Rey subió las escaleras y accedió al pasillo.
– Rey, ¿usted por aquí? -dijo el sargento Stoneweather-. ¿Se puede saber qué pasa? Yo estaba de plantón, como usted, y vinieron los detectives y me dijeron que usted ordenaba que todos abandonáramos nuestros puestos. ¿Dónde estaba usted metido?
– ¡Me encerraron en los calabozos, Stoneweather! ¡Necesito ir a Cambridge inmediatamente!
Entonces Rey vio a una niña, con su niñera, al otro lado del pasillo. Corrió a abrir la puerta de hierro que separaba la entrada de las oficinas policiales.
– Por favor -repetía Annie Allegra Longfellow mientras la niñera trataba de explicar algo a un confuso policía-. Por favor.
– Señorita Longfellow -dijo Rey, acuclillándose junto a ella-. ¿Qué ocurre?
– ¡Mi padre necesita su ayuda, agente Rey! -exclamó.
Una horda de detectives irrumpió en el pasillo.
– ¡Ahí está! -gritó uno, que agarró a Rey por un brazo y lo lanzó contra la pared.
– ¡Hijo de perra! -dijo el sargento Stoneweather, y golpeó al detective en la espalda con su porra.
Stoneweather llamó, y varios oficiales uniformados llegaron corriendo, pero tres detectives inmovilizaron a Nicholas Rey, lo cogieron de los brazos y se lo llevaron, sin que él dejara de debatirse.
– ¡No! ¡Mi padre lo necesita, agente Rey! -exclamó Annie Allegra.
– ¡Rey! -le llamó Stoneweather, pero una silla que llegó volando lo golpeó, y un puño se estrelló contra su costado.
El jefe Kurtz entró en tromba. Su habitual tez color mostaza se había vuelto purpúrea. Un mozo le llevaba tres maletas.
– Ese maldito tren… -empezó a decir-. ¡Santo Dios! Pero ¿qué es esto? -Sus gritos llenaron el pasillo, repleto de policías y detectives, una vez se hubo hecho cargo de la situación-. ¡Stoneweather!
– ¡Han encerrado a Rey en los calabozos, jefe! -protestó Stoneweather, de cuya nariz manaba sangre.
– Jefe -dijo Rey-, ¡necesito ir a Cambridge sin dilación! -Patrullero Rey… -replicó el jefe Kurtz-. Se supone que usted se dedica a mi…
– ¡Ahora, jefe! ¡Debo ir!
– ¡Déjenlo libre! -bramó Kurtz a los detectives, que se apartaron de Rey-. ¡Todos ustedes, bribones, a mi despacho! ¡Ahora mismo!
Oliver Wendell Holmes miraba constantemente atrás, por si veía a Teal. El camino estaba despejado. No lo había seguido desde los túneles. «Longfellow…, Longfellow», repetía para sus adentros mientras atravesaba Cambridge.
Entonces vio ante sí a Teal llevando a Longfellow por la acera. El poeta caminaba cautelosamente por la capa de nieve, cada vez más delgada.
Holmes se asustó tanto de momento, que hubo de limitarse a editar caer desmayado. Tenía que actuar decididamente. Así que gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
– ¡Teal!
Fue un chillido como para hacer salir a todo el vecindario.
Teal se volvió, como si ya estuviera sobre aviso.
Holmes sacó el mosquete de su abrigo y apuntó con él, con manos temblorosas.
Teal no pareció tomar en cuenta el arma. Su boca se agitó y dejó escapar una empapada huérfana del abecedario, que escupió a sus pies: una «F».
– Señor Longfellow, el doctor Holmes debe ser el primero para usted. Será el primero al que usted castigue por lo que han hecho. Él será nuestro ejemplo para el mundo.
Teal levantó la mano de Longfellow, en la que sostenía el revólver del ejército, y lo apuntó hacia Holmes.
Holmes se acercó, apuntando con su mosquete a Teal.
– ¡No dé un paso más, Teal, o usaré esto! ¡Le dispararé! Deje libre a Longfellow y puede llevarme a mí en su lugar.
