Una vez la muerte de Fanny se hubo convertido en algo real para él, después de que pudo mirar a sus niñas de nuevo sin derrumbarse, Longfellow abrió su cajón de notas, cerrado con llave, donde en otro tiempo depositó fragmentos de traducciones de Dante. La mayor parte de lo que había hecho como ejercicios de clase en tiempos más llevaderos, no servía. Era alimento para el fuego. Aquello no era la poesía de Dante Alighieri, sino la de Henry Longfellow -el lenguaje, el estilo, el ritmo-, la poesía de alguien satisfecho de su vida. Cuando reemprendió la tarea, empezando por el Paradiso, esta vez no perseguía un estilo adecuado para trasladar las palabras de Dante. Era a este último a quien perseguía. Longfellow se apartaba del escritorio y vigilaba a sus tres hijas pequeñas, al aya, a sus pacientes hijos -ahora hombres inquietos-, al servicio que había contratado y a Dante. Longfellow comprendió que apenas podría escribir una sola palabra de su propia poesía, pero que era incapaz de dejar de trabajar sobre Dante. Sentía la pluma en su mano como un mazo. Difícil de manejar con agilidad, pero ¡qué fuerza explosiva!
Longfellow no tardó en encontrar refuerzos en torno a su mesa: en primer lugar a Lowell, y luego a Holmes, Fields y Greene. Longfellow decía a menudo que habían formado el club Dante para entretenerse durante los crudos inviernos de Nueva Inglaterra. Ésta era la manera modesta con que expresaba la importancia que para él tenía aquel trabajo. La atención a los defectos y deficiencias no era en ocasiones para Longfellow el principal motivo de acuerdo, pero cuando las críticas eran ásperas, la subsiguiente cena actuaba como desagravio.
Reanudando su revisión de aquellos últimos cantos del Inferno, Longfellow oyó un golpe hueco procedente de fuera de la casa Craigie. Trap dejó escapar un agudo ladrido.
– ¿Trae? ¿Qué ocurre, viejo amigo?
Pero Trap, no hallando razón para inquietarse, bostezó y volvió a escarbar en el cálido forro de paja de su cesto de color champán. Longfellow miró en el comedor sin iluminar pero no vio nada. Luego, un par de ojos surgieron de la negrura, seguidos por lo que parecía un relámpago cegador. El corazón de Longfellow dio un vuelco, no tanto por la aparición de un rostro sino por el rostro mismo, si es que era tal, y que se desvaneció de pronto, después de que los ojos se fijaran en él. El cristal se empañó por causa del suspiro de
Longfellow, el cual retrocedió, golpeándose con una vitrina y derribando al suelo toda una colección de platos de la familia Appleton (un regalo de boda, como lo fue la propia casa Craigie, del padre de Fanny). El acumulativo estrépito que siguió resonó tumultuosamente, provocando que Longfellow emitiera un irracional grito de angustia.
Trap dio un brinco y ladró con lo que daban de sí sus escasas fuerzas. Longfellow huyó del comedor en dirección a la sala, y luego junto al perezoso fuego de leña de la biblioteca, donde examinó las ventanas en busca de otra señal de aquellos ojos. Esperaba que Jamey Lowell o Wendell Holmes aparecieran en la puerta y le pidieran excusas por el involuntario susto y por la hora tardía. Pero mientras le temblaba la mano que utilizaba para escribir, todo cuanto Longfellow podía distinguir más allá de la ventana era negrura.
Mientras el grito de Longfellow sonaba en la calle Brattle, las orejas de James Russell Lowell estaban medio sumergidas en la bañera. Escuchaba el hueco gotear del agua y dejaba que se le cerraran los párpados, preguntándose adónde había ido a parar su vida. El tragaluz de lo alto estaba abierto y sujeto con un puntal, y la noche era fría. Si Fanny entrara, sin duda lo mandaría en seguida a la cama caliente. Lowell se había alzado a la fama cuando la mayor parte de los poetas célebres eran considerablemente mayores que él, incluidos Longfellow y Holmes, que lo aventajaban en unos diez años. Se había mostrado tan satisfecho con su título de Joven Poeta, que a los cuarenta y ocho le parecía haber cometido algún error para perderlo. Fumó indiferente su cuarto cigarro del día, sin cuidar de que la ceniza ensuciara el agua. Podía recordar ocasiones, tan sólo unos pocos años antes, cuando la bañera le parecía demasiado espaciosa para su cuerpo. Se preguntaba por las hojas de navaja que años atrás guardó, escondiéndolas, en la repisa superior y ahora desaparecidas. ¿Acaso Fanny o Mab, más perspicaces de lo que él se permitía creer, sospecharon de los negros pensamientos que a menudo le rondaban mientras se bañaba? En su juventud, antes de conocer a su primera esposa, Lowell llevaba estricnina en el bolsillo del chaleco. Decía haber heredado aquella gota de sangre negra de su pobre madre. Hacia la misma época, Lowell se apoyó una pistola amartillada en la frente, pero estaba demasiado asustado para apretar el gatillo, circunstancia de la que seguía avergonzándose de corazón. Tan sólo había estado presumiendo ante sí mismo de que era capaz de una acción tan definitiva.
