Lowell no oyó las ligeras pisadas que ascendían por la escalera, y no advirtió que se abría de par en par la puerta del baño. Fanny la cerró tras ella. Lowell se enderezó con un sentimiento de culpabilidad.
– Aquí entra demasiado aire, querido.
Había un brillo de inquietud en sus ojos grandes, casi orientales.
– Jamey, está aquí el hijo del encargado del campus. Le he preguntado qué ocurre, pero dice que quiere hablar contigo. Lo he hecho pasar a la sala de música. El pobre viene jadeando.
Lowell se envolvió en su batín y bajó las escaleras de dos en dos. El joven, torpe, con grandes dientes caballunos que le sobresalían del labio superior, permanecía junto al piano con los brazos cruzados, como si, nervioso, se dispusiera a dar un concierto.
– Le ruego que me perdone, señor, por la molestia… Venía yo por Brattle y creí oír un ruido fuerte en la vieja casa Craigie… Pensé llamar al profesor Longfellow para comprobar que todo estaba en orden (todos los compañeros dicen que es una persona amable), pero como no lo conozco…
El corazón de Lowell se aceleró a causa del pánico. Agarró al muchacho por los hombros.
– ¿Qué era ese ruido que oíste, chico?
– Un gran golpe. Y luego un estrépito de algo que se rompía. -El joven trató sin éxito de demostrar mediante un gesto cómo fue el ruido-. El perrito, uh, Trap, ¿no se llama así?, ladró lo bastante como para excitar a Pluto. Y luego, un grito fuerte. Creo que lo fue, señor. Yo nunca había oído un alarido así, señor.
Lowell le pidió al muchacho que aguardara y corrió a su vestidor, tomando las zapatillas y los pantalones de tartán a los que, en circunstancias normales, Fanny hubiera puesto objeciones estéticas.
– Jamey, no irás a salir a estas horas -insistía Fanny Lowell-. ¡Últimamente ha habido una oleada de asaltos!
– Se trata de Longfellow. Este chico cree que ha podido ocurrirle algo.
Ella se quedó tranquila, y Lowell le prometió que cogería su fusil de caza y, con él al hombro, se encaminaría a la calle Brattle acompañado por el hijo del encargado del campus.
Longfellow aún estaba temblando cuando acudió a la puerta, y aún tembló más al ver el arma de Lowell. Se excusó por el lío y describió el incidente sin adornos, insistiendo en que su imaginación se había visto agitada momentáneamente.
– Karl -dijo Lowell, y tomó de nuevo por los hombros al hijo del encargado del campus-. Corre a la comisaría y que venga un patrullero.
– Oh, no será necesario -objetó Longfellow.
– Ha habido una oleada de robos, Longfellow. La policía inspeccionará todo el vecindario y se asegurará de que todo está en orden. Ande, no sea obstinado.
Lowell esperó que Longfellow opusiera más resistencia, pero no lo hizo. Lowell dirigió un gesto de asentimiento a Karl, que salió a todo correr hacia la comisaría con el entusiasmo infantil por las emergencias. En el estudio de la casa Craigie, Lowell se desplomó en la butaca junto a Longfellow y se ajustó el batín sobre los pantalones. Longfellow se excusó por haber molestado a Lowell con un asunto tan baladí, e insistió en que regresara a Elmwood. Pero también insistió en preparar un té.
James Russell Lowell captó que no había nada de baladí en el temor de Longfellow.
– Probablemente, Fanny está agradecida -dijo, riendo-. Protesta por mi costumbre de abrir la ventana del baño mientras estoy en la bañera. Por lo de la «muerte en el baño».
Aun ahora Lowell se sentía incómodo al pronunciar el nombre de Fanny delante de Longfellow, e inconscientemente trataba de alterar su inflexión de voz. El nombre le robaba algo a Longfellow; sus heridas aún eran recientes. Nunca hablaba de su propia Fanny. No escribió sobre ella, ni siquiera un soneto o un poema elegíaco en su memoria. Su diario no contenía una sola mención a la muerte de Fanny Longfellow en la primera entrada tras su fallecimiento, Longfellow copió unas líneas de un poema de Tennyson: «Duerme dulcemente, en paz, tierno corazón.» Lowell creía haber comprendido bien por qué Longfellow escribió tan poca poesía original en los últimos años, en su retiro dedicado a Dante. Si Longfellow escribiera sus propias palabras, la tentación de incluir el nombre de ella sería demasiado fuerte, y entonces ella sería simplemente una palabra.
– Quizá era un simple turista que vino para ver la casa de Washington -aventuró Longfellow riendo amablemente-. ¿Le dije que la semana pasada se presentó uno a ver «el cuartel del general Washington, por` favor»? Cuando se iba, supongo que planeando su próxima parada, preguntó si Shakespeare vivió en los alrededores.
Ambos rieron.
– ¡Santo Dios! ¿Y qué le contestó?
– Le dije que, si Shakespeare se había mudado por aquí cerca, no me lo había encontrado.
Lowell se recostó en la butaca.
– Buena contestación, vaya que sí. Creo que la luna nunca se pone en Cambridge, a juzgar por la cantidad de lunáticos que hay por aquí. ¿Estaba trabajando en Dante a estas horas? -Las pruebas que Longfellow había sacado estaban sobre su mesa verde-. Mi querido amigo, su pluma está siempre mojada. Se está consumiendo poco a poco.
– No me fatigo excesivamente. Desde luego que, a veces, siento los obstáculos, como las ruedas atascadas en la arena profunda. Pero algo me urge a continuar con este trabajo, Lowell, y no me dejará reposar.
Lowell estudió la prueba de imprenta.
– Canto decimosexto -dijo Longfellow-. Debe ir a la imprenta, pero me resisto. Cuando Dante se encuentra con los tres florentinos dice: «S'i fossi stato dal foco coperto…»
– «Si yo hubiera estado a cubierto del fuego -leyó Lowell en la traducción de su amigo, a la vez que Longfellow recitaba en italiano-, me hubiera arrojado entre ellos, y creo que mi guía lo habría tolerado.» Sí, nunca deberíamos olvidar que Dante no es un mero observador del infierno; también corre peligro físico y metafísico a lo largo del recorrido.
– No consigo dar con la correcta versión en inglés. Algunos dirían, supongo, que en la traducción la voz del autor extranjero debería ser modificada en favor de la suavidad del verso. Por el contrario, yo quiero, como traductor, ser como un testigo en el estrado, alzando la mano derecha y jurando decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Trap empezó a ladrar junto a Longfellow y le arañó la pernera del pantalón. Longfellow sonrió.
– Trap ha ido tantas veces a la imprenta, que cree haber traducido a Dante desde el principio.
Pero Trap no ladraba por la filosofía de la traducción de Longfellow. El terrier corrió al vestíbulo. Una llamada atronadora sonó en la puerta de Longfellow.
– Ah, la policía -dijo Lowell, impresionado por la rapidez de su llegada y retorciéndose el empapado bigote.
Longfellow abrió la puerta principal.
– Vaya, esto sí que es una sorpresa -dijo con el tono de voz más hospitalario que pudo hallar en aquel momento.