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Lowell pensó para sí, mientras oía a Sheldon leer los siguientes quince versos en italiano, en lo bien que se sentía enseñando algo real. En lo tonto que fue Sócrates al pensar en ¡expulsar a los poetas de Atenas! En lo mucho que gozaría asistiendo a la derrota de Augustus Manning cuando la traducción de Longfellow tuviera un éxito inmenso.

Al día siguiente, Lowell abandonaba el edificio principal de la universidad, después de pronunciar una conferencia sobre Goethe. Apenas experimentó sorpresa cuando se encontró frente a un italiano de baja estatura, corriendo, vestido con chaqueta planchada de cualquier manera, pues conservaba las arrugas.

– ¿Bachi? -preguntó Lowell.

Pietro Bachi había sido contratado años antes por Longfellow como lector de italiano. A la corporación nunca le agradó la idea de emplear a extranjeros, en particular a un italiano papista: el hecho de que Bachi hubiera sido reprobado por el Vaticano no le hacía cambiar de criterio. En la época en que Lowell se hizo con el control del departamento, la corporación había hallado motivos razonables para eliminar a Pietro Bachi: su intemperancia y su insolvencia. El día que fue despedido, el italiano había murmurado al profesor Lowelclass="underline"

– A mí no me vuelven a ver por aquí ni muerto.

Aunque no las tomara al pie de la letra, Lowell dio por buenas las palabras de Bachi.

– Mi querido profesor.

Bachi ofrecía ahora su mano a su antiguo jefe de departamento, y la sacudió vigorosamente, como era usual en él.

– Bien -empezó Lowell, que no estaba seguro de si debía preguntar cómo Bachi, manifiestamente vivo y coleando, había ido a parar al recinto de Harvard.

– He salido a dar una vuelta, profesor -explicó Bachi.

Como parecía mirar ansiosamente más allá de Lowell, el profesor abrevió sus muestras de simpatía. Lowell advirtió, al volverse brevemente y cada vez más extrañado de la aparición de Bachi, que éste dirigía la mirada a una figura vagamente familiar. Se trataba del individuo del bombín negro y el chaleco de cuadros, el amante de la poesía al que Lowell había visto apoyado ociosamente en un olmo americano unas semanas antes. ¿Qué negocio se traería con Bachi? Lowell aguardó para ver si Bachi saludaba al desconocido, quien ciertamente parecía estar aguardando a alguien. Pero entonces un mar de estudiantes, encantados de haberse liberado de las recitaciones de griego, los rodeó como un enjambre y Lowell perdió de vista a la curiosa pareja, si es que ambos hombres iban juntos.

Lowell, olvidando por completo la escena, se encaminó a la facultad de Derecho, donde Oliver Wendell junior se encontraba rodeado de sus condiscípulos, a los que aclaraba algún aspecto legal que no entendían bien. En general, su aspecto no era distinto del que presentaba el doctor Holmes, pero era como si alguien hubiera cogido al pequeño doctor y, en un potro de tortura, lo hubiera alargado hasta el doble de su estatura.

El doctor Holmes se paseaba al pie de la escalera de servicio de su casa. Se detuvo ante un espejo colgado a baja altura y, con un peine, se echó su espesa mata de pelo oscuro hacia un lado. Consideraba que su rostro no componía un retrato muy lisonjero de su persona. «Es algo útil más que un adorno», gustaba de decirle a la gente. Con una tez algo más oscura, la nariz mejor formada en su inclinación y el cuello más largo, hubiera podido considerarse un reflejo de Wendell Junior. Neddie, el hijo menor de Holmes, había sido lo bastante infortunado como para presentar el mismo aspecto que el doctor Holmes y para heredar sus problemas respiratorios. El doctor Holmes y Neddie eran Wendell, hubiera dicho el reverendo Holmes; y Wendell Junior, un Holmes puro. Con esa sangre, Junior no dudaba que aventajaría a su padre en renombre; no sólo sería el caballero Holmes, sino Su Excelencia Holmes o el presidente Holmes. El doctor Holmes se irguió al percibir los pasos de unas pesadas botas, y se apresuró a introducirse en una habitación próxima. Luego reanudó sus paseos junto a la escalera, con andares despreocupados y la mirada fija en un viejo libro. Oliver Wendell Holmes Junior entró en la casa y pareció dar un gran salto hasta el segundo piso.