– Esto es un castigo, doctor Holmes. Aquellos de ustedes que han abandonado la justicia de Dios deben ahora enfrentarse a la sentencia final. Señor Longfellow, haga lo que le ordeno. Cargue…, apunte…
Holmes avanzó, firme, y levantó su arma hasta el nivel del cuello de Teal. No había ni rastro de temor en la expresión de aquel hombre. Era en todo momento un soldado. No le quedaba elección: sólo el indomable celo de hacer lo justo, una exigencia que había pasado como una corriente a través de toda la humanidad en una u otra época, por lo general para desinflarse rápidamente. Holmes se estremeció. No sabía si contaba con suficientes reservas de aquel mismo celo para apartar a Dan Teal del destino que se había impuesto a sí mismo.
– Fuego, señor Longfellow -dijo Teal-. ¡Dispare ahora!
Puso su mano en la de Longfellow y cubrió con sus dedos los del poeta.
Tragando saliva con dificultad, Holmes dejó de apuntar con su mosquete a Teal y lo dirigió hacia Longfellow.
Longfellow movió la cabeza. Teal, confuso, dio un paso atrás, arrastrando consigo a su cautivo. Holmes asintió con firmeza.
– Dispararé contra él, Teal.
– No.
Teal meneó la cabeza con rápidos movimientos.
– ¡Sí, lo haré, Teal! ¡Entonces no habrá tenido su castigo! ¡Estará muerto, será cenizas! -gritó Holmes levantando el mosquete y apuntando a la cabeza de Longfellow.
– ¡No, usted no puede! ¡Debe llevarse a los otros consigo! ¡Eso no se puede hacer!
Holmes mantuvo el arma apuntada a un horrorizado Longfellow, cuyos ojos permanecían fuertemente cerrados. Teal sacudió la cabeza con rapidez, y por un momento pareció a punto de gritar. Luego se volvió como si alguien estuviera esperando detrás de él y, después, a derecha e izquierda. Por último, echó a correr, corrió con furia para alejarse del escenario. Antes de que estuviera demasiado lejos, calle abajo, resonó en el aire un disparo, y luego otro estampido mezclado con un grito de agonía.
Longfellow y Holmes no pudieron dejar de mirar las armas de fuego que llevaban en sus manos. Siguieron la dirección del último disparo. Allí, en un lecho de nieve, estaba Teal. De él manaba un reguero de sangre cálida, que fluía por la nieve intacta que lo acogía de mala gana. Dos manchas rojas gorgoteaban en la guerrera del hombre. Holmes se arrodilló y sus manos brillantes empezaron a trabajar, en busca de la vida.
Longfellow se acercó.
– Holmes.
Las manos de Holmes se detuvieron.
Junto al cuerpo de Teal se encontraba un Augustus Manning de mirada extraviada, tembloroso, con los dientes castañeteándole y los dedos agitándose. Manning dejó caer su, fusil en la nieve, a sus pies. Con su barba tiesa por la helada, se dispuso a regresar a su casa y la señaló con el dedo.
Trató de poner en orden sus pensamientos. Transcurrieron unos minutos antes de que dijera algo coherente.
– ¡El patrullero que guardaba mi casa se fue hace horas! Luego oí gritar y lo vi desde la ventana. Lo vi, con su uniforme… Todo acudió a mi mente, todo. Me quitó la ropa, señor Longfellow, y, y… me ató…, me dejó sin ropa…
Longfellow le ofreció una mano consoladora, y Manning prorrumpió en sollozos sobre el hombro del poeta, mientras su esposa salía corriendo de la casa.
Un carruaje policial se detuvo detrás del reducido círculo que formaban en torno al cadáver. Nicholas Rey esgrimía su revólver cuando se apeó a toda prisa. Seguía otro carruaje, que transportaba al sargento Stoneweather y a otros dos policías.
Longfellow tomó del brazo a Rey, cuyos ojos miraban brillantes e interrogadores.
– Ella está bien -dijo Rey antes de que el poeta pudiera preguntar-. Tengo a un patrullero vigilándola a ella y a la niñera. Longfellow asintió, agradecido. Holmes se había agarrado a la valla frente a la casa de Manning, para recobrar el aliento. -¡Holmes, es maravilloso! Quizá necesite entrar y echarse -dijo Longfellow, sintiendo vértigo y temor-. ¿Por qué ha hecho eso?