Hill se esforzó en no apartarse de su propósito.
– Esa idea de viajar por el más allá, de enumerar los castigos de infierno, eso es una absoluta crueldad, Lowell. ¡Y una obra como ésa es muy impropio titularla «Comedia»! Es medieval, escolástica y…
– Católica -esta palabra tapó la boca a Hill-. ¿Es eso lo que quiere usted decir, reverendo presidente? ¿Que es demasiado italiana demasiado católica para la Universidad de Harvard?
Hill levantó una de sus blancas cejas con gesto socarrón.
– Usted mismo debería saber que esas aterradoras ideas sobre Dios no pueden soportarlas nuestros oídos protestantes.
La verdad era que Lowell experimentaba tan poca simpatía como su colega de Harvard por los papistas irlandeses que se amontonaban a lo largo de los muelles y en los distantes suburbios de Boston. Pero la idea de que el poema era una especie de edicto del Vaticano…
– Sí, nosotros más bien condenamos a la gente para la eternidad sin la cortesía de informarla. Y Dante llama a su obra commedia, querido señor, porque está escrita en su rústica lengua italiana en lugar de en latín y porque termina felizmente, con el poeta elevándose a los cielos, en oposición a la tragedia. En lugar de esforzarse en crear un gran poema sobre algo ajeno y artificioso, deja que el poema brote por sí mismo de él.
A Lowell le gustó advertir que el presidente estaba exasperado.
– Por favor, profesor, ¿no cree usted que es fruto del rencor, que es algo malévolo por parte de alguien infligir torturas inmisericordes a todos los que practican una lista de pecados en concreto? ¡Imagine a un hombre público de nuestros días asignando a sus enemigos lugares en el infierno! -replicó Hill.
– Mi querido y reverendo presidente, lo imagino incluso mientras hablamos. Y no me malinterprete. Dante también manda a sus amigos allá abajo. Puede usted decirle esto a Augustus Manning. La piedad sin rigor sería egoísmo cobarde, mero sentimentalismo.
Los miembros de la corporación de Harvard, el presidente y seis piadosos hombres de negocios escogidos fuera del claustro universitario, se mostraban firmes en su defensa de un currículo de larga duración que a ellos les había servido bien -griego, latín, hebreo, historia antigua, matemáticas y ciencias-y afirmaban, como corolario de lo anterior, que las lenguas y literaturas modernas, inferiores, se quedarían como una novedad, como algo para engordar sus catálogos. Longfellow había abierto algún camino tras la partida del profesor Ticknor, incluido un seminario de iniciación a Dante, y contrató a un brillante exiliado italiano llamado Pietro Bachi como profesor de su lengua. El seminario sobre Dante fue, con mucho, el menos popular debido a la falta de interés por el tema y por el idioma. Aun así, el poeta gozó del entusiasmo de unas pocas mentes que siguieron aquel curso. Uno de los entusiastas fue James Russell Lowell.
Ahora, al cabo de diez años de peleas con la administración, Lowell se enfrenta a un acontecimiento que había estado esperando y para el cual los tiempos estaban maduros: el descubrimiento de Dante en Estados Unidos. Pero no sólo Harvard se apresuraba a obstaculizar concienzudamente el asunto, sino que también el club Dante se enfrentaba a un obstáculo interno: Holmes y su ambigua posición.
En ocasiones Lowell paseaba por Cambridge con el hijo mayor de Holmes, Oliver Wendell Holmes Junior. Dos veces por semana, el estudiante de leyes salía de la facultad de Derecho Dane en el mismo momento en que Lowell concluía su clase en el edificio principal de la universidad. Holmes era incapaz de apreciar su buena suerte por tener un hijo como Junior, porque había conseguido que éste lo odiara. Hubiera bastado que Holmes lo escuchara, en lugar de hacerle hablar. Lowell preguntó una vez al joven si el doctor Holmes había hablado en alguna ocasión en casa sobre el club Dante.
