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IV

Aquel domingo, bajo las calles, entre los muertos, el reverendo Elisha Talbot, ministro de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, sostenía una linterna en lo alto, mientras se abría paso por el pasadizo esquivando los ataúdes en precario equilibrio y los montones de huesos rotos. Se preguntaba si necesitaba ya la guía de su linterna de queroseno, pues se había acostumbrado por completo a la oscuridad del intrincado y ventoso pasadizo subterráneo, pese a las invencibles contracciones nasales que le provocaba el hedor de la descomposición. Algún día se atrevería a hacer el recorrido sin lámpara, armado sólo con su confianza en Dios.

Por un momento, pensó haber oído un crujido. Giró en redondo, pero las tumbas y las columnas de pizarra permanecían inconmovibles.

– ¿Quién vive?

Su voz, famosa por su tono melancólico, golpeó la negrura. Quizá era un comentario inapropiado viniendo de un ministro, pero la verdad era que, de pronto, sintió miedo. Talbot, como todos los hombres que han vivido la mayor parte de su vida solos, sufría de muchos temores ocultos. La muerte siempre lo había asustado más allá de toda medida normal, y ésa era su gran vergüenza. Lo cual podía aportar una razón para que caminara entre las tumbas subterráneas de su iglesia: se proponía superar su temor irreligioso por la mortalidad del cuerpo. Quizá eso contribuyera a explicar, si alguien se propusiera escribir su biografía, con qué ansiedad Talbot sostenía los preceptos racionalistas del unitarismo frente a los demonios calvinistas de las viejas generaciones. Talbot alentó nerviosamente su

linterna, y no tardó en aproximarse a la escalera, situada al final de la bóveda, que le prometía el regreso a las cálidas luces de gas y un recorrido más corto hasta su casa que yendo por las calles.

– ¿Quién está ahí? -preguntó, moviendo su linterna en círculo, esta vez seguro de haber oído un rumor.

Nada otra vez. Pero el movimiento era demasiado ruidoso para que lo produjeran roedores, y demasiado leve para ser obra de golfillos de la calle. «¿Qué podrá ser?», pensó. El reverendo Talbot sostuvo la susurrante linterna al nivel de los ojos. Había oído que bandas de vándalos, desplazados por el desarrollo urbanístico y por la guerra, últimamente se reunían en cámaras funerarias abandonadas. Talbot decidió que a la mañana siguiente enviaría a un policía para que investigara el asunto. Aunque ¿de qué le había servido dar parte el día anterior del robo de mil dólares de su propia caja fuerte? Estaba seguro de que la policía de Cambridge no había hecho nada al respecto. Su única satisfacción era que la incompetencia de los ladrones de Cambridge corría pareja con la policial, pues habían desdeñado el restante y valioso contenido de la caja.

El reverendo Talbot era virtuoso, siempre hacía lo adecuado para sus vecinos y su congregación. Sólo que, en ocasiones, mostraba quizá un celo excesivo. Treinta años antes, al comienzo de su servicio en la Segunda Iglesia, aceptó reclutar hombres en Alemania y en los Países Bajos para que se trasladaran a Boston, con la promesa de acogerlos en su congregación y facilitarles un trabajo bien pagado. Si los católicos podían diseminarse procedentes de Irlanda, ¿por qué no traer algunos protestantes? Sólo que el trabajo consistía en construir ferrocarriles, y decenas de los reclutados murieron de fatiga y a causa de enfermedades, dejando huérfanos y viudas desamparadas. Talbot se distanció cautelosamente de la iniciativa y se pasó años borrando las huellas de su responsabilidad en ella. Pero había aceptado pagos «por consultas» de los constructores de ferrocarriles, y aunque se había prometido a sí mismo devolver el dinero, no lo hizo. En lugar de eso, apartó el asunto de su mente, y todas las decisiones de su vida las tomó mirando siempre de reojo la obstinación ajena.

