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– Dante encuentra a los simoníacos dentro de la pietra livida, la piedra lívida -dijo Longfellow.

Una voz temblorosa los interrumpió.

– ¿Puedo ayudarlos, buenas gentes?

El sacristán de la iglesia, la primera persona que se acercó a Talbot mientras se estaba quemando, era un hombre alto y delgado, que vestía una túnica larga y negra, y tenía el cabello blanco. Más que de cabello podía hablarse con propiedad de cerdas que se mantenían erizadas en todas direcciones, como en un cepillo. Sus ojos parecían mirar completamente abiertos, de manera que se asemejaba en todo momento a la imagen de un hombre que ve un fantasma.

– Buenos días, señor.

Holmes se le aproximó, subiendo y bajando el sombrero que tenía en las manos. Holmes hubiera querido que Lowell estuviese allí, o Fields, ya que ambos desprendían autoridad natural.

– Señor, mi amigo y yo quisiéramos que nos permitiera entrar en su bóveda funeraria subterránea, siempre que eso no le ocasione problemas.

El sacristán no dio muestras de haber entendido.

Holmes miró atrás. Longfellow permanecía de pie, con las manos dobladas sobre el bastón, con gesto plácido, como si fuera alguien que estaba allí sin haber sido invitado.

– Como le iba diciendo, mi buen señor, debe saber que es muy importante que nosotros… Bueno, yo soy el doctor Oliver Wendell Holmes. Soy titular de una cátedra de Anatomía y Fisiología en la escuela de medicina… En realidad, más un canapé que una cátedra, por la envergadura de quienes la ocupan. Es probable que usted haya leído alguno de mis poemas en…

– ¡Señor! -la chirriante voz del sacristán se aproximaba, al levantarla, a un grito de dolor-. ¿No sabe usted, jefe, que nuestro ministro fue hallado muerto…? -tartamudeó horrorizado y retrocedió-. Yo cuidaba del recinto y ni un alma entró o salió. ¡Por Dios, si llega a suceder ante mi vista! ¡Confieso que era un espíritu demoníaco que no necesitaba cuerpo físico, no era un hombre! -Se detuvo-. Los pies -añadió con una mirada fija, y por su aspecto parecía incapaz de continuar.

– Sus pies, señor -dijo el doctor Holmes, deseando oírlo, aunque él sabía muy bien que se refería a los de Talbot; lo sabía de primera mano-. ¿Qué pasa con ellos?

Los cuatro miembros del club Dante, dejando aparte al señor Greene, habían reunido todos los periódicos disponibles sobre la muerte de Talbot. Mientras que las verdaderas circunstancias de la muerte de Healey habían sido ocultadas durante varias semanas antes de su revelación, en las columnas de los diarios Elisha Talbot fue asesinado de todas las maneras concebibles, con una ligereza que hubiera hecho estremecerse a Dante, para quien cada castigo estaba ordenado por el amor divino. El sacristán Gregg, por su parte, no necesitaba conocer a Dante. Él era un testigo de aquello y depositario de la verdad. A su manera, poseía la fuerza y la sencillez de un antiguo profeta.

– Los pies -continuó el sacristán tras una prolongada pausa estaban en llamas, jefe; eran carros de fuego en la oscuridad de las bóvedas. Por favor, caballeros.

Dejó caer la cabeza con gesto de desaliento y les dirigió un ademán invitándolos a marcharse.

– Señor mío -dijo Longfellow en tono suave-, lo que nos trae es el fallecimiento del reverendo Talbot.

De inmediato el sacristán aflojó los párpados. Holmes no tenía claro si el hombre reconoció el rostro de barba plateada del amado poeta, o si se tranquilizó como la bestia salvaje por obra de la voz de Longfellow, conmovedoramente serena, con sonido de órgano. Holmes comprendió que, si el club Dante iba a conseguir algún avance en aquella empresa, se debería a que Longfellow ejercía el mismo dominio celestial sobre las gentes, con sólo su presencia, que el que poseía sobre la lengua inglesa a través de su pluma.

Longfellow prosiguió:

– Señor mío, aunque sólo podemos ofrecerle nuestra palabra acerca de nuestros propósitos, le rogamos que nos preste su ayuda. Por favor, confíe en nosotros aunque no podamos aportarle prueba alguna, pero me temo que somos los únicos capaces de hallar algún sentido a lo ocurrido. No podemos ser más explícitos.

