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– Yo aún no me he acostumbrado a ese detestable título -murmuró Lowell.

Rey se volvió hacia él.

– En su casa, una joven dama me ha encaminado amablemente hasta aquí. Dijo que un miércoles por la noche no se le podría encontrar en ningún otro lugar.

– ¡Ah, ha debido de ser Mabel! -comentó Lowell riendo-. Al menos no lo echó de casa, ¿verdad?

Rey rió también.

– Es una dama joven de lo más encantador, señor. Me enviaron aquí, profesor, desde el edificio principal de la universidad.

Lowell pareció sorprendido.

– ¿Qué? -murmuró. Luego explotó, sus mejillas y sus orejas adquirieron un color de vino de Borgoña y su voz pareció abrasarle la garganta-. ¡Que me han mandado a un agente de policía! ¿Con qué posible justificación? ¿No son hombres capaces de hablar por su cuenta, sin mover los hilos de alguna marioneta municipal? ¡Explíquese, señor!

Rey permaneció tan inmóvil como la estatua de mármol de la esposa de Longfellow situada junto a la chimenea.

Longfellow colgó una mano de la manga de su amigo.

– Ya ve, agente, que el profesor Lowell es tan amable que, junto con algunos de nuestros colegas, me ayuda en un empeño literario que en el momento presente no cuenta con el favor de ciertos miembros de la junta de gobierno de la universidad. Pero se debe a que…

– Lo lamento -dijo el policía, dejando que su mirada recayera en el hombre que había hablado anteriormente, cuyo rubor había desaparecido de su rostro de manera tan súbita como apareció-. Fui al edificio principal de la universidad directamente. Ando buscando a un experto en lenguas, ¿sabe?, y allí algunos estudiantes me han dado, su nombre.

– En ese caso, agente, acepte mis excusas -dijo Lowell-, pero

ha tenido usted suerte y me ha encontrado. Sé hablar seis idiomas como un nativo… de Cambridge.

El poeta se echó a reír y depositó el papel que le entregó Rey en el escritorio de Longfellow, de marquetería de palisandro. Rey vio fruncirse en pliegues la despejada frente de Lowell.

– Un caballero me dijo ciertas palabras. Las pronunció en voz baja, fuera lo que fuese lo que pretendía comunicar, y además todo ocurrió de repente. Sólo puedo concluir que era alguna lengua rara y extranjera.

– ¿Cuándo? -preguntó Lowell.

– Hace unas semanas. Fue un encuentro extraño e inesperado. -Rey entornó los ojos. Evocó la prolongada presión del hombre que susurraba sobre su cráneo. Podía oír formarse las palabras de manera muy clara, pero no era capaz de repetir ninguna de ellas-. Me temo que sólo se trata de una trascripción aproximada, profesor.

– ¡Desde luego, menudo galimatías! -dijo Lowell pasando el papel a Longfellow-. No podrá sacarse gran cosa de este jeroglífico. ¿No puede usted preguntarle a esa persona qué quiso decir? O al menos averiguar en qué lengua pretendía hablar.

Rey dudó antes de contestar. Longfellow dijo:

– Agente, tenemos un gabinete de eruditos hambrientos ahí dentro, cuya sabiduría podría ser sobornada con ostras y macarrones. ¿Sería tan amable de dejarnos una copia de este papel?

– Le quedo muy reconocido, señor Longfellow -dijo Rey. Estudió a los poetas antes de añadir-: Debo pedirles que no mencionen a nadie mi visita de hoy. Tiene relación con un caso policial delicado.

Lowell levantó las cejas, escéptico.

– No faltaba más -aseguró Longfellow, e inclinó la cabeza en una señal que daba a entender que la confianza era algo inherente a la casa Craigie.

– Aleje usted esta noche de la mesa al buen ahijado de Cerbero, querido Longfellow.

Fields se introducía la punta de una servilleta en el cuello de la camisa. Ocupaban sus sitios en torno a la mesa del comedor. Trap protestó con un quejido ahogado.

– Oh, es muy amigo de los poetas, Fields -objetó Longfellow.

