A Nell el insecto le pareció que zumbaba tan fuerte como una locomotora. Mató la mosca con una North American Review enrollada. El aplastado espécimen tenía un tamaño doble del de una mosca común y presentaba tres rayas negras que le cruzaban el cuerpo verde azulado. ¡Y qué pinta tiene!, pensó Nell Ranney. La cabeza de la criatura era algo ante lo que el juez Healey hubiera emitido un murmullo de admiración antes de arrojar la mosca al cesto de los papeles. Los ojos saltones, de un llamativo color naranja, ocupaban casi la mitad del torso. Se apreciaba un brillo de un extraño tono también anaranjada o rojo. Algo entre ambos, y también con matices de amarillo y negro. Cobre: el fulgor del fuego.
Regresó a la casa a la mañana siguiente para limpiar la escalera.
En el momento de trasponer la puerta, otra mosca pasó volando como una flecha ante la punta de su nariz. Molesta, se proveyó de otra de las pesadas revistas del juez y persiguió a la mosca por la escalera principal. Nell utilizaba siempre la escalera de servicio, incluso cuando estaba sola en casa. Pero aquella situación reclamaba cambios en las prioridades. Se descalzó, y sus grandes pies se apoyaron ligeramente en los cálidos y alfombrados peldaños, y siguió a la mosca hasta el dormitorio de los Healey.
Los ojos de fuego miraban irritados, el cuerpo se retorcía como el de un caballo a punto de partir al galope, y el rostro del insecto por un momento se asemejó al de un hombre. Fue el último momento en muchos años en que, al oír el monótono zumbido, Nell Ranney experimentó algo de paz.
Lanzó un gruñido y aplastó la Review contra la ventana y la mosca. Pero durante el ataque dio un traspié con algo, y ahora miró el obstáculo y sus pies descalzos imprimieron una sacudida a su cuerpo. Recogió aquella masa confusa, todo un surtido de dientes humanos pertenecientes al maxilar superior.
Los soltó en seguida, pero permaneció atenta, como si aquello pudiera censurarla por su descortesía.
Eran dientes postizos, realizados con el cuidado de un artista por un eminente odontólogo de Nueva York, a fin de complacer el deseo del juez Healey de presentar un aspecto más elegante en el estrado. Se sentía muy orgulloso de ellos, y explicaba su procedencia a cualquiera que quisiera oírlo, sin comprender que poner la vanidad en cosas tan accesorias sólo disuade a los demás de hablar de ellas. Eran demasiado brillantes y nuevos, como hechos para incidir sobre ellos el sol de verano, entre los labios de un hombre.
Nell advirtió con el rabillo del ojo un gran charco de sangre coagulada y convertida en una costra sobre la alfombra. Y cerca de él, un montoncito de ropas de calle cuidadosamente dobladas. Esas ropas eran tan familiares para Nell Ranney como su propio delantal blanco, su blusa negra y su ondulante falda también negra. Había hecho mucho trabajo de aguja en aquellos bolsillos y en aquellas mangas, pues el juez no encargaba trajes nuevos al señor Randridge, el excepcional sastre de la calle School, a menos que fuera absolutamente imprescindible.
Bajó de nuevo las escaleras para calzarse, y sólo ahora la criad se dio cuenta de las salpicaduras de sangre en el pasamano y de la camufladas por la lujosa alfombra roja que cubría los peldaños. A otro lado de la amplia ventana oval del salón, más allá del inmaculado jardín, donde el terreno descendía hacia los valles, los bosques, lo campos resecos y, al final, llegaba hasta el río Charles, vio un enjambre de moscas azules. Nell salió a inspeccionar.
Las moscas se concentraban sobre un montón de desperdicio: El tremendo hedor le arrancó lágrimas de los ojos mientras se acercaba. Se hizo con una carretilla y, mientras la tomaba, recordó el ternero que los Healey habían permitido criar en los campos al mozo d establo. Pero eso sucedió años atrás. Tanto el mozo como el ternero habían crecido en Wide Oaks y lo habían abandonado a su monotonía de siempre.