El vasto y vacío recinto desprendía neblina. El doctor Holmes se abanicaba para repeler el aire fétido que le picaba en los ojos y los oídos como pimienta molida, mientras avanzaban con pasos breves y cautelosos hacia la estrecha bóveda. Longfellow respiraba más o menos libremente. Su sentido del olfato era limitado, lo que constituía una ventaja para éclass="underline" le deparaba el placer de las flores primaverales y otros aromas agradables, pero rechazaba cualquier cosa malsana.

El sacristán Gregg explicó que la bóveda pública se extendía baje las calles de la ciudad a lo largo de varias manzanas y en dos direcciones.

Longfellow dirigió la luz de la linterna a las columnas de pizarra y luego la bajó para examinar los sencillos sarcófagos de piedra.

El sacristán empezó a hacer una observación sobre el reverendo Talbot, pero dudó.

– No crean que tengo una opinión pobre de él, jefes, si les digo esto, pero nuestro querido reverendo atravesaba esta bóveda, bueno francamente, no para asuntos de la iglesia.

– ¿Para qué venía aquí? -preguntó Holmes.

– Tomaba un camino más corto para llegar a su casa. A mí eso no me gustaba mucho, a decir verdad.

Uno de los fragmentos de papel desparramados por allí, con la: letras «A» y «H», olvidado por Rey, había quedado aprisionado bajo la bota de Holmes y se hundía en el espeso suelo.

Longfellow preguntó si alguien más pudo haber entrado en la bóveda desde arriba, desde la calle, por el lugar que utilizaba el ministro para salir.

– No -rechazó de plano el sacristán-. Esa puerta sólo puede abrirse desde dentro. La policía lo revisó todo y no encontró señale: de que alguien la hubiera manipulado. Tampoco las había que el reverendo Talbot hubiese alcanzado la puerta que daba a las calles la noche que pasó por aquí.

Holmes apartó a Longfellow, de modo que el sacristán no pudiera oírlos, y dijo en susurros:

– ¿No cree usted que es significativo que Talbot utilizara esto como atajo? Debemos preguntar algunas cosas más al sacristán. Todavía no nos consta la simonía de Talbot, ¡y esto podría ser un indicio de ella!

No habían encontrado nada que sugiriese que Talbot no fuera e buen pastor de su grey.

– Sin duda alguna -dijo Longfellow-, caminar por una bóveda funeraria no es un pecado en sí, por desaconsejable que resulte, ¿verdad? Además, sabemos que la simonía debe guardar relación con el dinero: tomarlo o pagarlo. El sacristán es un devoto de Talbot, como también la congregación, y formularle demasiadas preguntas sobre las costumbres de su ministro sólo serviría para que se cerrara en banda en lugar de facilitar información de buen grado. Recuerde que el sacristán Gregg, al igual que todo Boston, cree que la muerte de Talbot se ha debido al pecado de otro, no de la propia víctima.

– Pero ¿cómo logró entrar aquí nuestro Lucifer? Si la salida de la bóveda a la calle sólo se abre desde dentro… y el sacristán afirma que él estaba en la iglesia y que nadie entró en la sacristía…

– Quizá nuestro delincuente aguardó a que Talbot subiera las escaleras, saliera de la bóveda y luego lo empujara de nuevo al subterráneo desde la calle -aventuró Longfellow.

– Pero ¿excavar en el suelo tan rápidamente un hoyo lo bastante hondo como para que cupiera un hombre? Parece más probable que nuestro criminal acechara a Talbot, excavara el hoyo, aguardara y entonces lo agarrara, lo empujara al agujero, le empapara los pies con queroseno…

Delante de ellos, el sacristán se detuvo súbitamente. La mitad de sus músculos se paralizó y la otra mitad se agitó con violencia. Trató de hablar, pero sólo salió de su boca un triste gemido. Adelantando la barbilla, consiguió indicar una gruesa losa colocada sobre la suciedad que cubría el suelo de la bóveda. El sacristán retrocedió a toda prisa para acogerse a la seguridad de la iglesia.