– Hubieran podido rechazarme, y yo habría desistido de mi lucha por pertenecer al círculo de los grandes hombres. Permítame que cite a mi poeta favorito: «Y lo que ellos osan soñar, osan llevarlo a cabo.» ¡Oh, qué bueno es esto!
Lowell arreció en sus carcajadas ante la idea de que a su interlocutor lo inspirase su poesía, pero lo cierto era que, en efecto, lo inspiraba. ¿Y por qué no? En la mente de Lowell, la justificación de la poesía era que reducía a la esencia de una sola línea la vaga filosofía que flotaba en las mentes de todos los hombres, como para hacerla asequible y útil, como para tenerla a mano.
Ahora, cuando se dirigía a dar una clase más, bostezó ante el mero pensamiento de entrar en una estancia repleta de estudiantes que aún creían posible aprenderlo todo sobre algo.
Lowell espoleó su caballo hacia la vieja bomba de agua situada en el exterior del edificio Hollis.
– Dales de comer si vienen, muchacho -dijo, al tiempo que encendía un cigarro.
Los caballos y los cigarros figuraban en el catálogo de las cosas prohibidas en el patio de Harvard.
Un hombre se apoyaba perezosamente en un olmo. Vestía un chaleco de cuadros amarillos y presentaba unas facciones flacas o más bien gastadas. El hombre, que se ofrecía al poeta en una postura sesgada, era demasiado mayor para ser estudiante, y su ropa estaba demasiado gastada para tratarse de un miembro del claustro. Lo contemplaba con el familiar e insaciable brillo en la mirada del admirador literario.
La fama no significaba mucho para Lowell, a quien le gustaba pensar que sólo sus amigos hallaban algo bueno en lo que escribía, y que Mabel Lowell se sentiría orgullosa de ser su hija una vez que él hubiese muerto. Por lo demás se consideraba teres atque rotundus: un microcosmos en sí mismo, su propio autor, público, crítico y posteridad. Aun así, el elogio de hombres y mujeres por la calle no dejaba de halagarlo. En ocasiones se paseaba por Cambridge con el corazón tan anhelante, que una mirada indiferente, aunque se la dirigiera un completo extraño, le arrancaba lágrimas de los ojos. Pero había algo igualmente doloroso en el encuentro con la mirada opaca y ofuscada del reconocimiento. Eso le hacía sentirse del todo transparente y ajeno: el poeta Lowell, una aparición.
El observador del chaleco amarillo, apoyado en el árbol, se llevó la mano al ala de su hongo negro cuando pasó Lowell. El poeta, confundido, inclinó la cabeza y sintió hormiguillo en las mejillas. Mientras se apresuraba por el campus universitario para atender a las obligaciones del día, Lowell no se dio cuenta de la extraña atención que aquel observador le dedicaba.
El doctor Holmes se coló en el empinado anfiteatro. Una andanada de ruido de botas, producido por aquellos cuyos lápices y cuadernos les impedían aplaudir con las manos, retumbó a su entrada. A esto siguieron unos rápidos hurras procedentes de los camorristas (Holmes los llamaba los jóvenes bárbaros), reunidos en aquellas alturas del aula conocidas como la Montaña (a semejanza de la Asamblea durante la Revolución Francesa). Aquí Holmes construía el cuerpo humano volviendo del revés cada elemento. Aquí, cuatro veces por semana había cincuenta hijos que lo adoraban y que aguardaban cada una de sus palabras. En pie frente a su clase, en el centro del anfiteatro, sintió que alcanzaba los doce pies de estatura, en lugar de quedarse en sus cinco-cinco (y eso contando las botas, particularmente altas, hechas por el mejor zapatero de Boston).
