Algunas jóvenes que charlaban, llevando cestos sobre la cabeza, hicieron una pausa para mirarlo de reojo, con su hermosa piel broncínea que parecía absorber toda la luz de las farolas mientras iba y venía. Al otro lado de la calle, Rey reconoció a un hombre corpulento holgazaneando en una esquina, un judío sefardí, reconocido ladrón a quien alguna vez había detenido para interrogarlo en la comisaría central. Nicholas Rey ascendió por la angosta escalera de su casa de huéspedes. Su puerta daba frente al descansillo del segundo piso, y aunque la lámpara estaba rota, pudo ver entre las sombras que alguien bloqueaba el acceso a la habitación.
Los acontecimientos de la semana habían sido inexorables. Cuando Rey condujo por primera vez al jefe Kurtz a ver el cadáver del reverendo Talbot, el sacristán guió a Kurtz y a varios sargentos escalera abajo. Kurtz se detuvo y sorprendió a Rey, porque se volvió y dijo: «Patrullero.» Había ordenado a Rey que lo siguiera. En el interior de la bóveda funeraria, el patrullero Rey solicitó un momento para examinar el escenario: el cadáver embutido en el agujero, cabeza abajo, antes incluso de darse cuenta del aspecto de los pies que sobresalían, hinchados, cubiertos de llagas y torcidos. El sacristán contó lo que había visto.
Los dedos de los pies estaban a punto de desprenderse y caer de las extremidades rosadas, despellejadas y deformadas, lo que hacía difícil distinguir entre los extremos de los pies donde se implantaban los dedos y los extremos que, anatómicamente, hubieran debido llamarse talones. Este detalle -los pies quemados, reveladores para los amigos de Dante, a unas pocas manzanas de allí-para el policía era algo meramente insano.
– ¿Sólo les prendieron fuego a los pies? -preguntó el patrullero Rey, mirando de través, tocando delicadamente, con la punta del dedo, la carne carbonizada, que se desmenuzaba. Retrocedió por el calor humeante que seguía asando la carne, casi esperando que su dedo se chamuscara. Se preguntaba cuánto calor podía soportar el cuerpo humano antes de perder su forma física. Después de que dos sargentos retirasen el cuerpo, el sacristán Gregg, aturdido y entre lágrimas, recordó algo.
– El papel -dijo, agarrando a Rey, el único policía que se había quedado abajo-. Hay trocitos de papel a lo largo de las tumbas. No tienen por qué estar ahí. ¡Él no debería haber venido! ¡No debí permitírselo!
Rompió a llorar inconteniblemente. Rey levantó su linterna y vio el rastro de letras como un mudo remordimiento.
Los periódicos se ocuparon de ambos terribles asesinatos -el de Healey y el de Talbot-con tanta frecuencia que en la mente del público se emparejaron, hasta el punto de que en las conversaciones callejeras a menudo se hacía referencia a los asesinatos Healey-Talbot. ¿Presentaba el público el síndrome expuesto por el doctor Oliver Wendell Holmes en su extraña observación en casa de Longfellow, la noche en que fue descubierto el cuerpo de Talbot? Holmes ofreció su colaboración experta a Rey con tanto nerviosismo como si hubiese sido un estudiante de medicina: «Quizá eso que suena como a inútil latín, prognosis, pudiera ayudar modestamente a atrapar a ese asesino que merodea por la ciudad.» La palabra impresionó a Rey: asesino. El doctor Holmes daba por sentado que los crímenes habían sido perpetrados por la misma mano. Y sin embargo no había nada que los relacionara de forma evidente, aparte de su brutalidad. Contaba también la desnudez de los cuerpos y la ropa, de la que fueron despojados, cuidadosamente doblada, pero de eso no se había informado en los periódicos cuando Rey oyó las palabras de Holmes. Quizá el presuntuoso doctorcillo había tenido un desliz verbal. Quizá.
