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– ¿Qué ocurre? -preguntó J. T. Fields, de pie en el amplio umbral, frunciendo el ceño y quitándose el sombrero-. Recibí un mensaje en mitad de nuestra partida de whist, ¡precisamente en un momento en que le estaba ganando a Bartlett! -Sonrió brevemente, mientras colgaba el sombrero-. Se me pedía que viniera en seguida. ¿Todo está en orden, mi querido Longfellow?

– Yo no mandé ese mensaje, Fields -dijo Longfellow en tono de excusa-. ¿Estaba Holmes con usted?

– No, y lo estuvimos esperando media hora antes de empezar.

Un susurro de hojas secas avanzó hacia ellos. En un momento, se hizo visible la menuda figura de Oliver Wendell Holmes, con sus botas altas aplastando las hojas, media docena a un tiempo, recorriendo el sendero enladrillado de Longfellow con un paso dos veces más rápido de lo habitual en él. Fields se apartó y Holmes se apresuró a rebasarle y a entrar en el vestíbulo jadeando.

– ¡Holmes! -se sorprendió Longfellow.

El frenético doctor advirtió horrorizado que Longfellow jugueteaba con un fajo de cantos de Dante.

– ¡Por Dios, Longfellow! -exclamó el doctor Holmes-. ¡Aparte eso!

VI

Después de asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada, Holmes explicó en un apresurado discurso cómo, regresando a casa procedente del mercado, la idea se le había ocurrido como en un relámpago; y cómo había regresado corriendo a la facultad de Medicina, donde se encontró -¡gracias a Dios!-con que la policía se había marchado a la comisaría de Cambridge. Holmes envió un mensaje a casa de su hermano, donde se celebraba la partida de whist, a fin de que Fields acudiera a la casa Craigie cuanto antes.

El doctor agarró la mano de Lowell y la sacudió precipitadamente, más agradecido de que estuviera allí de lo que hubiese admitido.

– Estaba a punto de mandar por usted a Elmwood, querido Lowell -dijo Holmes.

– ¿Le ha dicho algo a la policía, Holmes? -preguntó Longfellow.

– Por favor, Longfellow, vamos todos al estudio. Prométanme que todo cuanto les diga lo mantendrán en la más estricta confidencialidad.

Nadie puso objeciones. Resultaba insólito ver al pequeño doctor tan serio. Su papel de gracioso aristocrático había cristalizado hacía mucho tiempo, en gran parte para diversión de Boston y para incomodidad de Amelia Holmes.

– Hoy se ha descubierto un asesinato -anunció Holmes con un tenue susurro, como para probar si en la casa había oídos furtivos o para proteger su terrible historia de los atestados anaqueles de folios. Se apartó de la chimenea, sin duda temeroso de que la conversación pudiera subir tiro arriba-. Estaba yo en la facultad de Medicina -empezó al cabo-, adelantando algún trabajo, cuando llegó la policía solicitando una de nuestras aulas para una investigación. El cuerpo que trajeron estaba cubierto de suciedad, ¿comprenden?

Holmes hizo una pausa, no buscando un efecto retórico, sino para recobrar el aliento. A causa de la emoción había hecho caso omiso de los zumbidos de su asma.

– Holmes, ¿qué tiene eso que ver con nosotros? ¿Por qué me ha hecho abandonar a toda prisa la partida en casa de John? -preguntó Fields.

– ¡Aguarden! -dijo Holmes con un brusco movimiento de la mano. Apartó el pan que le había encargado Amelia y sacó el pañuelo-. El cadáver, el hombre muerto, sus pies… ¡Que Dios nos ampare!

Los ojos de Longfellow se iluminaron con un brillante azul. Apenas había hablado, pero prestaba la mayor atención al comportamiento de Holmes. Le propuso amablemente:

– ¿Un trago, Holmes?

– Sí, gracias -aceptó Holmes, secándose su frente sudorosa-. Les pido excusas. Me he apresurado a venir como una flecha; estaba demasiado intranquilo para tomar un coche de punto, demasiado impaciente y atemorizado para encontrarme con alguien al ir a tomarlo.

Longfellow se encaminó con paso tranquilo a la cocina. Holmes esperó a que le trajera la bebida y los otros dos esperaron a Holmes. Lowell sacudió la cabeza con gesto de seria conmiseración hacia el trastorno de su amigo. El anfitrión reapareció con un vaso de brandy con hielo, que era como lo prefería Holmes, quien se apresuró a cogerlo y apurarlo.

