– Así que Lowell dijo… -empezó el doctor Holmes-. ¡Mira, Junior…!
Junior terminó de subir la escalera y se encerró en su cuarto.
– ¡Cómo vas a saber algo del club Dante! -gritó el doctor Holmes.
Holmes vagó por la casa como desvalido, antes de retirarse a su estudio. ¿Su voz se dejaba oír principalmente a la mesa? Cuanto más repetía para sí esta observación, más molesto se sentía. Lowell estaba tratando de conservar su lugar a la derecha de Longfellow, mostrándose superior a expensas de Holmes.
Con las palabras de Junior pronunciadas por la voz de barítono de Lowell resonándole encima, escribió tenazmente las siguientes semanas, avanzando de una forma sostenida que no era la natural en él. Su momento sibilino le llegaba cuando se le ocurría un nuevo pensamiento, pero solía entregarse al acto de componer con una desagradable sensación de embotamiento en la frente. Esa sensación se veía interrumpida sólo de vez en cuando por el simultáneo descenso de algún grupo de palabras o una imagen inesperada, lo cual producía una llamarada del entusiasmo y la autocomplacencia más insana. En tales ocasiones, llegaba a incurrir en pueriles excesos de lenguaje y acción.
En cualquier caso, no podía trabajar muchas horas seguidas sin trastornar todo su sistema. Sus pies se enfriaban, su cabeza se calentaba, sus músculos se fatigaban y sentía que debía levantarse. Por la noche tenía que renunciar a cualquier trabajo arduo antes de las once y tomar un libro de lectura ligera, a fin de vaciar la mente de sus contenidos previos. Demasiado trabajo cerebral le producía una sensación de desagrado, como comer demasiado. Atribuía eso, en parte, al clima, agotador y causante de tensión nerviosa. Brown-Séquard, un colega médico de París, había dicho que los animales no sangran tanto en América como en Europa. ¿No daba miedo pensarlo? A pesar de ese inconveniente biológico, ahora Holmes se dedicó a escribir como un loco.
– Como usted sabe, yo he sido el único que ha hablado con el profesor Ticknor sobre su ayuda a nuestra causa en favor de Dante -le dijo Holmes a Fields.
Se había detenido en el despacho de Fields, en el Corner.
– ¿Y qué? -Fields estaba leyendo tres cosas a la vez: un manuscrito, un contrato y una carta-. ¿Dónde están esos acuerdos sobre derechos?
J. R. Osgood le alargó otro montón de papeles.
– Está muy ocupado, Fields, y tiene usted que pensar en el próximo número del Atlantic; en cualquier caso, debe dar descanso a su fatigado cerebro -dijo Holmes-. El profesor Ticknor fue mi maestro, después de todo. Es muy posible que sea yo quien ejerza mayor influencia sobre el viejo compañero, en favor de Longfellow.
Holmes aún recordaba un tiempo en que Boston era conocido como Ticknorville en los ambientes literarios: si a uno no lo invitaban a las veladas que se celebraban en la biblioteca de Ticknor, uno no era nadie. Esa estancia fue conocida otrora como el Salón del Trono de Ticknor. Ahora era más frecuente que se hablara del Iceberg de Ticknor. Entre gran parte de su sociedad, el antiguo profesor había perdido la reputación de ocioso refinado y de antiabolicionista, pero su posición como uno de los primeros maestros literarios de la ciudad permanecería siempre. Su influencia podría revivir para beneficio de los integrantes del club.
– Mi vida la amargan más criaturas de las que puedo aguantar, mi querido Holmes -dijo Fields suspirando-. Hoy día, la vista de un manuscrito es como un pez espada: me parte en dos. -Se quedó mirando a Holmes un buen rato, y luego se mostró conforme con enviarlo en su lugar al número 9 de la calle Park-. Pero refiérase a mí con amabilidad cuando hable con él, ¿eh, Wendell?
