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– Oh, eso es lo que dices siempre, Wendell. -Agitó la mano tristemente-. Pero yo quiero que lo dejes.

Fields sabía que Amelia había reforzado la decepción de Holmes cuando la continuación de la serie el Autocrat, The Professor at the Breakfast-Table se consideró repetitiva, pese a las promesas de éxito hechas por Fields. Holmes planeó una tercera parte, que se titularía The Poet at the Breakfast-Table. Se sintió derrotado por los ataques de la crítica, y sólo obtuvo el modesto éxito de Elsie Veneer, su primera novela, que había escrito de un tirón y que publicó poco antes de la guerra.

A la nueva tropa de críticos bohemios de Nueva York le gustaba atacar la estructura establecida de Boston, y Holmes representaba a su orgullosa ciudad mejor que nadie; él, después de todo, había llamado a Boston el Eje del Universo y denominado a su propia clase social los brahmanes de Boston, inspirándose en tierras más exóticas. Ahora, los rufianes que se llamaban a sí mismos la Joven América y habitaban las tabernas subterráneas de Manhattan, a lo largo de Broadway, habían declarado irrelevante para la próxima era el prolongado dominio de los Poetas junto a la Chimenea patrocinados por Fields. ¿Qué había hecho para evitar la guerra civil la camarilla de Longfellow, con sus rimas anticuadas y sus estampas aldeanas?, preguntaban. Holmes, por su parte, años antes de la guerra había abogado por el compromiso e incluso firmó, junto con Artemus Healey, un manifiesto en apoyo de la Ley de Esclavos Fugitivos, que propugnaba la devolución a sus amos de los esclavos huidos, como una esperanzadora medida para evitar el conflicto.

– Pero es que no lo entiendes, Amelia -continuaba Holmes a la mesa del desayuno-. Eso me dará dinero, lo cual nunca está de más. -De pronto dirigió la mirada a Fields-. Si me ocurriera algo antes de que tuviera la historia terminada, no vendría a reclamarle el dinero a la viuda, ¿verdad?

Todos se echaron a reír. Ahora, sentados juntos en el carruaje, Fields miraba el cielo de colores cómo si pudiera darle la respuesta que Amelia seguía esperando.

– Alrededor de las doce -dijo-. ¿Qué le parece las doce, mi querida señora Holmes?

La miró con sus amables ojos castaños, aunque sabía que más bien sería a las dos de la madrugada. El poeta tomó del brazo al editor.

– Eso está muy bien para una noche dedicada a Dante, Melia. El señor Fields cuidará de mí. Uno de los mayores cumplidos que un hombre ha dedicado nunca a otro es mi visita a Longfellow esta noche, después de todo lo que he hecho últimamente, entre mis clases y mi novela y los almuerzos elegantes. ¿Por qué no debería ir esta noche?

Fields decidió no dar por oído este último comentario, aunque fuera pronunciado con despreocupación.

Era una leyenda popular en Cambridge, en 1865, que Henry Wadsworth Longfellow decidiría divinamente cuándo mostrarse fuera de su mansión colonial de color amarillo sol, para saludar a quienes llegaban, tanto si se trataba de huéspedes largamente esperados como de imprevistos peticionarios. Por supuesto que las leyendas a menudo decepcionan, y por lo general uno de los sirvientes del poeta atendía la maciza puerta de la casa Craigie, así llamada por sus anteriores dueños. En años recientes hubo ocasiones en que Henry Longfellow optó sencillamente por no recibir a nadie en absoluto.

Pero aquella tarde, confiando lo suficiente en la sabiduría popular aldeana, Longfellow permanecía en el escalón de entrada cuando los caballos de Fields remolcaron su carga por el camino para carruajes de la casa Craigie. Holmes, asomándose a la ventanilla, percibió desde lejos la figura antes de que el seto cubierto de blancura se partiera en dos y describiera una curva. Su agradable visión de Longfellow de pie, serenamente, bajo la luz de la lámpara en la nieve blanda, con el peso de su leonina barba flotante y su levita de impecable hechura, se ajustaba a la representación que del poeta se hacía el público. La imagen había cristalizado en la estela de la pérdida irreparable de Fanny Longfellow, y el mundo parecía intentar consagrar al poeta (como si el muerto hubiera sido él, en lugar de su mujer) cual una divina aparición enviada para responder a la raza humana, cuando sus admiradores trataran de esculpir su efigie en una permanente alegoría de genio y sufrimiento.

