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– ¿Quién es usted? -exclamó, pero el hombre, que para el sacristán no era más que un par de pies, ya estaba muerto.

El sacristán precisó un momento para darse cuenta de que la prenda que había utilizado para apagar el fuego era una toga de ministro. Arrastrándose por un sendero de huesos humanos desenterrados, regresó hasta la bien ordenada pila de ropa y escarbó en ella: prendas interiores, una capa que le resultaba familiar, el corbatín blanco, el chal y los zapatos negros bien lustrados del querido reverendo Elisha Talbot.

Al cerrar la puerta de su despacho, en el segundo piso de la facultad de Medicina, Oliver Wendell Holmes estuvo a punto de chocar con un patrullero municipal en el pasillo. Holmes se había demorado más de lo previsto a fin de dejar listo su trabajo del día siguiente. Esperaba empezar más temprano y dedicar un tiempo a Wendell Junior antes de que llegara el acostumbrado grupo de amigos de su hijo. El patrullero buscaba a alguien con autoridad, y le explicó que el jefe de policía solicitaba permiso para utilizar la sala de disecciones de la escuela; y que se había enviado al profesor Haywood para colaborar en la indagatoria sobre un cadáver que se había descubierto, el cual correspondía a un infortunado caballero. El forense, señor Barnicoat, no pudo ser localizado. No dijo que Barnicoat era conocido por frecuentar las tabernas los fines de semana, y que a buen seguro no estaría en condiciones de conducir una pesquisa. Como encontró vacías las dependencias del decanato, Holmes llegó a la conclusión de que, como el anterior decano fue él, podía legítimamente atender la petición del patrullero. («Sí, sí, cinco años al mando del barco fue suficiente para mí, y a los cincuenta y seis, ¿quién necesita tanta responsabilidad?», decía Holmes llevando él las dos partes de la conversación.)

Llegó un carruaje policial que transportaba al jefe Kurtz, al subjefe Savage y una camilla cubierta con una sábana, que fue introducida a toda prisa, acompañada por el profesor Haywood y su estudiante auxiliar. Haywood enseñaba práctica quirúrgica y sentía gran interés por las autopsias. Ante las objeciones de Barnicoat, la policía llamaba ocasionalmente al profesor al depósito de cadáveres para que diera su opinión, como cuando hallaron a un niño emparedado en una bodega o a un hombre ahorcado en un retrete.

Holmes observó con interés que el jefe Kurtz apostó a dos agentes estatales. ¿Quién se preocuparía por introducirse en la facultad de Medicina a aquellas horas de la noche? Kurtz sólo subió la sábana hasta las rodillas del cadáver. Era suficiente. Holmes se quedó sin aliento a la vista de los pies descalzos del hombre, si tal palabra podía aún aplicárseles.

Los pies -y sólo los pies-habían sido quemados después de empaparlos hábilmente con algo que olía a queroseno. Carbonizados hasta convertirlos en algo quebradizo, pensó Holmes, horrorizado. Los dos muñones que quedaban sobresalían torpemente de los tobillos, desplazados de las articulaciones. La piel, apenas reconocible como tal, estaba hinchada y agrietada a causa del fuego y de ella asomaba un tejido rosado. El profesor Haywood se inclinó para ver mejor.

Aunque había abierto cientos de cadáveres, el doctor Holmes no tenía el estómago de hierro de sus colegas médicos ante semejantes trances, y hubo de apartarse de la mesa de reconocimiento. Como profesor, Holmes más de una vez había abandonado el aula cuando un conejo vivo debía ser cloroformizado, y le suplicaba a su ayudante que no lo dejara chillar.

A Holmes empezó a darle vueltas la cabeza, y le pareció que de repente había muy poco aire en la estancia, y ese poco estaba cargado de éter y cloroformo. No sabía cuánto tiempo podía durar la indagatoria, pero estaba completamente seguro de que él no resistiría mucho sin caer al suelo. Haywood descubrió el resto del cuerpo, presentando el rostro doliente y escarlata del muerto, y limpió la suciedad de sus ojos y sus mejillas. Holmes permitió que sus ojos recorrieran todo el cuerpo desnudo.

