Выбрать главу

– ¿Un agente de policía negro? -preguntó con visible incomodidad.

– En realidad, mulato -precisó Savage con orgullo-. El patrullero Rey es el primero del país. El primero en toda Nueva Inglaterra, dicen.

Alargó la mano e hizo que Rey se la estrechara. La señora Healey se volvió y alzó el cuello lo suficiente para ver a placer al mulato.

– ¿Es usted el agente que estaba a cargo del vagabundo, del que murió allí?

Rey asintió.

– Entonces, dígame, agente. ¿Qué cree usted que le hizo actuar de aquel modo?

El jefe Kurtz tosió nerviosamente en dirección a Rey.

– No puedo decírselo con precisión, señora -respondió Rey sinceramente-. No puedo decir qué creyó o si consideró que corría algún peligro su integridad física en aquel momento.

– ¿Le habló a usted? -preguntó Roland.

– Sí, señor Healey. Al menos trató de hacerlo. Pero me temo que lo que susurró no podía entenderse.

– ¡Ja! ¡Ustedes ni siquiera son capaces de descubrir la identidad de un vagabundo que se les muere en sus propias dependencias! ¡Creo que usted, jefe Kurtz, considera que mi marido tuvo el fin que merecía!

– ¿Yo? -Kurtz se volvió y miró inerme a su subjefe-. ¡Señora!

– Yo soy una mujer enferma, a punto de comparecer ante Dios, ¡pero a mí no me engañan! ¡Usted cree que somos tontos y unos palurdos, y está deseando mandarnos a todos al diablo!

– ¡Señora! -exclamó Savage haciendo eco al jefe.

– ¡No le daré el placer de verme muerta, jefe Kurtz! ¡Usted y su desagradable policía negro! ¡Él hizo todo lo que sabía hacer y no tenemos que avergonzarnos de nada!

La compresa cayó al suelo cuando ella se hurgó el cuello con las uñas. Era una nueva convulsión, provocada por las costras recientes y las marcas rojas que cubrían su piel. Se rascó el cuello, ahondando en la carne y escarbando en un enjambre de insectos invisibles que aguardaban en los recovecos de su mente.

Sus hijos saltaron de sus asientos, pero sólo pudieron retroceder hacia la puerta. Kurtz y Savage habían hecho otro tanto, indefensos, como si a la viuda pudieran consumirla las llamas en cualquier instante.

Rey aguardó un momento más y luego, tranquilamente, dio un paso hacia un lado de la cama.

– Señora Healey. -Sus arañazos habían aflojado las cintas de su camisa de dormir. Rey se acercó y rebajó la llama de la lámpara hasta que sólo pudo distinguirse la silueta de la viuda-. Señora, quiero que sepa que su marido me ayudó en una ocasión.

Se había tranquilizado.

Kurtz y Savage intercambiaron miradas de sorpresa junto a la puerta. Rey habló demasiado bajo para que desde el otro lado de la habitación se oyeran todas las palabras, pero los otros estaban demasiado asustados para adelantarse y provocar un nuevo acceso en la viuda. Aun en la oscuridad pudieron percibir hasta qué punto se había tranquilizado, lo apaciguada y silenciosa que estaba salvo por su agitada respiración.

– Cuéntemelo, por favor -dijo.

– De niño me trajo a Boston una mujer de Virginia que viajó aquí con motivo de una festividad. Algunos abolicionistas me apartaron de su lado para hacerme comparecer ante el juez presidente. Éste dictaminó que un esclavo quedaba emancipado legalmente en cuanto cruzaba a un estado libre. Me puso al cuidado de un herrero negro, Rey, y de su familia.

– Antes de que nos impusieran esa desdichada Ley de Esclavos Fugitivos. -Los párpados de la señora Healey se cerraron mientras suspiraba, y su boca se torció de una manera extraña-. Sé lo que piensan los amigos de su raza a propósito de aquel chico, Sims. Al juez presidente no le gustaba que yo acudiera a las vistas, pero fui. Había mucho que decir, entonces. Sims era como usted, un negro apuesto, pero tan oscuro como lo que mucha gente tiene dentro de la cabeza. El juez presidente nunca lo hubiera mandado de vuelta de no haberse visto obligado a hacerlo. No tuvo elección, compréndalo. Pero a usted le proporcionó una familia. Esa familia, ¿le hizo a usted feliz?

