permitieron marcharse a todos los soldados porque carecían de importancia, pero Galvin era alférez, y pasó cuatro meses en Libby. Sólo recordaba imágenes borrosas y algunos sonidos de su período como prisionero de guerra. Fue como si continuara durmiendo y soñando todo el tiempo.
Cuando fue enviado a Boston, Benjamin Galvin pasó una revista con el resto de su regimiento en una gran ceremonia junto a la escalinata de la cámara legislativa del estado. La andrajosa bandera de la compañía fue plegada y entregada al gobernador. Sólo quedaban con vida doscientos hombres del millar original. Galvin no lograba entender cómo podía darse por terminada la guerra. Ni se habían acercado siquiera al triunfo de su causa. Los esclavos fueron liberados, pero el enemigo no había cambiado de proceder y no había sido castigado. Galvin no era político, pero sabía que los negros no tenían paz en el Sur, con o sin esclavitud, y también sabía lo que ignoraban quienes no lucharon en la guerra: el enemigo estaba a su alrededor a todas horas y no se había rendido en absoluto. Y nunca, nunca, ni por un solo momento, los enemigos fueron sólo los sudistas.
Galvin sintió que ahora hablaba un lenguaje diferente que los civiles no comprendían. Ni siquiera podían oír. Sólo los compañeros de armas, que habían sido afectados por el cañón y el obús, tenían esa capacidad. En Boston, Galvin empezó a ir de acá para allá con ellos, formando bandas. Su aspecto era macilento y exhausto, como el de los grupos de vagabundos que habían visto en los bosques. Pero esos veteranos, muchos de los cuales habían perdido trabajos y familias y lamentaban no haber muerto en la guerra -pues al menos sus esposas tendrían una pensión-, merodeaban en busca de dinero o de muchachas bonitas, se emborrachaban y armaban alboroto. Ya no se acordaban de vigilar al enemigo y permanecían tan ciegos como los demás.
Mientras Galvin caminaba por las calles, a menudo empezaba a sentir que alguien lo seguía de cerca. Se paraba de repente y giraba sobre sí mismo, con una mirada espantosa en sus grandes ojos, pero el enemigo se había desvanecido en una esquina o entre la multitud. El diablo está enloquecido y yo estoy contento…
La mayoría de las noches dormía con un hacha bajo la almohada. En el transcurso de una tormenta se levantó y amenazó a Harriet con un fusil, acusándola de ser una espía rebelde. Esa misma noche permaneció en el patio, bajo la lluvia, con uniforme de gala, patrullando durante horas. Otras veces encerraba a Harriet en una habitación y la custodiaba, explicándole que alguien se proponía capturarla. Ella tuvo que trabajar como lavandera para pagar deudas, y le insistió para que lo vieran los médicos. Un doctor dijo que tenía «corazón de soldado»: palpitaciones rápidas causadas por la participación en batallas. Ella lo convenció para que acudiera a uno de los hogares de ayuda a los soldados, donde, según entendió por lo que le dijeron otras esposas, velaban por los militares con problemas. Cuando Benjamin Galvin oyó a George Washington Greene pronunciar un sermón en el hogar, sintió el primer rayo de luz que podía recordar en mucho tiempo.
Greene habló de un hombre lejano, un hombre que comprendió, un hombre llamado Dante Alighieri. También fue soldado, cayó víctima de una gran división entre los partidos de su mancillada ciudad y llevó a cabo un viaje por el más allá, a fin de devolver la rectitud a la humanidad. ¡De qué increíble orden de la vida y la muerte fue testigo allí! Ningún derramamiento de sangre en el infierno era gratuito; cada persona era divinamente merecedora de un castigo concreto creado por el amor de Dios. ¡Qué perfección se derivaba de cada contrapasso, como el reverendo Greene llamaba al castigo, que correspondía a cada pecado de cada hombre y mujer en la tierra, y se prolongaba hasta el día del Juicio Final!
Galvin comprendió cuánta amargura sintió Dante porque los hombres de su ciudad, amigos y enemigos, sólo conocían lo material y físico, el placer y el dinero, y no se daban cuenta de que el juicio les iba pisando los talones. Benjamin Galvin no podía prestar suficiente atención a los sermones semanales del reverendo Greene ni conseguía captar de ellos siquiera la mitad, pero tampoco podía quitárselos de la cabeza. Cuando salía de la capilla se sentía crecido.
Los demás soldados también parecían disfrutar de los sermones, pero notaba que no los comprendían de la misma manera que él. Galvin, demorándose una tarde tras el sermón y mirando al reverendo Greene, alcanzó a oír una conversación entre éste y uno de los militares.
– Señor Greene, permítame que le diga lo mucho que me ha gustado su sermón de hoy -dijo el capitán Dexter Blight, un hombre con un bigote de color del heno, en forma de manillar, y con una acusada cojera-. Quisiera preguntarle, señor, si podría leer más sobre los viajes de Dante. Me paso muchas noches insomnes, así que tengo mucho tiempo.
El anciano ministro le preguntó si podía leer italiano.
– Bien -dijo George Washington Greene tras recibir una negativa como respuesta-, encontrará el viaje de Dante en inglés, con todos los detalles que usted desea, muy pronto, querido amigo. Sepa que el señor Longfellow, de Cambridge, está completando una traducción (no, una transformación) al inglés, mediante reuniones semanales con algo así como un consejo de ministros, un club Dante que él ha constituido y del que yo soy humilde miembro. El próximo año busque el libro en una librería, buen hombre. ¡Lo publica la incomparable editorial Ticknor y Fields!
Longfellow. Longfellow estaba relacionado con Dante. A Galvin le pareció muy apropiado, pues había oído todos sus poemas de labios de Harriet. Galvin se dirigió a un policía en la ciudad y le dijo: «Ticknor y Fields.» El agente le indicó un enorme edificio en la calle Tremont, esquina a la plaza Hamilton. La sala de exposiciones medía veinticinco metros de longitud por diez de anchura, con un deslumbrante enmaderado, columnas talladas y mostradores de abeto occidental que relucían bajo arañas gigantescas. Un decorativo arco al fondo de la sala de exposiciones albergaba las muestras más hermosas de las ediciones de Ticknor y Fields, con lomos de color azul, dorado y color chocolate. Detrás del arco, en un departamento se mostraban los últimos números de las publicaciones periódicas de la casa. Galvin entró en la sala de exposiciones con la vaga esperanza de que el propio Dante estuviera esperándolo. Avanzó reverentemente, con la cabeza descubierta y los ojos cerrados.
Las nuevas oficinas de la editorial llevaban abiertas unos pocos días cuando Benjamin Galvin hizo su entrada en ellas.
– ¿Está aquí por el anuncio? -No hubo respuesta-. Excelente, excelente. Por favor, rellene este impreso. En este ramo, con nadie se trabaja mejor que con J. T. Fields. Este hombre es un genio, un ángel de la guarda para todos los autores, eso es lo que es.