Cuando se aproximaba al tenderete de una matrona irlandesa, el doctor se percató de que sus temblores en la facultad de Medicina eran más profundos de lo que al principio pareció. No los causaba simplemente su desagrado por el cuerpo distorsionado y su silencioso relato de horror. Y no sólo se debían a que Elisha Talbot, una institución en Cambridge equiparable al Olmo de Washington, hubiera sido eliminado y de una manera tan brutal. No; algo en aquella muerte resultaba familiar, muy familiar.
Holmes compró un pan moreno caliente y emprendió el regreso a casa. Consideraba si podía haber soñado con la muerte de Talbot en alguna extraña pincelada de presciencia. Pero Holmes no creía en tales paparruchas. Debió de haber leído alguna vez una descripción de aquel horrendo acto, cuyos detalles fluyeron de nuevo a él involuntariamente cuando vio el cadáver de Talbot. Pero ¿qué texto podía contener semejante horror? Ninguna revista médica. Tampoco, con seguridad, el Boston Transcript, pues el crimen acababa de perpetrarse. Holmes se detuvo en medio de la calle y evocó al predicador agitando en el aire sus pies en llamas mientras éstas danzaban…
– Dai calcagni a le punte -murmuró Holmes.
«Desde los talones hasta los dedos de los pies.» Allá era donde los clérigos corruptos, los simoníacos, ardían para siempre en sus escarpados fosos. Su corazón se llenó de zozobra.
– ¡Dante! ¡Es Dante!
Amelia Holmes colocó la empanada de caza fría en el centro del servicio de la mesa del comedor. Dio algunas instrucciones al servicio, se alisó el vestido y se inclinó sobre el escalón de entrada para ver si llegaba su marido. Estaba segura de haber visto a Wendell cinco minutos antes, desde la ventana del piso de arriba, doblar hacia la calle
Charles, al parecer con el pan que le había encargado ella para la cena, a la que asistirían algunos amigos, entre ellos, Annie Fields. (¿Y cómo podía una anfitriona estar a la altura del salón de Annie Fields sin disponerlo todo a la perfección?) Pero la calle Charles estaba vacía salvo por las sombras de los árboles, que se iban disolviendo. Quizá había visto por la ventana a otro hombre de baja estatura y vistiendo un largo frac.
Henry Wadsworth Longfellow probó con la nota dejada por el patrullero Rey. Espigó en el revoltijo de letras y copió el texto varias veces en una hoja aparte, juntando palabras de diferentes maneras para formar nuevas combinaciones, apoyándose en pensamientos del pasado. Sus hijas estaban de visita en casa de la hermana de él, en Portland, y sus dos hijos viajaban separadamente por el extranjero, así que dispondría de unos días de soledad, de los que gozaba más como idea que en la práctica.
Aquella mañana, el mismo día en que fue asesinado el reverendo Talbot, el poeta se sentó en la cama inmediatamente antes del alba, con la borrosa conciencia de no haber dormido en absoluto. Era algo corriente en él. El insomnio de Longfellow no lo causaban sueños espantosos ni lo agitaban sacudidas ni vueltas. De hecho, él describiría la neblina en la que penetraba durante la noche como algo más bien apacible, como algo análogo al sueño. Estaba agradecido de que, después de prolongadas vigilias insomnes durante la noche, aún pudiera sentirse descansado al amanecer, tras haber permanecido tendido tantas horas. Pero en ocasiones, en el pálido nimbo de la lámpara de noche, Longfellow pensaba que podía ver el amable rostro de ella contemplándolo desde el rincón del dormitorio, allí, en la misma habitación donde había muerto. En tales ocasiones, se levantaba de un salto. La zozobra del corazón que seguía a su insinuada alegría, se transformaba en un terror peor que cualquier pesadilla que Longfellow pudiera recordar o inventar, pues cualquier imagen fantasmal que pudiera ver durante la noche podría evocarla todavía por la mañana. Mientras Longfellow se deslizaba en su batín de calamaco, sentía los rizos plateados de su barba más pesados que cuando se acostó.