Él asintió.

– ¿Por qué las equivocaciones sólo se subsanan después? ¿Acaso no pueden remediarse alguna vez con antelación? Eso produce mucho cansancio. Mucho cansancio.

Recobró en parte la lucidez, y ahora se dio cuenta de lo que había que hacer una vez los agentes se hubiesen marchado. Pero necesitaba una cosa más de Rey.

– Por favor, ¿le dijo algo a usted cuando era niño? Al juez Healey lo que más le gustaba era hablar con los niños.

Recordaba a Healey con sus propios hijos.

– Me preguntó si quería quedarme aquí, señora Healey, antes de poner por escrito sus conclusiones. Dijo que siempre estaría seguro en Boston, pero que era yo quien tenía que elegir ser un bostoniano, un hombre que cuidara de sí mismo y velara por la ciudad al mismo tiempo; de lo contrario sería siempre un marginal. Me dijo que, cuando un bostoniano alcanza las puertas del cielo, llega un ángel y le previene: «Aquí no estarás a gusto; esto no es Boston.»

Percibió el susurro al tiempo que oía a la viuda de Healey caer dormida. Lo oyó en la desnudez de su gélida casa de huéspedes. Despertaba cada mañana con las palabras en la punta de la lengua. Podía saborearlas, podía oler el penetrante aroma que las arropaba, podía frotarse contra las híspidas barbas que las recitaban, pero cuando trataba de hablar él mismo en susurros, en ocasiones mientras conducía el carruaje, otras veces ante un espejo, aquello carecía de sentido. Se sentaba a todas horas con su pluma, gastando tinteros, pero la falta de sentido era peor por escrito que de palabra. Podía ver al hombre que susurraba, inquieto por aquel disparate, los ojos atónitos brillando ante él antes de que el cuerpo se lanzara a través del cristal. El hombre innominado había caído del cielo, desde un lugar lejano en el que Rey no podía pensar, a los brazos de Rey, desde donde había vuelto a caer. Se impuso apartarlo de su mente. Pero podía ver con toda claridad la caída a plomo por el patio, donde el hombre era todo sangre y hojas, una y otra vez; tan suave y constante como las imágenes de las transparencias de una linterna mágica. Debía detener la caída, maldita orden del jefe Kurtz. Debía encontrar algún sentido a las palabras que quedaron colgando en el aire muerto.

– No quisiera dejarlo ir -dijo Amelia Holmes, con un fruncimiento en su carita, mientras subía el cuello del abrigo de su marido para cubrir la bufanda-. Señor Fields, él no debería salir esta noche. Estoy preocupada por lo que pueda sucederle. Oiga cómo resuella a causa del asma. ¿Cuándo volverás a casa, Wendell?

El bien equipado carruaje de J. T. Fields se dirigió al 21 de la calle Charles. Aunque estaba a sólo dos manzanas de su casa, Fields nunca hacía caminar a Holmes. El doctor respiraba con dificultad en el escalón de la entrada, acusando el tiempo frío, como a menudo le ocurría también con el calor.

– Oh, no lo sé -respondió el doctor Holmes, algo fastidiado-. Me pongo en manos del señor Fields.

– Bien, señor Fields -dijo ella en tono grave-, ¿cuándo le permitirá regresar?

Fields consideró la pregunta con la mayor seriedad. El apoyo de una esposa era tan importante para él como el de un autor, y Amelia Holmes hacía poco que se había vuelto aprensiva.

– Quisiera que Wendell no publicara nada más, señor Fields -había dicho Amelia durante un almuerzo en casa de los Fields a principios de aquel mes, en la hermosa estancia que, a través de hojas y flores, daba al apacible río-. Lo único que consigue es regañar por las críticas de los periódicos, ¿y de qué sirve eso?

Fields abrió la boca para dejarle a ella descansar la mente, pero Holmes fue demasiado rápido. Cuando estaba agitado o asustado, nadie podía hablar tan aprisa, especialmente de sí mismo:

– ¿Qué quieres decir, Melia? He escrito algo nuevo que no suscitará las quejas de los críticos. Se trata de la «Historia norteamericana». El señor Fields ha estado presionándome mucho tiempo para escribirla. ¿Sabes, querida?, será mejor que cualquier otra cosa que haya hecho.