– Ah, Wendy -le llamó Holmes, dibujando una rápida sonrisa-. ¿Eres tú?

Junior se detuvo a mitad de la escalera.

– Hola, padre.

– Tu madre me preguntaba si te había visto hoy, y me di cuenta de que no. ¿De dónde vienes tan tarde, muchacho? -De dar un paseo.

– ¿De veras?

Junior se detuvo de mala gana en el descansillo. Bajo sus cejas oscuras, dirigió una mirada airada a su padre, que manoseaba el balaustre de madera al final de los peldaños.

– En realidad estuve hablando con James Lowell. Holmes exteriorizó su sorpresa.

– ¿Lowell? ¿Habéis estado juntos hasta tan tarde? ¿Tú y el profesor Lowell?

Levantó ligeramente el hombro.

– Bien, ¿y de qué tenías que hablar con nuestro común y querido amigo, si puedo preguntarlo?

En el rostro del doctor Holmes se dibujó una sonrisa amistosa.

– De política, de mi participación en la guerra, de mis clases de derecho. Yo diría que lo pasamos bien.

– Estos días pierdes mucho el tiempo, estás muy ocioso. Te ordeno que renuncies a esas excursiones tontas con el señor Lowell. -No hubo réplica-. Te roban el tiempo para estudiar, ¿sabes? Y eso no puede ser, ¿estamos?

Junior se echó a reír.

– Todas las mañanas lo mismo: «¿Para qué, Wendy? Un abogado nunca llega a ser un gran hombre, Wendy.» -Esto lo dijo con una voz ligera, ronca-. ¿Y ahora quieres que me esfuerce en estudiar derecho?

– Así es, Junior. Hacer algo que merezca la pena cuesta sudor, nervios y fósforo. Y ya tendré yo algunas palabras con el señor Lowell sobre vuestras costumbres, en nuestra próxima sesión del club Dante. Estoy seguro de que se mostrará de acuerdo conmigo. Él también fue abogado y sabe lo que eso implica.

Holmes echó a andar hacia el vestíbulo, más bien satisfecho de su firmeza. Junior refunfuñó y el doctor Holmes se volvió:

– ¿Algo más, muchacho?

– Sólo que me gustaría -dijo Junior-saber más sobre vuestro club Dante, padre.

Wendell Junior nunca había mostrado el menor interés por sus actividades, tanto literarias como profesionales. Nunca había leído los poemas del doctor ni su primera novela, ni tampoco asistió a sus conferencias en el liceo acerca de los avances médicos o de la historia de la poesía. El caso más significativo se dio después de que Holmes publicara «My Hunt After the Captain» en The Atlantic Monthly, narración de su viaje al Sur después de recibir un telegrama equivocado en el que se le informaba de la muerte de Junior en el campo de batalla.

De hecho, Junior había hojeado las pruebas de imprenta, sintiendo la palpitación de sus heridas mientras lo hacía. No podía creer que su padre creyera que encerraba toda la guerra en unos pocos miles de palabras que, en su mayoría, narraban anécdotas de rebeldes que morían en camas de hospital, y de recepcionistas de hoteles de ciudades pequeñas preguntando si él no era el autócrata de la mesa del desayuno.

– Quiero decir -continuó Junior, irguiéndose-si realmente te sientes molesto porque se te considere miembro del club.

– No te entiendo, Wendy. ¿Qué significa eso? ¿Qué sabes del asunto?

– Sólo que el señor Lowell dice que tu voz se oye más durante la cena que en el estudio. Para el señor Longfellow, ese trabajo es toda su vida; para Lowell, su vocación. Ya ves que actúa según sus creencias; no se limita a hablar de ellas. Así lo hizo cuando, ejerciendo de abogado, defendió a los esclavos. Para ti el club no pasa de ser otro lugar donde dejar oír tu voz.