Se limitó a reconocer como familiar aquella cara, mientras Haywood se inclinaba sobre el cadáver y el jefe Kurtz formulaba a aquél una pregunta tras otra. Nadie pidió a Holmes que se tranquilizara, y como profesor de Anatomía y Fisiología de la cátedra Parkman, de Harvard, podía haber hecho su contribución al asunto. Pero Holmes sólo podía concentrarse en aflojar el pañuelo de seda que llevaba alrededor del cuello. Parpadeaba convulsivamente, ignorando si debía contener la respiración para conservar el oxígeno que ya había aspirado, o bien respirar a pequeñas bocanadas para almacenar las últimas bolsas de aire disponibles antes que los demás, cuya aparente despreocupación respecto a la densa atmósfera dio a Holmes la seguridad de que se derrumbarían de un momento a otro.

Uno de los presentes preguntó al doctor Holmes si se encontraba mal. Tenía un rostro amable y llamativo, y unos ojos brillantes, y al parecer era mulato. Hablaba con un matiz de familiaridad, y en medio de su aturdimiento Holmes recordó: era el agente que se había presentado durante la reunión del club Dante para ver a Lowell.

– Profesor Holmes, ¿coincide usted con la valoración hecha por el profesor Haywood? -preguntó el jefe Kurtz, quizá como un intento cortés de incluirlo en el procedimiento, pues Holmes no se había acercado lo bastante al cuerpo como para formular el menor diagnóstico.

Holmes trató de pensar si había captado el diálogo de Haywood con el jefe Kurtz, y le parecía recordar que Haywood señalaba que el difunto había permanecido vivo mientras sus pies ardían, pero que debió de mantenerse en una postura que le impedía detener la tortura y que, por el aspecto de la cara y la ausencia de otras heridas, no era improbable que hubiese muerto de un ataque al corazón.

– Claro, por supuesto -dijo Holmes-. Sí, desde luego, agente. -Retrocedió hasta la puerta, como para escapar de un peligro mortal-. Por favor, caballeros, ¿podrían continuar un momento sin mí?

El jefe Kurtz prosiguió su diálogo con el profesor Haywood, en tanto Holmes alcanzaba la puerta y se apresuraba a salir al patio, donde inhaló tanto aire como pudo con una respiración rápida y desesperada.

Mientras la hora violeta se extendía por Boston, el doctor vagaba entre las hileras de carretones, caminaba sin rumbo más allá de las tortas de semillas aromáticas, de las jarras de cerveza de jengibre y de los hombres de blanco que ofrecían sus monstruosidades: ostras y langostas. No podía sufrir pensar en su comportamiento junto al cadáver del reverendo Talbot. Una vez superada su turbación, aún no se había descargado del peso que suponía saber que Talbot había sido asesinado, y no había corrido a compartir la sensacional noticia con Fields o con Lowell. ¿Cómo pudo él, el doctor Oliver Wendell Holmes, doctor y profesor de medicina, renombrado docente y reformador médico, echarse a temblar así ante la vista de un cadáver como si se tratara de un fantasma en una rebuscada novela sentimental? Wendell junior se quedaría estupefacto ante la pusilánime turbación paterna. El más joven de los Holmes no guardaba en secreto su idea de que hubiera sido un médico mejor que el viejo, y también un mejor profesor y un mejor padre.

Si bien aún no contaba veinticinco años, Junior había estado en el campo de batalla y había visto cuerpos hechos trizas, boquetes en sus filas abatidas a cañonazos, miembros cayendo como hojas y amputaciones realizadas con sierras por cirujanos aficionados, mientras enfermeras voluntarias, cubiertas de salpicaduras de sangre, sujetaban a los pacientes, que no dejaban de gritar, a puertas que se empleaban como mesas de operaciones. Cuando su primo le preguntó a Wendell junior cómo pudo dejarse crecer el bigote con tanta facilidad, mientras que él no lograba pasar de las primeras etapas, Junior replicó secamente: «El mío se alimentó de sangre.»

Ahora el doctor Holmes pasaba revista a todos sus conocimientos sobre el proceso de cocer el pan de mejor calidad. Evocó todas las informaciones que tenía para encontrar a los vendedores que ofrecían la mejor calidad en el mercado de Boston, por su forma de vestir, su porte o su origen. Agarraba y palpaba la mercancía de los vendedores con precipitación, como ausente, pero con el toque experto de la mano del médico. Su frente empapaba el pañuelo a medida que se daba golpecitos con él. En el siguiente puesto, una anciana de horrible aspecto hurgaba con los dedos en la carne salada. Pero Holmes no debía ceder a distracciones que lo apartaran de la tarea que se había impuesto.