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– ¿Y cómo hemos podido no darnos cuenta antes? -preguntó Holmes-. Greene pensó que esto podía ser italiano, y no le hicimos caso.

– ¡Gracias al cielo -exclamó Fields-, porque la policía se nos hubiera echado encima allí mismo!

Holmes continuó, con renovado pánico:

– Pero ¿quién habría recitado la inscripción de la puerta al patrullero? Eso no puede ser una mera coincidencia. ¡Debe tener algo que ver con esos asesinatos!

– Sospecho que tiene razón -dijo Longfellow asintiendo con calma.

– ¿Quién pudo haber dicho eso? -insistía Holmes, volviendo el trozo de papel una y otra vez en su mano-. Esa inscripción… -continuó-. La puerta del infierno, eso viene en el canto tercero, ¡el mismo canto en el que Dante y Virgilio caminan entre los tibios! ¡El modelo para el asesinato del juez presidente Healey!

Se multiplicaron las pisadas en el sendero de acceso a la casa Craigie, y Longfellow abrió la puerta al hijo del encargado del campus, que entró corriendo, rechinándole sus dientes salidos. Al mirar hacia el escalón de entrada, Longfellow se encontró frente a frente con Nicholas Rey.

– Me ha pedido que lo trajera, señor Longfellow -relinchó Karl al advertir la sorpresa de Longfellow, y luego miró a Rey con una mueca triste.

– Estaba en la comisaría de Cambridge -dijo Rey-ocupado en otro asunto, cuando este chico llegó para informarme de su preocupación. Otro agente está inspeccionando el exterior.

Rey casi pudo oír el pesado silencio que se hizo en el estudio al sonido de su voz.

– ¿Quiere pasar, agente Rey? -Longfellow no supo qué más decir, y le explicó la causa de su alarma.

Nicholas Rey estaba de nuevo entre la profusión de imágenes de George Washington en el vestíbulo. Con la mano en el bolsillo del pantalón, manoseaba los trocitos de papel desparramados en la bóveda subterránea, húmedos aún de la arcilla empapada de la cripta. Algún fragmento de papel tenía una o dos letras escritas; otros estaban tan manchados que su contenido era irreconocible.

Rey entró en el estudio y pasó revista a los tres caballeros: Lowell, con sus bigotes como colmillos de morsa, se envolvía con el abrigo encima de su batín y de unos pantalones de tartán; y los otros dos llevaban los cuellos flojos y los corbatines enmarañados. Un fusil de dos cañones estaba apoyado en la pared, y un pan aguardaba en la mesa.

Rey posó los ojos en el hombre agitado, de fisonomía aniñada, el único que no se escudaba tras una barba.

– El doctor Holmes nos ayudó en una autopsia esta tarde, en la facultad de Medicina -explicó Rey a Longfellow-. De hecho, es ese mismo asunto el que me trae ahora a Cambridge. Gracias otra vez, doctor, por su ayuda en el caso.

El doctor se puso en pie de un salto e hizo una tambaleante inclinación, doblándose por la cintura.

– De nada, señor. Y si alguna vez necesita usted más ayuda, avíseme sin dudarlo. -Lo dijo torpemente, con tono de humildad, y luego tendió a Rey su tarjeta, olvidando por un momento que no había prestado ayuda alguna. Pero Holmes estaba demasiado nervioso para hablar con sensatez-. Quizá eso que suena como a inútil latín, prognosis, pudiera ayudar modestamente a atrapar a ese asesino que merodea por la ciudad.

Rey permaneció quieto y asintió apreciativamente.

El hijo del encargado del campus tomó a Longfellow por el brazo y se lo llevó aparte.

– Lo siento, señor Longfellow -dijo el muchacho-. No creí que fuera policía porque no lleva uniforme, sino una chaqueta corriente. Pero el otro oficial de allí me dijo que los concejales le hacen ir de paisano para que nadie se sienta molesto porque es un poli negro y le pegue.

Longfellow despidió a Karl con la promesa de unos dulces otro día.

En el estudio, Holmes, basculando de un pie a otro como si pisara ascuas, impedía que Rey viera la mesa del centro. Aquí, un periódico con los titulares del asesinato de Healey; allá, al lado, la traducción inglesa de Longfellow del canto tercero, el modelo de aquel crimen; y entre ambos, el trozo de papel con la nota de Nicholas Rey: Deenan see amno atesennone turnay eeotur nodur lasheeato nay.