Cuando Longfellow bajó la escalera, vestía frac y llevaba una rosa en el ojal. No le gustaba ir desarreglado ni siquiera en casa. En el descansillo inferior había un grabado del retrato de Dante joven hecho por Giotto, con un hueco en lugar de ojo. Giotto pintó el fresco en el Bargello, en Florencia, pero con el paso de los siglos se había extendido un revoque encima y permaneció olvidado. Ahora sólo quedaba una litografía del fresco dañado. Dante posó para Giotto antes de su doloroso destierro y de ser derrotado en su lucha contra el destino; todavía era el silencioso admirador de Beatriz, un joven de mediana estatura, con un rostro apagado, melancólico y pensativo. Sus ojos son grandes; su nariz, aquilina; su labio inferior, prominente, y sus facciones poseen una blandura casi femenina.
Según la leyenda, el joven Dante raras veces hablaba, a menos que fuera preguntado. Un peculiar gusto por lo contemplativo cerraba su atención a cuanto fuera ajeno a sus pensamientos. En cierta ocasión, Dante encontró un raro volumen en una botica de Siena, y pasó todo el día leyendo, sentado en un banco, afuera, sin percatarse siquiera de la fiesta callejera que se desarrollaba delante mismo de donde él estaba, sin reparar en los músicos ni en las mujeres que danzaban.
Una vez acomodado en su estudio, con un tazón de gachas de avena y leche, un alimento que se contentaba con repetir para almorzar la mayor parte de los días, Longfellow no podía dejar de pensar en la nota del patrullero Rey. Imaginó un millón de posibilidades diferentes y una docena de lenguas para aquellos garabatos, antes de enviar el jeroglífico -como ya hiciera Lowell-a su lugar en el fondo del cajón. De ese mismo cajón sacó las pruebas de imprenta de los cantos decimosexto y decimoséptimo del Inferno, claramente anotados con las sugerencias de la última sesión del Dante. Su escritorio permanecía vacío de poemas originales desde hacía tiempo. Fields había publicado una nueva «edición doméstica» de los más famosos poemas de Longfellow, y lo había convencido para que completase Tales of a Wayside Inn, esperando que eso estimulara la creación de nuevos poemas. Pero a Longfellow le parecía que nunca volvería a escribir algo original, y no se preocupaba por intentarlo. En otro tiempo, la traducción de Dante fue un interludio en su propia poesía, en sus Minehahas, sus Priscilas, sus Evangelinas. Había comenzado veinte años antes. Ahora, desde hacía cuatro, Dante se había convertido en su plegaria matutina y su trabajo diario.
Mientras Longfellow se servía su segunda y última taza de café, pensó en las noticias que Francis Child decía haber difundido entre sus amigos de Inglaterra: «Longfellow y su círculo están tan aquejados de la enfermedad toscana, que se atreven a clasificar a Milton como un genio de segundo rango en comparación con Dante.» Milton era el estandarte de oro de los poetas religiosos para los eruditos ingleses y norteamericanos. Pero Milton escribió sobre el infierno y el cielo desde arriba y desde abajo, respectivamente, no desde dentro, lo que era más seguro. Fields, diplomático, para que nadie se sintiera herido, se rió cuando Arthur Hugh Clough dio cuenta del comentario en la Sala de Autores, en el Corner; pero, al enterarse, Longfellow sí se sintió un poquito mortificado.
Longfellow mojó su pluma de ave. De sus tres tinteros, bellamente decorativos, aquél era el que más apreciaba, pues en otro tiempo perteneció a Samuel Taylor Coleridge y luego a lord Tennyson, que se lo envió a Longfellow como un regalo de buenos deseos para la traducción de Dante. El solitario Tennyson pertenecía al demasiado reducido contingente que, en aquel país, comprendía de veras a Dante y lo tenía en alta estima, y que sabía de la Commedia algo más que unos pocos episodios del Inferno. España mostró un temprano aprecio por Dante, hasta que éste fue estrangulado por el dogma y maltratado bajo el reinado de la Inquisición. Voltaire dio inicio a la animosidad francesa hacia la «barbarie» de Dante, que aún continuaba. Incluso en Italia, donde Dante era más ampliamente conocido, el poeta fue utilizado en provecho propio por diversas facciones en lucha por el control del país. A menudo pensaba Longfellow sobre las dos cosas por las que Dante debió de haber suspirado más mientras escribía la Divina Commedia, desterrado de su amada Florencia: la primera, conseguir el retorno a la patria, lo que jamás se hizo realidad; la segunda, ver de nuevo a su Beatriz, lo cual nunca le fue posible al poeta.