Oliver Wendell Holmes era el único miembro de la facultad que desde siempre pudo dar clase a la una, cuando el hambre y el cansancio se combinaban con el aire narcotizado del edificio de ladrillo, de dos plantas, de North Grove. Algunos colegas envidiosos decían que su fama literaria se imponía sobre sus estudiantes. En efecto, la mayoría de los muchachos que escogían medicina en lugar de derecho o teología eran rústicos, y si hubieran conocido algo de verdadera literatura antes de llegar a Boston, se habría tratado de algún poema de Longfellow. Aun así, la voz de la reputación literaria de Holmes se había extendido como un cotilleo sensacional, y alguien se procuraba un ejemplar de Autocrat of the Breakfast-Table y lo hacía circular, señalando con mirada incrédula a un compañero: «¿No has leído el Autocrat?» Pero esta reputación literaria entre los estudiantes era más la reputación de una reputación.
– Hoy -dijo Holmes-empezaremos con un tema que confío en que no les resulte a ustedes en absoluto familiar, muchachos.
Apartó de un manotazo una limpia sábana blanca que cubría un cadáver de mujer y levantó las palmas de las manos ante los pateos y las voces que siguieron.
– ¡Respeto, señores! ¡Respeto hacia la obra más divina de la humanidad y de Dios!
El doctor Holmes estaba demasiado perdido en el océano de atención para advertir al intruso entre los estudiantes.
– Sí, el cuerpo femenino será el tema de hoy -prosiguió Holmes.
Un joven tímido, Alvah Smith, uno de la media docena de alumnos brillantes a los que, en toda clase, el profesor dirige su explicación de forma natural, como si fueran intermediarios del resto, se ruborizó visiblemente en la primera fila, donde sus vecinos se mostraban felices mofándose de su turbación. Holmes se dio cuenta.
– Aquí, en la persona de Smith, advertimos una muestra de la acción inhibidora de los nervios vasomotores sobre las arteriolas, que, de pronto, se relajan y llenan los capilares superficiales con sangre; el mismo agradable fenómeno del que algunos de ustedes son testigos en la mejilla de esa persona joven a la que esperan visitar esta noche.
Smith se echó a reír con el resto. Pero Holmes también oyó una involuntaria carcajada que estalló con la lentitud propia de la edad. Miró hacia uno de los laterales y descubrió al reverendo doctor Putnam, uno de los miembros con menos poder de la corporación de Harvard. Quienes la componían, aunque representaban el más alto nivel de supervisión, jamás acudían a las clases de su universidad: trasladarse desde Cambridge hasta el edificio de la facultad de Medicina, que se levantaba al otro lado del río, en Boston, por su proximidad a los hospitales, hubiera sido una idea inaceptable para la mayoría de los administradores.
– Ahora -dijo Holmes distraídamente, dirigiéndose a su clase y disponiendo el instrumental para el cadáver, junto al que se encontraban sus dos ayudantes-sumerjámonos en las profundidades de nuestro tema.
Una vez concluida la clase y después de que los bárbaros se abrieran paso a codazos a través de los pasillos laterales, Holmes condujo al reverendo doctor Putnam a su despacho.
– Usted, mi querido doctor Holmes, representa el referente máximo para los hombres de letras norteamericanos. Nadie ha trabajado tan arduamente para destacar en tantos ámbitos. Su nombre se ha convertido en un símbolo de erudición y autoría. Precisamente ayer estaba yo hablando con un caballero inglés que me decía la estima en que lo tienen en la madre patria.
Holmes sonrió, distraído.
– ¿Y qué dijo? ¿Qué dijo, reverendo Putnam? Usted sabe que me gustan los cumplidos exagerados.
Putnam frunció el ceño ante la interrupción.
– Pese a ello, Augustus Manning está preocupado por algunas de sus actividades literarias, doctor Holmes.
Holmes se sorprendió.
– ¿Se refiere usted al trabajo del señor Longfellow sobre Dante? Longfellow es el traductor. Yo soy uno más de sus ayudantes, por así decirlo. Le sugiero que aguarde y que lea la obra; seguro que disfrutará con ella.
– James Russell Lowell, J. T. Fields, George Greene y el doctor Oliver Wendell Holmes. ¡Vaya «ayudantes» selectos!
Holmes estaba disgustado. No había pensado que su club fuera materia de interés general y no gustaba de hablar de él con alguien ajeno. El club Dante era una de sus escasas actividades sin proyección pública.
– Oh, arroje usted una piedra en Cambridge y por fuerza acertará al autor de un par de volúmenes, querido Putnam.