Detrás de Rey, Longfellow traspuso el umbral del estudio. Rey notó su respiración entrecortada. Advirtió que Lowell y Fields miraban de forma extraña la mesa que había detrás de Holmes.

Rápidamente, con un movimiento casi imperceptible, el doctor Holmes alargó el brazo y agarró la nota del oficial.

– Oh, agente -dijo el doctor-. ¿Le devolvemos la nota?

Rey creyó ver un súbito rayo de esperanza, y preguntó tranquilamente:

– ¿Han podido ustedes…?

– Sí, sí -dijo Holmes-. Pero sólo en parte. Hemos buscado los sonidos de todas las lenguas en los libros, mi querido agente, y me temo que nuestra conclusión más probable es que se trata de inglés chapurreado. -Holmes tomó aliento y con mirada grave recitó-: See no one tour, nay, O turn no doorlatch out today. Más bien shakespeariano y algo disparatado, ¿no cree usted?

Rey miró a Longfellow, que parecía tan sorprendido como él.

– Bien, le agradezco que se acordara, doctor Holmes -dijo Rey-. Sólo me queda desearles buenas noches, caballeros.

Todos se congregaron en la entrada mientras Rey se desvanecía en el sendero de acceso.

– ¿Turn no doorlatch? -preguntó Lowell.

– ¡Tenía que alejarlo de cualquier sospecha, Lowell! -exclamó Holmes-. Usted podía haber adoptado una actitud más convencida. Una buena regla para el actor que maneja marionetas es no dejar que el público le vea las piernas.

– Fue una buena ocurrencia, Wendell -dijo Fields palmeando calurosamente el hombro de Holmes.

Longfellow fue a hablar pero no pudo. Entró en el estudio y cerró la puerta, dejando a sus amigos, cohibidos, en el vestíbulo.

– Longfellow, querido Longfellow -lo llamó Fields, golpeando suavemente la puerta.

Lowell tomó del brazo a su editor y sacudió la cabeza. Holmes se dio cuenta de que tenía algo en la mano y se lo tendió a los demás. Era la nota de Rey.

– Miren. El agente Rey olvidó esto.

Pero ya no la miraban. Era la fría piedra grabada con letras oscuras en lo alto de las puertas abiertas del infierno, donde Dante se detuvo lleno de dudas y Virgilio lo empujó para proseguir.

Lowell, airado, arrugó el papel y arrojó las mutiladas palabras de Dante a la llama de la lámpara del vestíbulo.

VII

Oliver Wendell Holmes llegaba tarde a la siguiente reunión del club Dante, que él sabía iba a ser la última. No aceptó hacer el trayecto en el carruaje de Fields, aunque el cielo sobre la ciudad se había ennegrecido. El poeta y médico apenas emitió un suspiro cuando la tela de su paraguas crujió al verterse la lluvia que se deslizaba sobre las capas de hojas, las últimas depositadas aquel otoño frente a la casa de Longfellow. Muchas cosas iban mal en el mundo para que él se preocupara por sus achaques. En los ojos de Longfellow, que claramente le daban la bienvenida, había incomodidad, faltaba serenidad para comunicarse, no respondían a la pregunta que le tenía hecho un nudo en el estómago al doctor: ¿cómo continuamos ahora?

Les diría durante la cena que renunciaba a colaborar en la traducción de Dante. Lowell podía estar tan desorientado por los recientes acontecimientos como para acusarlo de deserción. Holmes temía que se le tomara por un diletante, pero no había modo de poder leer a Dante como de costumbre, con el «aroma» en el aire de la carne chamuscada del reverendo Talbot. En cierto sentido, resultaba chocante que si de algo eran responsables, que si en algo habían ido demasiado lejos, si sus lecturas semanales de Dante habían dado suelta a los castigos del Inferno en el aire de Boston, todo eso se debía a su gozosa fe en la poesía.

Un solo hombre había causado media hora antes la misma convulsión que un ejército de miles de hombres.

James Russell Lowell. Estaba calado, aunque sólo había ido a la vuelta de la esquina, pues consideraba ridículos los paraguas, aquellos artefactos sin sentido. El fuego suave de carbón mate con leños de nogal americano irradiaba de la amplia chimenea, y el calor hacía relucir la humedad de la barba de Lowell como si tuviera luz propia.