Holmes sabía que Fields se sentía aliviado por traspasarle la
tarea de hablar con George Ticknor. El profesor Ticknor -en ese título aún se insistía, aunque no se había dedicado a la enseñanza desde su jubilación, treinta años antes-nunca tuvo en gran consideración a su primo, más joven, William D. Ticknor, y esa pobre opinión se extendía al socio de William, J. T. Fields, como manifestó a Holmes después de que el doctor fuera introducido hasta lo alto de la curvada escalera del cercano número 9 de la calle Park. El profesor Ticknor dijo, con sus resecos labios fruncidos en una mueca de repugnancia:
– ¡La escandalosa falacia de los beneficios, que considera los libros según las ventas y las pérdidas! Mi primo William sufría de esa enfermedad, doctor Holmes, y contagió a mis sobrinos. Estoy asustado. Los que se dedican a esas tareas no deben controlar el arte literario. ¿No lo cree usted así, doctor Holmes?
– Pero el señor Fields tiene una mirada perspicaz, ¿no le parece? Él sabía que la Historia que usted escribió conseguiría una buena acogida, profesor. Él cree que el Dante de Longfellow tendrá aceptación.
En efecto, la Historia de la literatura española de Ticknor halló escasos lectores fuera de los colaboradores de las revistas, pero el profesor consideraba eso una exacta medida de su éxito.
Ticknor ignoró la lealtad de Holmes y, delicadamente, apartó las manos de la voluminosa máquina. Le construyeron aquella máquina de escribir -una especie de imprenta en miniatura, como él la describía-cuando sus manos empezaron a temblar demasiado para utilizar la pluma. Como resultado de ello, no había visto su caligrafía en varios años. Estaba ocupado con una carta cuando llegó Holmes.
Ticknor, sentado, con su gorro púrpura de terciopelo y en zapatillas, dejó que su ojo crítico se detuviera por segunda vez en el corte del traje de Holmes y en la calidad de su corbatín y su pañuelo.
– Me temo, doctor, que el señor Fields sabe qué clase de gente lee, pero nunca comprenderá por qué. Se deja llevar por el entusiasmo de sus amigos íntimos, lo cual resulta peligroso.
– Usted siempre dijo lo importante que era extender el conocimiento de las culturas extranjeras entre la clase culta -le recordó Holmes.
Con las cortinas echadas, al anciano profesor lo iluminaba vaga
mente el fuego de la chimenea de la biblioteca, cuya amortiguada luz era compasiva con sus patas de gallo. Holmes se daba golpecitos en la frente. El Iceberg de Ticknor en realidad estaba en ebullición por efecto de su hogar, que nunca se apagaba.
– Debemos esforzarnos en comprender a nuestros extranjeros, doctor Holmes. Si no adaptamos a los recién llegados a nuestro carácter nacional y los llevamos a aceptar de buen grado la sujeción a nuestras instituciones, algún día las multitudes de forasteros harán que seamos nosotros quienes nos adaptemos a ellos.
Holmes insistía:
– Pero, entre nosotros, profesor, ¿qué piensa usted de las posibilidades de que la traducción del señor Longfellow sea bien acogida por el público?
Holmes presentaba un aspecto de tan obstinada concentración que Ticknor hizo una pausa para reflexionar de veras. Su avanzada edad le había procurado, como defensa contra la tristeza, una tendencia a ofrecer la misma docena, aproximadamente, de respuestas automáticas a cualesquiera preguntas relativas a su edad o al estado del mundo.
– No cabe duda alguna, creo, de que el señor Longfellow logrará algo sorprendente. Por algo lo elegí para sucederme en Harvard. Pero, recuerde, hubo un tiempo en que yo consideré la posibilidad de presentar a Dante aquí, y la respuesta de la corporación fue vaciar de contenido mi cátedra… -Una niebla ensombreció los ojos azabache de Ticknor-. No creí llegar a vivir para ver una traducción norteamericana de Dante, y no puedo entender cómo Longfellow llevará a cabo la tarea. Que las masas la acepten es un asunto diferente que la voz popular se encargará de establecer, al margen de los amantes eruditos de Dante. Yo no puedo erigirme en juez de eso -dijo Ticknor, con una indisimulada altivez que le hizo animarse-. Pero alcanzo a creer que, cuando alentamos la esperanza de que Dante será ampliamente leído, incurrimos en una pedantería estúpida, doctor Holmes. Yo he dedicado a Dante muchos años de mi vida, como lo está haciendo Longfellow. No pregunte qué es lo que Dante le da al hombre, sino lo que el hombre aporta a Dante: penetrar personalmente en su esfera, aunque eso sea siempre duro e inolvidable.