– La viuda de Healey anunció una recompensa en el periódico de la noche. El juez Healey no murió de muerte natural. Ella cree que también fue asesinado.
– ¡Pero el de Talbot no es un simple asesinato, Longfellow! ¿Puedo decir lo que está claro como el agua? ¡Es Dante! ¡Alguien ha utilizado a Dante para matar a Talbot! -exclamó Holmes, con la frustración pintada en sus enrojecidas mejillas.
– ¿Ha leído usted la última edición, mi querido Holmes? -preguntó Longfellow pacientemente.
– ¡Desde luego! Bueno, creo que sí. -En efecto, había echado una rápida mirada al periódico en el vestíbulo de la facultad de Medicina, cuando se dirigía a preparar unos dibujos anatómicos para la clase del lunes-. ¿Qué decía?
Longfellow encontró el periódico. Fields lo tomó y leyó en voz alta, después de calarse un par de gafas cuadradas que sacó del bolsillo del chaleco:
– «Nuevas revelaciones relativas a la espantosa muerte del juez presidente Artemus S. Healey.» Una típica errata de imprenta. El segundo nombre de Healey era Prescott.
– Por favor, Fields -dijo Longfellow-, pase de largo la primera columna. Lea cómo fue hallado el cadáver, en los prados que se extienden tras la casa de Healey, no lejos del río.
– «Ensangrentado…, totalmente despojado de su traje y de su ropa interior…, hallado hecho un tremendo hervidero de…» -Continúe, Fields.
– ¿De insectos?
Moscas, avispas, larvas, tales eran en concreto los insectos catalogados por el periódico. Y cerca, en los terrenos de Wide Oaks, se encontró una bandera que los Healey no lograban explicar. Lowell pretendió negar los pensamientos que habían cundido en la habitación con la lectura del periódico, y en lugar de eso recuperó su anterior postura, repantigado en la butaca, temblándole el labio inferior, como siempre sucedía cuando no se le ocurría qué decir.
Intercambiaron miradas inquisitivas, esperando que entre ellos hubiera uno que aventajara a los demás en perspicacia y fuera capaz de explicar todo aquello como una coincidencia, con un argumento bien fundamentado o con una ocurrencia inteligente que invalidara la conclusión de que el reverendo Talbot había sido asado con los simoníacos y el juez presidente Healey, arrojado entre los tibios. Cada detalle añadido confirmaba lo que ellos no podían negar.
– Todo encaja -dijo Holmes-. Todo encaja en el caso de Healey: el pecado de tibieza y el castigo. Durante demasiado tiempo se negó a aplicar la Ley de Esclavos Fugitivos. Pero ¿qué hay con Talbot? Nunca oí un solo rumor de que abusara del poder que le otorgaba el púlpito. ¡Ayúdame, Febo! -Holmes dio un salto cuando se percató del fusil apoyado en la pared-. Longfellow, ¿qué demonios hace eso ahí?
Lowell se sobresaltó al evocar el motivo que lo había llevado el primero a la casa Craigie.
– Verá, Wendell, Longfellow creyó que podía haber un ladrón acechando fuera. Hemos mandado al chico del encargado del campus a avisar a la policía.
– ¿Un ladrón? -preguntó Holmes.
– Un fantasma -corrigió Longfellow sacudiendo la cabeza.
Fields golpeó la alfombra con movimiento nada gracioso del pie.
– ¡Bien, muy oportuno! -Y volviéndose a Holmes-: Mi querido Wendell, usted será recordado como un buen ciudadano por esto. Cuando llegue el agente, le decimos que tenemos información sobre esos crímenes y le pedimos que regrese con el jefe de policía.
Fields había empleado su tono más autoritario, pero lo atenuó y dirigió una mirada a Longfellow demandando su respaldo.
Longfellow no se movió. Sus pétreos ojos azules miraban adelante, a los lomos ricamente decorados de sus libros. No estaba claro si había atendido a la conversación. Aquella mirada rara, remota, mientras permanecía sentado en silencio, paseando su mano por los mechones de su barba, cuando su invencible tranquilidad se enfriaba, cuando su cutis femenil parecía oscurecerse ligeramente, hizo sentirse incómodos a sus amigos.
– Sí -dijo Lowell, tratando de proyectar algún alivio colectivo a las palabras de Fields-. Desde luego que informaremos a la policía de nuestras suposiciones. Sin duda eso aportará información vital para aclarar esta confusión.
