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– ¡Gloria! -exclamó Lowell-. Este año hace quinientos sesenta y cinco que Dante descendió a la citta dolente, a la ciudad doliente. ¿No había de ser éste el año de una traducción, aunque sea mala? -preguntó con una sonrisa infantil.

Pero su comentario le recordó la persistencia de la corporación de Harvard, y su amplia sonrisa se marchitó. Longfellow dijo:

– Mañana, con nuestros últimos cantos del Inferno en la mano, descenderemos entre los diablos de la imprenta (los Malebranches de Riverside Press) y nos aproximaremos, arrastrándonos, al final. He prometido enviar una edición limitada del Inferno a la Comisión Florentina a fines de año, para que se sume, humildemente, por supuesto, a la conmemoración del sexto centenario del nacimiento de Dante.

– Ustedes saben, mis queridos amigos -dijo Lowell frunciendo el entrecejo-, que esos malditos estúpidos de Harvard aún están tratando por todos los medios de suspender mi curso sobre Dante.

– Y después de que Augustus Manning me advirtiera sobre las consecuencias de publicar la traducción -precisó Fields, tamborileando sobre la mesa con gesto de frustración.

– ¿Por qué habrían de llegar a tales extremos? -inquirió Greene, alarmado.

– De una u otra forma tratan de mantener todo lo lejos posible a Dante -explicó Longfellow amablemente-. Temen su influencia porque es extranjero y católico, querido Greene.

Holmes, exhibiendo una simpatía espontánea, dijo:

– Supongo que podría entenderse, en parte, porque hay algo dantesco que nos afecta. ¿Cuántos padres fueron al cementerio del monte Auburn a visitar la tumba de sus hijos el pasado junio, en lugar de acudir a su fiesta de graduación? En muchos casos creo que ya tenemos bastante con el infierno del que acabamos de salir.

Lowell se estaba sirviendo su tercer o cuarto vaso de falerno tinto. Al otro lado de la mesa, Fields trataba sin éxito de calmarlo con una mirada de apaciguamiento. Pero Lowell dijo:

– ¡Una vez empiecen a arrojar libros al fuego, nos mandarán a nosotros a un infierno del que nos costará escapar, querido Holmes!

– Oh, no crea que me gusta la idea de tratar de impermeabilizar la mente norteamericana contra cuestiones que el cielo le hace llover encima, querido Lowell. Pero acaso… -Holmes dudó. Aquélla era su oportunidad. Se volvió a Longfellow-: Acaso deberíamos considerar un plan de publicación menos ambicioso, querido Longfellow… Una edición limitada, al principio, a unas docenas de ejemplares, para que nuestros amigos y colegas estudiosos pudieran apreciarla, pudieran comprender su fuerza antes de divulgar la obra entre las masas…

Lowell saltó en su asiento.

– ¿Es que el doctor Manning ha hablado con usted? ¿Acaso Manning le envió a alguien para meterle miedo, Holmes?

– Por favor, Lowell -intervino Fields, sonriendo diplomáticamente-. Manning nunca acudiría a Holmes con ese propósito.

– ¿Qué? -El doctor Holmes hizo como que no se enteraba. Lowell aún estaba aguardando la respuesta-. Desde luego que no, Lowell. Manning es precisamente uno de esos hongos que siempre crecen en las universidades más antiguas. Pero me parece que no pretendemos suscitar un conflicto innecesario. Sólo serviría para apartarnos de Dante, que es lo que nos interesa. Tendría que ver con la lucha, no con la poesía. Demasiados médicos utilizan la medicina para atiborrar a sus pacientes con todos los potingues posibles. Deberíamos ser juiciosos con nuestras honradas curas, y cautelosos en nuestros progresos literarios.

– Cuanto más unidos, mejor -sentenció Fields, dirigiéndose a todos los presentes.

– ¡No podemos mostrarnos cautelosos ante los tiranos! -protestó Lowell.

– Ni tampoco deseamos formar un ejército de cinco personas contra el mundo entero -añadió Holmes.

Estaba ansioso porque Fields empezaba a considerar su idea de esperar. Completaría su novela antes de que la nación llegara a oír hablar de Dante.

– ¡Yo quiero que me quemen en la hoguera! -exclamó Lowell-. ¡No! Quisiera que me encerraran a solas una hora con la corporación de Harvard al completo antes que retrasar la publicación de la traducción.