– ¡Ah! Tenía que haberlo visto la semana pasada, señor Greene -dijo Fields-. Cuando usted guardaba cama, este amigable compañero se hizo con una perdiz que estaba en la mesa de la cena, mientras nosotros, en el estudio, nos ocupábamos del canto undécimo.

– Eso fue resultado de su visión de la Divina Commedia -explicó Longfellow sonriendo.

– Un extraño encuentro -observó Holmes, vagamente interesado-. ¿Qué dijo de esto el agente de policía?

Estaba estudiando la nota del agente, sosteniéndola bajo la cálida luz del candelabro y dándole vueltas antes de pasársela a otro. Lowell asintió.

– Al igual que Nimrod, todo cuanto nuestro agente Rey oyó es como la infancia gigantesca del mundo.

– Quisiera decir que el escrito es una pobre tentativa de emplear el italiano.

George Washington Greene se encogió de hombros como excusándose, y entregó la nota a Fields con un hondo suspiro.

El historiador volvió a concentrarse en la comida. Se mostraba cohibido cuando tenía que competir con las estrellas brillantes que habitaban la constelación social de Longfellow. El club Dante había incorporado sus libros a sus anaqueles y, en contrapartida, lo hacía objeto de chanzas durante las cenas. La vida de Greene había estado pavimentada de escasas promesas y grandes reveses. Sus conferencias públicas nunca tuvieron la consistencia suficiente como para asegurarle una plaza de profesor, y su trabajo como ministro jamás quedó lo bastante definido como para ganarse una parroquia propia (sus detractores afirmaban que sus conferencias se parecían demasiado a sermones y que sus sermones contenían un exceso de historia). Longfellow observaba a su viejo amigo confiadamente, y pasó a través de la mesa los bocados escogidos que creyó que Greene preferiría.

– El patrullero Rey -dijo Lowell con admiración-. La imagen de un hombre de verdad, ¿eh, Longfellow? Soldado en la mayor de nuestras guerras y ahora el primer miembro de color de la policía. Ah, nosotros, los profesores, nos limitamos a permanecer en el portalón observando a los pocos que se embarcan en el vapor.

– Oh, pero viviremos mucho más a través de nuestras pesquisas intelectuales -dijo Holmes-, según un artículo del último número de The Atlantic acerca de los saludables efectos de la erudición sobre la longevidad. Felicidades por otro estupendo número, mi querido Fields.

– ¡Sí, ya lo vi! Un excelente trabajo. Cuide a ese joven autor, Fields -dijo Lowell.

– Hummm. -Fields sonrió al oír estas palabras-. Al parecer debería consultarle a usted antes de permitir que un autor ponga la pluma sobre el papel. Ciertamente, The Review se apresuró a acabar con nuestra Vida de Percival. ¡Un extraño podría muy bien preguntarse por qué no me muestra usted la mínima consideración!

– Fields, yo no lisonjeo a nadie por sentimentalismo -declaró Lowell-. Usted sabe muy bien que conviene publicar un libro que es pobre en sí pero que está en el camino de un trabajo mejor sobre el tema.

– Pregunto a los presentes si es justo que Lowell publique en The North American Review, una de mis revistas, un ataque contra un libro de mi casa.

– Bueno, pues yo, a mi vez, pregunto si alguien de los presentes ha leído el libro y está dispuesto a discutir mis conclusiones -replicó Lowell.

– Me arriesgaría a contestar con un resonante no en nombre de todos los que están a la mesa -admitió Fields-, pero yo les aseguro que desde el día en que apareció el artículo de Lowell ¡no se ha vendido un solo ejemplar del libro!

Holmes golpeó el vaso con el tenedor.

– Aquí mismo formulo una acusación contra Lowell por asesinato, pues ha matado irremisiblemente la Vida.

Todos rieron.

– Oh, lo que murió fue un nonato, juez Holmes -replicó el defensor-; ¡yo me limité a clavar los clavos de su ataúd!

– Díganme -intervino Greene, que trató de conferir a su voz un tono despreocupado, volviendo a su tema preferido-. ¿Alguien ha advertido un carácter dantesco en los días y fechas de este año?

– Corresponden exactamente a los del dantesco 1300 -respondió Longfellow asintiendo-. En ambos años Viernes Santo cayó el veinticinco de marzo.