– ¡No! -exclamó Holmes-. No, no debemos decírselo a nadie, Longfellow -dijo el doctor con tono de desesperación-. ¡Debemos mantener esto entre nosotros! ¡Todos los que estamos en esta habitación hemos de mantener el asunto en secreto, como prometimos, aunque el cielo se hunda!
– ¡Vamos, Wendell! -Lowell se inclinó hacia el menudo doctor-. ¡No es cuestión de actuar como si no pasara nada! ¡Han sido asesinados dos hombres, dos hombres de nuestra clase!
– Sí, ¿y quiénes somos nosotros para meternos en este horrendo asunto? -se lamentó Holmes-. ¡La policía está investigando, seguro, y encontrará al responsable sin nuestra intervención!
– ¡Que quiénes somos nosotros para meternos! -remedó Lowell-. ¡No hay posibilidad de que a la policía se le ocurra eso, Wendell! ¡Debe de estar dando palos de ciego mientras nosotros permanecemos aquí sentados!
– ¿Preferiría usted que dieran palos a nuestros disparatados cuentos, Lowell? ¿Qué sabemos nosotros de asesinatos?
– Entonces, ¿por qué viene usted a inquietarnos con eso, Wendell?
– ¡Porque debemos protegernos! Les he hecho un favor -dijo Holmes-. ¡Esto puede ponernos en peligro!
– Jamey, Wendell, por favor… -terció Fields.
– Si van ustedes a la policía no cuenten conmigo -añadió Holmes alzando la voz, mientras tomaba asiento-. Háganlo, pero me opongo por principio y dejo bien clara mi negativa.
– Observen, caballeros -dijo Lowell con un elocuente ademán que señalaba a Holmes-. El doctor Holmes adopta su postura habitual cuando el mundo lo necesita: se sienta sobre sus posaderas.
Holmes paseó la mirada por la habitación, esperando que alguien hablara en su favor, y luego se hundió más en su butaca, removiendo suavemente su cadena de oro de la que pendía su llave Phi Beta Kappa, y comparando la hora de su reloj de bolsillo con el reloj de caoba de Longfellow, casi seguro de que en cualquier momento todos los relojes de Cambridge iban a pararse.
Lowell extremó sus dotes de persuasión cuando habló en tono suave pero seguro, volviéndose hacia Longfellow:
– Mi querido Longfellow, cuando llegue el agente de policía deberíamos tener preparada una nota dirigida a su jefe, explicando lo que creemos haber descubierto aquí esta noche. Luego, podemos olvidarnos de ello, tal como desea nuestro querido doctor Holmes.
– Voy a empezar -decidió Fields, dirigiéndose al cajón donde Longfellow guardaba el material de escritorio.
Holmes y Lowell reemprendieron su discusión. Longfellow respiraba con pequeños suspiros. Fields se detuvo con la mano en el cajón. Holmes y Lowell callaron.
– Por favor, no demos un salto a ciegas. Primero escúchenme -dijo Longfellow-. ¿Quién está enterado de esos crímenes en Boston y, Cambridge?
– Bien, ésa es la cuestión -replicó Lowell, a quien atemorizaba mostrarse ineducado con el único hombre, después de su difunto padre, al que veneraba-. ¡Todos en esta bendita ciudad, Longfellow! Uno aparece en primera plana de todos los periódicos. -Señaló los titulares con la muerte de Healey-. Y le seguirá el crimen de Talbot antes de que cante el gallo. ¡Un juez y un predicador! ¡Mantener al público alejado de eso sería tanto como privarlo del bistec y la cerveza!
– Muy bien. ¿Y quién más en la ciudad tiene conocimiento de Dante? ¿Quién más sabe que le piante erano a tutti accese intrambe? ¿Cuántos de los que pasean por las calles Washington y School, mirando las tiendas o deteniéndose en Jordan y Marsh para ver la última moda de sombreros, piensan que rigavan lor di sangue il volto, che, mischiato di lagrime, y se imaginan el espanto de esos fastidiosa vermi, esos enojosos gusanos?
»Díganme quién en nuestra ciudad, no, en Norteamérica hoy día, conoce las palabras de Dante en su obra, en cada canto, en cada terceto. ¿Saben lo suficiente para empezar a pensar en cómo convertir los detalles de los castigos del Inferno de Dante en modelos de asesinato?