– Por supuesto que no cambiaremos los planes de edición -dijo Fields. El viento dejó de soplar a favor de las velas de Holmes-. Pero Holmes tiene razón en lo de sacar esto adelante nosotros solos. Podríamos tratar de conseguir apoyo. Podría llamar al anciano profesor Ticknor para que ejerza la influencia que pueda quedarle. Y quizá al señor Emerson, que leyó a Dante hace años. Nadie en el mundo sabe si de un libro se venderán cinco mil ejemplares o no cuando se publique. Pero si se venden esos cinco mil ejemplares, bien pueden venderse veinticinco mil.

– ¿Pueden tratar de despojarlo de su plaza de profesor, señor Lowell? -interrumpió Greene, preocupado todavía por la corporación de Harvard.

– Jamey es demasiado famoso para eso -rechazó Fields.

– ¡Me importa un rábano lo que hagan conmigo, en todos los sentidos! No entregaré Dante a los filisteos.

– ¡Ni ninguno de nosotros! -se apresuró a declarar Holmes.

Para su sorpresa, nadie lo contradijo; antes bien, todos parecían más decididos a darle la razón y más convencidos de que podría salvar a sus amigos de Dante, y a Dante del ardor de sus amigos. El animoso volumen de sus exclamaciones contagió a los circunstantes, que prorrumpieron en «Oigan, oigan» y «¡Eso, eso!». La voz de Lowell era la más fuerte.

Greene, viendo un resto de relleno de tomate en su tintineante tenedor, se inclinó para compartir aquella riqueza con Trap. Desde debajo de la mesa, Greene vio que Longfellow se ponía de pie.

Aunque sólo eran cinco amigos reunidos en el comedor de Longfellow, en la extrema intimidad de la casa Craigie, lo insólito de que el anfitrión se pusiera de pie para proponer un brindis suscitó un silencio total.

– A la salud de los reunidos a la mesa.

Eso es todo cuanto dijo. Pero ellos lanzaron hurras como si estuvieran ante otra proclamación de la Independencia. Llegaron luego la tarta de cerezas, el helado y el coñac con terrones de azúcar flameantes, se desenvolvieron los cigarros y se encendieron con las velas del centro de la mesa.

Antes de que acabara la noche, Lowell había convencido a Longfellow de que contara a los reunidos la historia de los cigarros. Como nadie tenía la habilidad de halagar a Longfellow para hacerle hablar de sí mismo, debía centrarse su interés en un tema neutro, como el de los cigarros.

– Yo había sido convocado para tratar asuntos en el Corner -empezó a decir Longfellow, mientras Fields se reía por adelantado-, cuando el señor Fields me convenció de que lo acompañara a un tabaquero próximo para adquirir algunos regalos. El tabaquero sacó una caja de cierta marca de cigarros de la que les juro que nunca había oído hablar. Y dijo, con toda la seriedad del mundo: «Éstos, señor, son la clase preferida de Longfellow.»

– ¿Y qué replicó usted? -preguntó Greene, elevando la voz sobre las muestras de regocijo.

– Miré al hombre, luego los cigarros y dije: «Muy bien, pues los

probaré.» Y le pagué una caja para que me la enviara.

– ¿Y qué piensa ahora, mi querido Longfellow? -preguntó Lowell riendo, de tal modo que se le atragantó el postre. Longfellow exhaló un suspiro.

– Oh, creo que aquel hombre estaba completamente en lo cierto. Los encuentro buenos.

– «Así pues, es bueno que me arme de prudencia, pues si soy arrojado del lugar que me es más querido, yo…» -declamó el estudiante en tono de frustración, desplazando el dedo atrás y adelante bajo el texto italiano.

Desde hacía varios años, el estudio de Lowell en Elmwood se había desdoblado en aula para su curso sobre Dante. En su primera etapa como profesor de la cátedra Smith, solicitó un local y le asignaron un sombrío espacio situado en el sótano del edificio principal de la universidad, con largos tableros de madera en lugar de pupitres y un púlpito para el profesor, que, seguro, provenía de los tiempos de los puritanos. Al curso no asistían suficientes alumnos, se le dijo a Lowell, para merecer una de las aulas más deseadas. Dar clase en Elmwood le aportó la comodidad de una pipa y el calor de una chimenea, y era otra razón para no tener que salir de casa.