– ¿Adónde va tan deprisa? -le preguntó el judío sefardí, tomándolo de la mano y sacudiéndosela.
– ¿Qué? -preguntó Camp apartando la mano del judío-. ¿A qué viene esto? Apártese antes de que me mosquee.
– Querido desconocido. -La sonrisa de Peaslee alcanzó una anchura de una milla mientras apartaba a sus camaradas, como si fueran las aguas del mar Rojo, y se adelantó hasta colocarse frente al detective de Pinkerton-. Sería mejor que pasara a la trastienda y echara una partidita con nosotros. No nos gusta oír que a los visitantes de nuestra ciudad los dejan solos.
Días más tarde, J. T. Fields caminaba por un callejón de Boston a la hora que había fijado Simon Camp. Contó las monedas en su bolsa de gamuza, asegurándose de que el dinero del soborno estaba todo allí. Consultaba una vez más su reloj de bolsillo cuando oyó que alguien se le acercaba. Involuntariamente, el editor contuvo la respiración y se recordó a sí mismo que debía permanecer fuerte. Luego apretó la bolsa contra su pecho y se volvió de cara a la entrada del callejón.
– ¡Lowell! -exclamó Fields exhalando el aire.
La cabeza de James Russell Lowell estaba envuelta con una venda negra.
– Fields, por qué… Yo… ¿Por qué está usted aquí…? -Estaba… -balbució Fields.
– ¡Acordamos no pagar a Camp, dejarle hacer lo que quisiera! -dijo Lowell al advertir la bolsa de Fields.
– Entonces, ¿por qué ha venido?
– Para evitar que se le pague, y a escondidas, en plena oscuridad. Bien, en cualquier caso usted sabe que yo no tengo a mano ese dinero en metálico. No estoy seguro… Supongo que he venido para, por lo menos, cantárselas bien claras. No podemos dejar que ese diablo arrastre a Dante sin luchar. Quiero decir…
– Sí -admitió Fields-. Pero quizá no deberíamos decírselo a Longfellow.
Lowell asintió.
– No, no debemos decírselo a Longfellow.
Pasaron veinte minutos esperando juntos. Observaban a los hombres, en la calle, encendiendo las farolas con pértigas.
– ¿Cómo va su cabeza esta semana, querido Lowell?
– Como si estuviera partida en dos y me la hubieran remendado de cualquier manera -dijo, echándose a reír-. Pero Holmes dice que el dolor desaparecerá en una o dos semanas. ¿Y la suya?
– Mejor, mucho mejor. ¿Le han llegado noticias de Sam Ticknor?
– ¿De ese grandísimo imbécil?
– ¡Abre una editorial, con uno de sus infelices hermanos, en Nueva York! Me escribió diciéndome que nos va a desbancar en el negocio desde Broadway. Me pregunto qué pensaría Bill Ticknor de que sus hijos trataran de destruir la casa que lleva su propio nombre.
– ¡Que lo intenten esos profanadores de tumbas! Oh, le escribiré mi mejor poema de este año precisamente por eso, mi querido Fields.
Al cabo de un rato de espera, Lowell volvió a hablar:
– ¿Sabe? Apuesto a que Camp ha recuperado la sensatez y ha renunciado a este jueguecito. Creo que una luna tan celestial y unas estrellas tan serenas bastan para devolver el pecado al infierno.
Fields levantó la bolsa, riéndose al comprobar su peso.
– Si eso es así, ¿por qué no dedicar un poco de este bulto a una cena tardía en Parker's?
– ¿Con su dinero? ¡Así volverá a nosotros!
Lowell echó a andar, y Fields le pidió que aguardara, pero Lowell no le hizo caso.
– ¡Deténgase! ¡Mi pobre obesidad! Mis autores nunca me esperan -se lamentó Fields-. ¡Deberían tener más respeto por mis grasas!
– ¿Quiere perder un poco de cintura, Fields? -dijo Lowell volviéndose-. Pague el diez por ciento más a sus autores y le garantizo que tendrá menos grasa de la que quejarse.