Cuando murió Maria White Lowell, su marido, con el que llevaba casada nueve años, se sintió viejo por vez primera, como si de repente tuviera un pasado; algo ajeno a su vida actual, de la que ahora se veía desterrado. Lowell consultó al doctor Holmes para que le diera un diagnóstico profesional sobre sus oscuras emociones. Holmes le recomendó acostarse puntualmente a las diez y media de la noche, y tomar agua fresca en lugar de café por la mañana. Le fue bien, pensaba Lowell ahora, que Wendell cambiara el estetoscopio por el atril profesoral; no hubiera tenido paciencia para presenciar el sufrimiento hasta el final.
Fanny Dunlap había sido la pequeña aya de Mabel tras la muerte de Maria, y quizá alguien al margen de su vida hubiera sabido que era inevitable que acabara sustituyendo a Maria a los ojos de Lowell. La transición a una nueva y más sencilla esposa no resultó tan difícil como Lowell había temido, y eso muchos amigos se lo recriminaron. Pero él no iba a llevar el dolor prendido en la manga. Lowell aborrecía el sentimentalismo desde el fondo de su alma. Además, la verdad era que a Maria ya no la sentía como algo real la mayor parte del tiempo. Era una visión, una idea, un débil destello en el cielo, como las estrellas que se van difuminando antes del crepúsculo matutino. «Mi Beatriz», había escrito Lowell en su diario. Pero incluso esa doctrina demandaba toda la energía del alma para creer en ella, y desde mucho antes sólo el más vago espectro de Maria ocupaba sus pensamientos.
Además de Mabel, Lowell tuvo tres hijos con Maria, el más sano de los cuales vivió dos años. La muerte de este último niño, Walter, precedió en un año a la de Maria. Fanny tuvo un aborto poco después de su matrimonio y quedó incapacitada para la maternidad. Así pues, a James Russell Lowell sólo le vivía un vástago, una hija, criada desde el principio por una segunda esposa estéril.
Cuando era pequeña, Lowell pensó que bastaba esperar que Mabel fuera una mozuela corpulenta, fuerte, vulgar, que amasara barro y trepara a los árboles. Le enseñó a nadar, a patinar y a caminar veinte millas por día, tal como él podía hacerlo.
Pero desde tiempo inmemorial los Lowell habían tenido hijos varones. El propio Jamey Lowell tenía tres sobrinos que habían servido y muerto en el ejército de la Unión. Tal era su destino. El abuelo de Lowell fue el autor de la original ley antiesclavitud de Massachusetts. Pero J. R. Lowell no había tenido hijos varones, no había un James Lowell junior que contribuyera a la mayor causa de su época. Walt había sido un niño fornido durante unos pocos meses, y seguro que hubiera llegado a ser tan alto y valeroso como el capitán Oliver Wendell Holmes junior.
Lowell dejó que sus manos se recrearan en atusarse las guías de su bigote, semejante a unos colmillos de morsa, y cuyos extremos empapados se rizaban como los de un sultán. Pensó en The North American Review y en cuánto tiempo le robaba. Organizar originales y juzgarlos era como abusar de su talento, y ya había delegado esas tareas en su codirector, más puntilloso, Charles Eliot Norton, antes de que éste emprendiera un viaje a Europa a fin de que la señora Norton recuperase la salud. Todo apartaba a Lowell de la escritura: las cuestiones de estilo, gramática y puntuación en los artículos ajenos, así como la presión de las solicitudes personales de amigos cualificados y no cualificados, todos los cuales deseaban publicar. Y también la rutina de la enseñanza contribuía a malograr sus impulsos poéticos. Más que nunca, sentía que la corporación de Harvard estaba mirando por encima de su hombro, atormentando, cribando, zapando, cavando y excavando, dragando y arañando (y temía que también maldiciendo) su cerebro, como a los muchos inmigrantes californianos. Todo lo que él necesitaba para recobrar su imaginación era tumbarse bajo un árbol durante un año, sin otro quehacer que contemplar las manchas de sol sobre la yerba. Envidió a Hawthorne en su última visita a su amigo en Concord, por la torre que se había hecho construir sobre el tejado, a la que sólo él podía acceder a través de una trampa secreta sobre la que el novelista colocaba una pesada butaca.