– Aunque una mujer tentó a un hombre a que comiera, mi querido Longfellow -dijo Holmes-, nunca se ha oído que Eva tuviera algo que ver con la bebida, de manera que ésta fue cosa sólo del hombre.

– Venga, Wendell, a lo nuestro -lo urgió Lowell.

– Muy bien. Yo lo vi. ¿Comprenden? Yo vi el cadáver de cerca, tan de cerca como estoy viendo a Jamey ahora mismo -precisó Holmes acercándose a la butaca de Lowell-. Ese cuerpo había sido quemado vivo, cabe abajo, con los pies en el aire. Y las plantas de ambos pies, señores, estaban horriblemente quemadas. Estaban tostadas hasta quedar crujientes, algo que nunca… Bueno, algo que nunca olvidaré hasta que la naturaleza me mande a criar malvas.

– Mi querido Holmes -dijo Longfellow, pero Holmes ya no iba a detenerse, ni siquiera para ceder la palabra a Longfellow.

– Estaba sin ropa. No sé si la policía se la quitó… No, creo que lo encontraron así, por algunas cosas que dijeron. Vi su cara, ¿saben? -Holmes fue a tomarse otro trago pero sólo encontró un resto de bebida y agarró con los dientes un trozo de hielo.

– Era un reverendo -dijo Longfellow.

Holmes se volvió, con una expresión incrédula, y cascó el hielo con las muelas.

– Sí, exactamente.

– Longfellow, ¿cómo lo ha sabido? -preguntó Fields volviéndose a su vez, muy confuso de repente ante el relato, el cual seguía creyendo que no le concernía en absoluto-. Eso no ha podido publicarlo ningún periódico, y sólo Wendell fue testigo…

Y entonces Fields se dio cuenta de lo que había sabido Longfellow. También Lowell lo captó. Lowell se encaró con Holmes, como si fuera a pegarle.

– ¿Cómo pudo usted saber que el cuerpo estaba cabeza abajo, Holmes? ¿Se lo dijo la policía?

– Bueno, no exactamente.

– Ha estado usted buscando una razón para detener la traducción a fin de no tener problemas con Harvard. Todo eso es una conjetura.

– Nadie puede negarme lo que vi -replicó Holmes con brusquedad-. La medicina es una materia que ninguno de ustedes ha estudiado. Yo he dedicado la mejor parte de mi vida en Europa y Norteamérica al estudio de mi profesión. Si usted o Longfellow empezaran a hablar de Cervantes, yo admitiría mi ignorancia; bueno, no, yo estoy adecuadamente informado sobre Cervantes, pero les escucharía a ustedes porque han dedicado tiempo a su estudio.

Fields se dio cuenta de lo nervioso que estaba Holmes.

– Lo entendemos, Wendell. Por favor, continúe.

Si Holmes no se hubiera detenido para respirar, se habría desmayado.

– Ese cadáver se colocó cabeza abajo, Lowell. Yo vi que los regueros de lágrimas y de sudor le habían corrido por la frente; escuche bien, por la frente arriba. La sangre se había concentrado en la cabeza. Entonces percibí el horror reflejado en el rostro, que reconocí como el del reverendo Elisha Talbot.

El nombre los sorprendió a todos. El viejo tirano de Cambridge puesto cabeza abajo, prisionero, cegado por la suciedad, incapaz de moverse excepto, tal vez, para agitar desesperadamente sus pies llameantes, al igual que los simoníacos de Dante, los clérigos que aceptaban dinero por abusar de sus títulos…

– Pero hay más, por si esto no les basta. -Holmes masticaba ahora el hielo con gran celeridad-. Un policía de la indagatoria dijo que lo encontraron en el cementerio de la Segunda Iglesia Unitarista, ¡o sea, de la iglesia de Talbot! El cuerpo estaba cubierto de suciedad de la cintura para arriba, pero no había ni una sola mota por debajo de la cintura. ¡Lo enterraron desnudo, cabeza abajo, con los pies al aire!

– ¿Cuándo lo encontraron? ¿Quién estaba allí? -preguntó Lowell.

– ¡Por Dios! -exclamó Holmes-. ¿Cómo podría saber yo esos detalles?

Longfellow observó la gruesa manecilla de su reloj, que emitía su tictac despreocupadamente, aproximándose con desgana a las once.