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Ahora Ednah Healey imaginaba los concretos mecanismos capaces de suscitar en el villano sufrimiento y contrición. Su favorito consistía en conducir al criminal a Gallóws Hill, pero en lugar de ahorcarlo, se lo desnudaba, se lo mandaba a la hoguera y luego se le daba a escoger (sin éxito, por supuesto) entre seguir o apagar las llamas. Tales pensamientos la inquietaban y aterrorizaban. Servían al propósito adicional de distraerse de pensar en su marido y de alimentar el creciente odio que sentía hacia él por haberla abandonado.

Llevaba mitones que le cubrían las muñecas, a fin de evitar que se arrancara más piel a arañazos. Su manía se había vuelto constante, y la ropa ya no podía cubrir las cicatrices de su automutilación. Tras una pesadilla nocturna, había salido corriendo de su dormitorio y, desesperada, halló un escondite para el broche con el mechón de cabello de su marido. Por la mañana, sus sirvientes y sus hijos buscaron por todo Wide Oaks, debajo del parqué y entre la estructura de madera, pero no pudieron encontrar nada. Fue mejor, pues con tales pensamientos colgándole del cuello la viuda de Healey nunca hubiera podido volver a dormir.

Por suerte para ella no pudo saber que durante aquellos agitados días, en aquellos días cálidos del otoño, el juez presidente Healey había murmurado lentamente «Señores del jurado…» una y otra vez, mientras las larvas hambrientas se arrojaban a cientos sobre la herida abierta en la palpitante esponjosidad de su cerebro, y cada una de las fértiles moscas daba nacimiento a más larvas devoradoras de carne. Primero, el juez presidente Artemus Prescott Healey no pudo mover un brazo. Luego movió los dedos, cuando comprendió que estaba dando puntapiés. Al cabo de un rato, sus palabras no le salían coherentes: «Juradores bajo nuestros señores…» Alcanzó a percibir que aquello carecía de sentido, pero no pudo hacer nada para evitarlo. La porción de su cerebro que ordenaba la sintaxis estaba siendo ingerida por criaturas que ni siquiera disfrutaban con su alimento, aunque lo necesitaban. Cuando la lucidez volvía brevemente a lo largo de los cuatro días, la angustia hacía recordar a Healey que estaba muerto, y rezaba para morir otra vez. «Mariposas y el último lecho…» Miró la raída bandera encima de él y, con el escaso sentido que quedaba en su mente, se sorprendió.

A última hora de la tarde, tras la partida del reverendo Talbot, el sacristán de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge estuvo anotando los actos de la semana en el diario de la iglesia. Aquella mañana, Talbot había pronunciado un porfiado sermón. Luego pasó el tiempo en la iglesia, solazándose con las entusiastas noticias de los diáconos. Pero el sacristán Gregg refunfuñó cuando Talbot le pidió que quitara el cerrojo de la pesada puerta de piedra situada al final del ala de la iglesia donde se habían celebrado los oficios.

Parecía como si sólo hubieran pasado unos minutos desde que el sacristán oyó un llanto de intensidad creciente. El ruido no parecía provenir de ningún lugar en concreto, pero sin duda de dentro de la iglesia. Luego, casi por capricho, pensando en los que llevaban largo tiempo enterrados, el sacristán Gregg aplicó la oreja a aquella puerta de pizarra que conducía a las bóvedas sepulcrales subterráneas, las sombrías catacumbas de la iglesia. Lo notable era que el ruido, aunque ahora extinguido, parecía tener su origen, por sus reverberaciones, en la cavidad que se abría al otro lado de la puerta. El sacristán tomó el tintineante manojo de llaves que llevaba al cinto y abrió la puerta, como había hecho para Talbot. Respiró hondo y bajó.

El sacristán Gregg llevaba trabajando allí doce años. La primera vez que oyó hablar al reverendo Talbot fue en una serie de debates públicos con el obispo Fenwick sobre los peligros del auge de la Iglesia Católica en Boston.