Los periódicos complementaban los titulares de los asesinatos con abundantes dosis de otras formas de violencia insensata: garrotazos, atracos, voladuras de cajas fuertes, una prostituta hallada medio estrangulada a pocos pasos de una comisaría, un niño molido a palos en una pensión de Fort Hill. Y estaba el extraño incidente del vagabundo llevado a la comisaría central, y al que la policía permitió darse muerte arrojándose por la ventana, ante los ojos del inoperante jefe Kurtz. Los periódicos clamaban: «¿Se hace responsable la policía de la seguridad de los ciudadanos?»
En la oscura escalera de su casa de huéspedes, Rey se detuvo a medio camino y se aseguró de que nadie lo seguía. Reanudó el ascenso asiendo su porra, oculta bajo la chaqueta.
– Sólo soy un pobre mendigo, buen señor.
El hombre de quien procedían estas palabras, pronunciadas en lo alto de la escalera, era fácilmente reconocible después de torcer para subir el siguiente tramo y distinguir un par de piernas, embutidas en unos pantalones rayados y que arrancaban de unos zapatos con tacones de hierro: Langdon Peaslee, reventador de cajas fuertes, se tapaba descuidadamente su botón de diamante con el amplio puño de la camisa.
– ¿Qué hay, blanquito? -saludó Peaslee sonriendo, mostrando un hermoso despliegue de dientes agudos como estalagmitas-. Chóquela. -Estrechó la mano de Rey-. No nos habíamos visto desde aquel espectáculo. Dígame, ¿no está su habitación por aquí arriba? -y señalaba inocentemente detrás de él.
– Hola, señor Peaslee. Tengo entendido que robó usted el banco Lexington hace dos noches.
Nicholas Rey lo dijo para demostrar que tenía tanta información como el propio ladrón. Peaslee no dejó pruebas que pudieran presentarse contra él ante el tribunal, y seleccionó y apartó cuidadosamente sólo aquellos valores a los que no se podía seguir la pista.
– Dígame, ¿quién es lo bastante hábil en estos tiempos para hacerse un banco él solito?
– Usted. Estoy seguro. ¿Ha venido para entregarse? -preguntó Rey con expresión seria.
Peaslee rió desdeñosamente.
– No, no, querido muchacho. Pero no entiendo esas restricciones a que lo someten. ¿Qué razón hay para ello? No va de uniforme, no puede detener a hombres blancos y así sucesivamente… Bueno, pues son injustas, injustas, sin duda. Pero hay algunos factores compensatorios. Usted y el jefe Kurtz se han vuelto compañeros inseparables, y eso puede acabar llevando a alguien ante la justicia. Como los asesinos del juez Healey y del reverendo Talbot, que en paz descansen. He oído decir a los diáconos de la iglesia de Talbot que han organizado una suscripción para ofrecer una recompensa.
Rey echó a andar hacia su habitación dando cabezadas que revelaban desinterés.
– Estoy cansado -dijo en voz baja-. A menos que tenga usted algo concreto que pueda presentarse ante la justicia en este mismo momento, le ruego que me excuse.
Peaslee jugueteó con la bufanda de Rey y luego mantuvo allí la mano quieta.
– Los policías no pueden aceptar recompensas, pero un simple ciudadano, como yo, sin duda podría. Y si alguien se abre paso por una puerta que valga la pena… -No hubo reacción en el rostro del mulato. Peaslee exteriorizó su irritación y prescindió de sus zalamerías. Apretó la bufanda como si manejara un nudo corredizo-. ¿Qué es lo que le dijo aquel pordiosero sordomudo en aquella reunión en la casa grande? Escuche bien. Hay un montón de gente en nuestra ciudad a la que se puede muy bien culpar de la muerte de Talbot, mi querido sabihondo. Yo los identificaría fácilmente. Ayúdeme en el negocio, y la mitad de la recompensa, para usted -añadió secamente-. Pasta en abundancia, y luego usted sigue su camino como le parezca. Las compuertas se han abierto, y todo va a cambiar en Boston. La guerra ha traído mucho dinero aquí y los tiempos son malos para andar solo.