Las moscas eran de aquella nueva variedad, de ojos de fuego También había moscardones amarillos que habían concebido cierto interés morboso por la carne putrefacta que pudiera haber debajo Pero más numerosas que las criaturas voladoras eran las bullente masas de blancas bolitas que, al moverse, producían chasquidos: era gusanos con púas en el dorso, que se retorcían apretadamente sobre algo; no, no es que se retorcieran, sino que estallaban, horadaban, s sumergían, se comían allá dentro unos a otros, allá dentro… Pero ¿que era lo que sostenía aquella horrenda montaña viviente de viscosidad blanca? Un extremo del montón parecía un arbusto espinoso con franjas de color castaño y marfil de…
En lo alto del montón había hincado un corto palo de madera con una bandera hecha jirones, blanca por ambas caras: ondeaba impulsada por la brisa indecisa.
No pudo averiguar en qué consistía aquel montón, pero en su temor rezó para encontrar el ternero del mozo de establo. Sus ojos no podían resistir desvelar la desnudez, la amplia y ligeramente encorvada espalda que formaba declive hacia la hendidura de las enormes y níveas nalgas que rebosaban de larvas arrastrándose, pálidas, e forma de alubia, y soportadas por las piernas, desproporcionadamente cortas, abiertas en direcciones opuestas. Una densa formación de moscas, cientos de ellas, volaba en derredor, protectoramente. La parte posterior de la cabeza estaba por completo envuelta en gusano blancos que debían de sumar, más que centenares, miles.
Nell apartó de un puntapié aquel avispero y cargó al juez en la carretilla. A medias empujando ésta y a medias arrastrando el cuerpo desnudo, atravesó los prados, el jardín, el vestíbulo y llegó al estudio del juez. Descargó el cadáver sobre un montón de documentos legales, y apoyó la cabeza de Healey sobre su regazo. Las larvas llovieron a puñados de su nariz, sus oídos y su boca abierta y floja. Empezó a arrancar las larvas luminiscentes de la parte posterior de la cabeza. Los gusanos, como bolitas, estaban húmedos y calientes. También agarró algunas de las moscas de ojos ígneos que la habían seguido hasta el interior de la casa, y las aplastó con la palma de la mano, dejándolas con las alas abiertas, arrojándolas una tras otra por la habitación como en una venganza sin sentido. Lo que oyó y vio luego le hizo proferir un alarido como para dejarse oír en toda Nueva Inglaterra.
Dos mozos de establo de la casa vecina encontraron a Nell saliendo del estudio a gatas, llorando desesperadamente.
– Pero ¿qué es esto, Nellie, qué es esto? ¡Dios! ¿Estás herida?
Más tarde, cuando Nell Ranney le contó a Ednah Healey que el juez se había quejado antes de morir en sus brazos, la viuda echó a correr y arrojó un jarrón al jefe de la policía. Que su marido hubiera podido permanecer consciente durante aquellos cuatro días, aunque fuera de manera atenuada, era demasiado para que ella pudiera admitirlo.
El conocimiento que la señora Healey manifestó tener del asesino de su marido resultó más bien impreciso:
– Boston lo mató -le reveló más tarde, aquel mismo día, al jefe Kurtz, cuando su agitación cesó-. Toda esta espantosa ciudad. Se lo comió vivo.
Insistió en que Kurtz le mostrara el cadáver. Los ayudantes del forense invirtieron cuatro horas en extraer las larvas, de cuerpo en espiral y de seis milímetros de longitud, de los lugares donde se hallaban en el interior del cuerpo. Las pequeñas bocas córneas debían ser arrancadas. Las oquedades de carne devorada que dejaron en su recorrido, permanecían abiertas. La terrible hinchazón en la parte posterior de la cabeza aún parecía latir con las larvas después de que éstas fueron retiradas. Las ventanas de la nariz estaban ahora netamente divididas y los codos, comidos. Desprovista de los dientes postizos, la cara se hundía, caída y floja como un acordeón. Lo más humillante y lastimoso no era su quebranto, y ni siquiera que el cadáver hubiera sido invadido por las larvas y cubierto de moscas y avispas, sino el simple hecho de la desnudez. A veces un cadáver, se dice, semeja para quienes lo contemplan un rábano ahorquillado con una cabeza fantásticamente tallada encima. El juez Healey tenía uno de esos cuerpos que nunca se le ocurriría a nadie ver desnudo excepto a su mujer.