En aquellos discursos, Talbot había articulado su vigorosa argumentación sobre tres puntos principales:

1. Que los rituales supersticiosos y las fastuosas catedrales de la fe católica constituían una idolatría blasfema.

2. Que la tendencia de los irlandeses a congregarse en barrios alrededor de sus catedrales y conventos podría dar lugar a conspiraciones secretas contra Estados Unidos y oponía una marcada resistencia a la norteamericanización.

3. Que el pontificado, la gran amenaza extranjera que controlaba todos los aspectos de la actuación de los católicos, amenazaba la independencia de las religiones norteamericanas con su proselitismo y su propósito de extenderse a todo el país.

Por supuesto, ningún ministro unitarista anticatólico disculpó las acciones de los airados trabajadores de Boston, que prendieron fuego a un convento católico después de que unos testigos dijeran que unas muchachas protestantes habían sido raptadas y encerradas en mazmorras para convertirlas en monjas. Los revoltosos escribieron con yeso en los muros de mampostería ¡AL INFIERNO CON EL PAPA!

Se trataba menos de un desacuerdo con el Vaticano que de una advertencia al creciente número de irlandeses que ocupaban puestos de trabajo.

En pleno auge de sus debates, sermones y escritos anticatólicos, el reverendo Talbot fue apoyado por algunos para suceder al profesor Norton en la facultad de Teología de Harvard. Declinó el ofrecimiento. Talbot disfrutaba demasiado con la sensación de penetrar en su atestada iglesia un domingo por la mañana, procedente de la quietud sabatina de Cambridge, y oír los solemnes acordes del órgano mientras permanecía en el púlpito revestido con su sencilla toga universitaria, que le confería un aspecto sublime. Aunque bizqueaba terriblemente y hablaba con voz profunda y melancólica, como si empleara perpetuamente el tono que adopta una persona cuando en la casa yace un difunto, la presencia de Talbot en el púlpito infundía confianza y él desempeñaba con lealtad su labor pastoral. Ahí era donde sus poderes contaban. Desde que su esposa murió de parto en 1825, Talbot nunca tuvo una familia ni quiso tenerla, porque sus satisfacciones se las procuraba su congregación.

La lámpara de aceite del sacristán Gregg perdió tímidamente su brillo a la vez que él perdía su valor.

– ¿Hay alguien ahí? Se supone que usted no…

La voz del sacristán parecía no tener entidad física en medio de la negrura de la bóveda, y se apresuró a cerrar la boca. Esparcidos a lo largo de las esquinas advirtió los puntitos blancos y, cuando su número se incrementó, se inclinó para inspeccionar aquella proliferación; sin embargo, su atención se dirigió a otra parte cuando, más allá, se produjo un brusco crujido. Hasta él llegó una pestilencia tan horrible como para imponerse a la atmósfera de la propia bóveda sepulcral.

Colocándose el sombrero delante de la cara, el sacristán siguió adelante entre féretros alineados sobre el sucio pavimento, a través de los tristes pasadizos abovedados de pizarra. Ratas gigantescas se escabullían a lo largo de los muros. Un fulgor vacilante, que no provenía de su lámpara, iluminaba el camino por delante de él, allá donde el crujido se transformaba en un chirrido.

– ¿Hay alguien ahí?

El sacristán siguió avanzando cautelosamente, aferrándose a los sucios ladrillos de la pared cuando doblaba una esquina.

– ¡Dios Santo! -gritó.

De la boca de un agujero irregularmente excavado en el suelo, más adelante, asomaban los pies de un hombre. De las piernas sólo era visible la pantorrilla, y el resto del cuerpo permanecía embutido en el agujero. Las plantas de ambos pies ardían en llamas. Las articulaciones temblaban tan violentamente que parecía que el hombre daba puntapiés a diestro y siniestro a causa del dolor. La carne de los pies se derretía, mientras las voraces llamas empezaban a extenderse a los tobillos.

El sacristán Gregg cayó de costado. En el frío suelo, junto a él, había un montón de ropa. Agarró la prenda que estaba encima y la golpeó contra los pies ardiendo, hasta que se apagó el fuego.