– Oh, claro que sí, señor Lowell -dijo el joven, apuesto y de elevada estatura, haciendo una mueca-, y también del club Atlantic, del club Union, del club del Sábado, del club Científico, de la Asociación Histórica, de la Sociedad Médica…
Phineas Jennison, uno de los hombres de negocios más ricos de Boston, se sentó junto a Lowell en una reciente cena del club del Sábado, en la casa Parker, cuando todo esto ensombreció la mente de Lowell.
– Harvard está acosándolo de nuevo -dijo Jennison. Lowell estaba molesto porque en su rostro pudiera leerse con la misma facilidad que en una pizarra-. No lo tome usted así, querido amigo -prosiguió Jennison riendo, con el profundo hoyuelo de su barbilla moviéndose de un lado a otro. Quienes conocían íntimamente a Jennison sostenían que su cabello dorado como el lino y su regio hoyuelo presagiaban su vasta fortuna desde los tiempos en que era un muchacho, pues, hablando con propiedad, quizá aquél era un hoyuelo regicida, heredado supuestamente de un antepasado que había decapitado a Carlos 1-. Es que el otro día tuve ocasión de hablar con algunos miembros de la corporación. Usted sabe que yo acabo por enterarme de todo cuanto ocurre en Boston o en Cambridge.
– Va usted a construir otra biblioteca para nosotros, ¿no es así?
– Los miembros de la corporación parecían haber discutido acaloradamente entre ellos a propósito del departamento de usted. Parecían muy decididos. Yo no osaría inmiscuirme en sus asuntos, desde luego, pero…
– Entre nosotros, mi querido Jennison, ellos se proponen librarse de mí con el pretexto de mi curso sobre Dante -lo interrumpió Lowell-. En ocasiones temo que se hayan puesto en contra de Dante en la misma medida en que yo estoy a favor de él. Incluso han ofrecido incrementar la matrícula para los estudiantes de mi curso si someto a su aprobación el contenido de los temas de mi seminario.
La expresión de Jennison reflejó inquietud. -Me negué, por supuesto -aclaró Lowell. Jennison desplegó su amplia sonrisa.
– ¿De veras?
Los interrumpieron algunos brindis, entre los que se incluyó la más aclamada rima improvisada de la noche, que la regocijada concurrencia había solicitado al doctor Holmes, dispuesto como siempre, aunque excusándose por el tosco estilo de la composición.
Un verso exquisito no consigue emocionar, y sí lo logra una carambola de billar.
– Estos versos de sobremesa podrían acabar con cualquier poeta, pero no con Holmes -comentó Lowell con una mueca de admiración. En sus ojos había una mirada borrosa-. A veces siento que no tengo madera de profesor, Jennison. Soy mejor en unos aspectos y peor en otros. Demasiado sensible y no lo bastante vanidoso; podría decir que no físicamente vanidoso. Me consta que todo eso me perjudica. -Hizo una pausa-. ¿Y por qué estos años sentado en la cátedra no me han entumecido para el mundo? ¿Qué ha de pensar alguien como usted, príncipe de la industria, sobre una existencia tan mezquina?
– ¡Chácharas infantiles, mi querido Lowell! -Jennison parecía cansado del tema pero, tras permanecer pensativo un momento, su interés se renovó-. ¡Usted tiene una gran deuda con el mundo y con usted mismo, para limitarse a ser un mero espectador! ¡No quiero saber nada de sus dudas! No me interesa lo que tenga que ver Dante con la salvación de mi alma. Pero un genio como usted, mi querido amigo, adquiere la divina responsabilidad de luchar por todos los desterrados del mundo.
Lowell murmuró algo inaudible, pero sin duda una profesión de modestia.
– Ahora, ahora, Lowell -dijo Jennison-. ¿No fue usted el único que convenció al club del Sábado de que un simple comerciante era lo bastante bueno como para cenar con unos inmortales como sus amigos?
– ¿Hubieran podido rechazarlo después de haberse ofrecido usted a adquirir la casa Parker? -replicó Lowell riendo.