Las tres niñas Longfellow llegaron corriendo de jugar con la nieve inesperada, haciendo una pausa lo bastante larga a la entrada del vestíbulo como para sacudirse los chanclos antes de trepar por las escaleras bruscamente angulosas.

Desde mi estudio veo a la luz de la lámpara descender la amplia escalera del vestíbulo a la grave Alice y a la reidora Allegra, y a Edith con su cabello dorado.

Holmes acababa de pasar ante esa amplia escalera, y ahora estaba de pie junto a Longfellow en aquel estudio, donde la luz de la lámpara iluminaba el escritorio del poeta. Mientras tanto, las tres niñas desaparecieron de la vista. Todavía camina a través de un poema vivo. Holmes sonrió para sí y tomó la pata del perrito ladrador de Longfellow, que mostraba todos sus dientes y sacudía su cuerpo porcino.

Luego Holmes saludó al lánguido erudito de barba caprina que se sentaba, inclinado, en una butaca junto a la chimenea, con la mirada perdida en un enorme infolio.

– ¿Cómo va el George Washington más vivo de la colección de Longfellow, mi querido Greene?

– Mejor, mejor, gracias, doctor Holmes. Me temo que no me encontraba lo suficientemente bien para asistir al funeral del juez Healey.

A George Washington Greene solían referirse los demás como

«el viejo», pero en realidad tenía sesenta años, cuatro más que Holmes y dos más que Longfellow. Las enfermedades crónicas habían envejecido varias décadas al ministro unitarista retirado e historiador. Pero todas las semanas viajaba en ferrocarril desde East Greenwich, Rhode Island, con tanto entusiasmo por las veladas de los miércoles en la casa Craigie como por los sermones que pronunciaba allá donde era invitado o por las historias de la guerra revolucionaria que su propio nombre le había impulsado a reunir.

– Longfellow, ¿acudió usted?

– Me temo que no, señor Greene -respondió Longfellow, el cual no había estado en el cementerio del monte Auburn desde antes del funeral de Fanny Longfellow, ceremonia en cuyo transcurso permaneció confinado en su cama-. Pero imagino que estuvo muy concurrido.

– Oh, sí, mucho, Longfellow -dijo Holmes juntando los dedos sobre el pecho, pensativo-. Un hermoso y adecuado tributo.

– Demasiado concurrido, tal vez -intervino Lowell, entrando, procedente de la biblioteca, con un montón de libros e ignorando el hecho de que Holmes ya había contestado a la pregunta.

– El viejo Healey se conocía bien a sí mismo -señaló Holmes con suavidad-. Sabía que su lugar era el palacio de justicia, no la bárbara arena de la política.

– ¡Wendell! Usted no puede decir eso -replicó Lowell con tono autoritario.

– Lowell -le advirtió Fields, clavando en él la mirada.

– Y pensar que nos convertimos en cazadores de esclavos… -Lowell se apartó de Holmes sólo un segundo. Lowell era primo en sexto o séptimo grado de los Healey, porque los Lowell eran primos en sexto o séptimo grado, al menos, de las mejores familias de brahmanes, y esto sólo incrementaba su insistencia-. ¿Se hubiera usted comportado tan cobardemente como Healey, Wendell? De haber podido usted decidir, ¿habría mandado a aquel chico, Sims, de vuelta a su plantación cargado de cadenas? Dígamelo, dígame sólo eso, Holmes.

– Debemos respetar la pérdida que ha sufrido la familia -dijo tranquilamente Holmes, dirigiendo su comentario principalmente al medio sordo señor Greene, que asentía con gesto cortés.

Longfellow se excusó cuando sonó una campanilla en el piso de arriba. Podía haber profesores o reverendos, senadores o reyes entre sus huéspedes, pero ante aquella señal Longfellow se ausentaría para escuchar las oraciones de Alice, Edith y Annie Allegra antes de acostarse.