Cuando el reverendo Talbot, cauteloso y escéptico, retrocedió unos pasos, tropezó con algo duro. Mientras permanecía inmóvil, pensó por un momento que había extraviado su brújula interna y

optó por reseguir un muro. A Elisha Talbot no lo había sujetado ninguna persona, ni siquiera tocado -excepto para estrecharle la mano-desde hacía muchos años. Pero ahora no cabía duda -ni siquiera él lo dudaba-de que el calor de los brazos que le rodeaban el pecho y apartaban la linterna pertenecía a otro ser. La presa era viva y apasionada, ofensiva.

Cuando Talbot recobró la conciencia, se dio cuenta, en un instante que le pareció una eternidad, de que lo envolvía una negrura diferente e impenetrable. El penetrante hedor de la bóveda persistía en sus pulmones, pero ahora una fría y blanda humedad se frotaba contra sus mejillas, y se arrastraba dentro de su boca una salobridad que reconoció como su propio sudor. Sintió asimismo que las lágrimas fluían de las comisuras de los ojos hacia su frente. Hacía frío, frío como en un depósito de hielo. Su cuerpo, despojado de toda vestidura, tiritaba. Pero el calor se apoderó de su aterida carne, proporcionándole una insoportable sensación que nunca había conocido. ¿Se trataba de alguna horrible pesadilla? ¡Sí, desde luego! Era aquella basura espantosa que últimamente estaba leyendo antes de acostarse, sobre demonios, bestias y demás. Pero no podía recordar cómo salió de la bóveda, cómo llegó hasta su modesta casa de madera, pintada de color melocotón, ni cómo transportó agua a su lavabo. En realidad, no había emergido del mundo bajo las aceras de Cambridge. De algún modo, comprendió, el latido de su corazón se había desplazado arriba. Estaba suspendido sobre él, golpeando desesperadamente, bombeando la sangre a su cuerpo hacia su cabeza. Respiraba con débiles exhalaciones.

El ministro se sintió dando puntapiés en el aire como un loco, y por el calor supo que aquello no era un sueño. Estaba a punto de morir. Resultaba extraño. La emoción más alejada de él en aquel momento era el miedo. Quizá lo había gastado por completo en vida. En lugar de eso, le embargaba una ira profunda y rabiosa porque aquello pudiera ocurrirle, porque nuestra condición fuera tal que un hijo de Dios pudiera morir mientras todos los demás continuaban despreocupados y sin experimentar cambios.

En su último momento, trató de rezar con una voz entrecortada por el llanto: «Señor, perdóname si he pecado», pero en lugar de eso un penetrante alarido escapó de sus labios, y quedó ahogado por el implacable fragor de su corazón.

V

El domingo 22 de octubre de 1865, la última edición del Boston Transcript publicaba en primera plana un anuncio en el que se ofrecía una recompensa de diez mil dólares. Aquella estupefacción, aquellas paradas de ruidosos carruajes junto a los vendedores de periódicos, no se habían conocido en lo que parecía toda una vida, desde que fuera atacado el fuerte Sunter, cuando se tenía la seguridad de que una campaña de noventa días podía acabar con la salvaje rebelión del Sur.

La viuda de Healey envió al jefe Kurtz un simple telegrama revelándole sus planes. Ella insistió en recurrir al telegrama, pues era sabido que en la comisaría muchos ojos lo verían antes que el jefe. Escribió a cinco periódicos de Boston, le dijo a Kurtz, describiendo la verdadera naturaleza de la muerte de su marido y anunciando una recompensa por cualquier información que condujera a la captura del asesino. Debido a la pasada corrupción en la oficina de detectives, los concejales habían aprobado normas prohibiendo a los policías recibir recompensas, pero el público ciertamente podía enriquecerse. Kurtz no tenía motivos para sentirse feliz, manifestaba la viuda, pues había incumplido la promesa que le hizo. La última edición del Transcript fue la primera en dar la noticia.