En los meses que siguieron, una nueva hornada de revistas baratas de sucesos, que J. T. Fields aborrecía por su influencia negativa sobre un público ávido, revelaron la historia del detective de segunda Simon Camp, de Pinkerton. Poco después de abandonar a toda prisa Boston tras una larga entrevista con Langdon W. Peaslee, fue acusado por el fiscal general de intento de extorsión a varios funcionarios gubernamentales a propósito de secretos de guerra. Durante los tres años anteriores a su condena, Camp se había embolsado decenas de miles de dólares, fruto de sus chantajes a personas relacionadas con sus casos. Allan Pinkerton restituyó las minutas a todos los clientes que habían trabajado con Camp, aunque hubo uno, el doctor Augustus Manning, de Harvard, que no pudo ser localizado, ni siquiera por la más importante agencia de detectives del país.
Augustus Manning dimitió de la corporación de Harvard y se fue con su familia fuera de Boston. Su esposa dijo que durante meses no habló más que unas pocas palabras seguidas. Algunos contaban que se había trasladado a Inglaterra, y otros oyeron que se había ido a una isla en mares inexplorados. Una subsiguiente reorganización de la administración de Harvard precipitó la inesperada elección del supervisor con menos antigüedad, Ralph Waldo Emerson, una idea promovida por el editor del filósofo, J. T. Fields, y respaldada por el presidente Hill. Así concluyó un exilio de veinte años de Harvard sufrido por el señor Emerson, y los poetas de Cambridge y Boston se congratularon de tener a uno de los suyos en la Mesa de la universidad.
Antes de que finalizara el año 1865, se publicó una edición privada de la traducción del Inferno por Henry Wadsworth Longfellow, la cual fue recibida con agrado por la comisión florentina para el año final de la conmemoración del sexto centenario del nacimiento de Dante. Esta circunstancia levantó expectativas en torno a la traducción de Longfellow, que ya había sido anunciada como «excepcionalmente buena» en los más selectos círculos literarios de Berlín, Londres y París. Longfellow entregó un ejemplar en primicia a cada miembro de su club Dante y a otros amigos. Aunque no mencionaba el asunto con frecuencia, reservó el último como regalo de compromiso para enviarlo a Londres, adonde Mary Frere, una joven dama de Auburn, Nueva York, se había mudado para estar cerca de su prometido. Longfellow, por su parte, estaba demasiado -ocupado con sus hijas y con su nuevo poema, muy largo, para encontrar para ella un regalo mejor.
Su ausencia de Nahant dejará un hueco como el que en una calle deja una casa derruida. Longfellow se dio cuenta de lo dantescas que se habían vuelto sus figuras de lenguaje.
Charles Eliot Norton y William Dean Howells regresaron de Europa a tiempo para ayudar a Longfellow en una traducción completa y anotada. Aún envueltos en el aura de sus aventuras en el extranjero, Howells y Norton prometieron a sus amigos contarles cosas de Ruskin, Carlyle, Tennyson y Browning. Ciertas cosas era mejor relatarlas de palabra que por carta.
Lowell interrumpió esta opinión riéndose de buena gana. -Pero ¿no está usted interesado, James? -preguntó Charles
Eliot Norton.
– Querido Norton -dijo Holmes glosando la hilaridad de Lowell-, querido Howells, somos nosotros quienes, sin haber cruzado ningún océano, hemos hecho un viaje que no podría contarse en ninguna carta escrita por un mortal.
Entonces Lowell hizo jurar a Norton y Howells que guardarían discreción para siempre.
Cuando el club Dante puso fin a sus reuniones, cuando su trabajo estuvo hecho, Holmes pensó que Longfellow se sentiría incómodo. Así que convenció a Norton para que ofreciera su propiedad de Shady Hill para reunirse los sábados por la noche. Allí tratarían de los avances en la traducción de Norton de la Vita nuova de Dante; la historia del amor de éste por Beatriz. Algunas noches, su reducido círculo se ampliaba con Edward Sheldon, que empezaba a elaborar la concordancia de los poemas de Dante con sus escritos menores, con el propósito, según esperaba, de estudiar un año o dos en Italia.
Recientemente, Lowell había accedido a que su hija Mabel viajara también a Italia para una estancia de seis meses. La acompañarían los Fields, que embarcaban en Año Nuevo para celebrar el traspaso de las operaciones diarias de la firma editorial a J. R. Osgood.