El lugar estaba al alcance de la mano. Podía sentirse y olerse.
Longfellow y Holmes emplearon todas sus fuerzas para apartar la losa. En medio de la suciedad había un agujero redondo, suficientemente grande para acoger a una persona de mediana corpulencia. Conservado por la losa y liberado al ser retirada, el hedor de carne quemada se difundió como una pestilencia hecha de carne animal podrida y cebollas fritas. Holmes se cubrió el rostro con la bufanda.
Longfellow se arrodilló y tomó un puñado de cieno del borde del hoyo.
– Sí, tiene usted razón, Holmes. Este agujero es hondo y está bien formado. Debe haber sido excavado con antelación. El asesino hubo de aguardar la entrada de Talbot. Él, por su parte, penetra eludiendo de algún modo a nuestro agitado amigo el sacristán, golpea a Talbot dejándolo sin sentido, lo coloca cabeza abajo en el agujero y luego lleva a cabo su horrible acción -especuló Longfellow.
– ¡Imagine qué refinado tormento! Talbot debió permanece consciente de lo que estaba sucediendo, antes de que su corazón s, detuviera. La sensación de la propia carne quemándose… -Holmes casi se tragó la lengua-. No quiero decir, Longfellow… -Se maldijo a sí mismo por hablar tanto y luego por no aceptar con tranquila dad una equivocación-. ¿Sabe? Yo sólo quería decir…
Longfellow no pareció oírlo. Dejó resbalar la sucia losa entre su; dedos. Con precauciones, depositó un brillante ramo de flores en un punto próximo al hoyo.
– «Permanece aquí, pues has sido justamente castigado» -dijo Longfellow, citando un verso del canto decimonoveno, como si lo es tuviera leyendo en el aire frente a él-. Esto es lo que Dante le grita al dimoníaco con quien habla en el infierno, Nicolás III, mi querido Holmes.
El doctor Holmes estaba dispuesto a marcharse. El aire espeso promovía una revuelta en sus pulmones, y sus propias palabras entrecortadas le habían roto el corazón.
Longfellow, no obstante, dirigió el haz de su linterna de gas por encima del hoyo, que había permanecido intacto. No se introdujo en él.
– Debemos cavar más hondo, por debajo de lo que podemos vea del hoyo. A la policía nunca se le ocurriría hacerlo.
Holmes le dirigió una mirada incrédula.
– ¡No cuente conmigo! ¡A Talbot lo metieron en el agujero, no debajo de él, mi querido Longfellow!
– Recuerde lo que Dante le dice a Nicolás mientras el pecado: se revuelve en el mísero agujero de su castigo.
Holmes susurró para sí algunos versos:
– «Quédate ahí, pues eres castigado justamente…, y guarda tu mal ganada moneda… -Se detuvo en seco-. Guarda tu moneda.› Pero ¿Dante no despliega aquí su habitual sarcasmo, recriminando a pobre pecador porque en vida aceptó dinero?
– Así es, en efecto, como yo he leído el verso -confirmó Longfellow-. Pero Dante podría ser leído admitiendo que hace su afirmación en sentido literal. Cabría argumentar que la frase de Dante revela realmente que parte del contrapasso de los simoníacos es que son enterrados cabeza abajo con el dinero que en vida acumularon por medios inmorales debajo de sus cabezas. Seguramente, Dante pensó en las palabras con que, en los Hechos, san Pedro replica a Simón el Mago: «Sea ése tu dinero para perdición tuya.» Según esta interpretación, el hoyo que acoge al pecador de Dante se convierte en su bolsa para la eternidad.
Ante esta interpretación, Holmes emitió una variedad de sonidos guturales.
– Si cavamos -dijo Longfellow, con una ligera sonrisa-, sus dudas podrán disiparse. -Trató de alcanzar con su bastón el fondo del agujero, pero era demasiado profundo-. Creo que no llego.
Longfellow calculó el tamaño del hoyo y luego miró al pequeño doctor, que se retorcía a causa del asma. Después, Holmes permaneció quieto.
– Oh, pero, Longfellow… -Se asomó al hoyo-. ¿Por qué la naturaleza no me pidió mi opinión sobre mis características corporales?
No había nada que discutir, y además con Longfellow no hubiera sido posible discutir en sentido estricto, pues su carácter era inquebrantablemente apacible. Si Lowell hubiera estado allí, se habría puesto a cavar el hoyo como un conejo.
– Diez contra uno a que me rompo una uña.
Longfellow asintió, con expresión valorativa. El doctor cerró los ojos y deslizó primero los pies por el agujero.
– Es demasiado estrecho. No puedo inclinarme. No creo que pueda moverme para cavar.
Longfellow ayudó a Holmes a salir del hoyo. El doctor volvió a introducirse en la angosta abertura, esta vez de cabeza, mientras Longfellow lo agarraba de los pantalones grises a la altura de los tobillos. El poeta era hábil en el manejo de marionetas.
– ¡Con cuidado, Longfellow, con cuidado!
– ¿Ve usted lo suficiente?
Holmes apenas le oía. Escarbó en la tierra con las manos, metiéndosele bajo las uñas la húmeda suciedad, a la vez repulsivamente cálida y fría y dura como el hielo. Lo peor era el hedor, la persistente hediondez de la carne quemada que se conservaba en la estrecha sima. Holmes trataba de contener la respiración, pero esta táctica, unida a su pesada asma, le hizo sentir ligera la cabeza, como si pudiera despegársele como un globo.
Estaba donde había estado el reverendo Talbot, y cabeza abajo, como él. Pero, en lugar de fuego expiatorio en los pies, sentía las manos decididas del señor Longfellow.
La voz apagada de Longfellow flotó formulando una pregunta que revelaba preocupación. El doctor no pudo oírla, y tuvo una sensación de que sonaba desvaída, por lo que se preguntó inútilmente si una pérdida de conciencia podría hacer que Longfellow le soltase los tobillos y si él, mientras tanto, podría escurrirse hasta el centro de la tierra. La sucesión de pensamientos flotantes pareció continuar indefinidamente hasta que las manos del doctor tropezaron con algo.
Con la sensación de un objeto material, volvió la dura lucidez. Una pieza de alguna clase de tela. No: una bolsa. Una bolsa de tejido liso.
Holmes se estremeció. Trató de hablar, pero la pestilencia y la suciedad oponían unos terribles obstáculos. Por un momento, el pánico lo dejó helado, y luego recuperó la sensatez y agitó las piernas frenéticamente.
Longfellow, comprendiendo que eso era una señal, levantó el cuerpo de su amigo fuera de la cavidad. Holmes dio boqueadas para aspirar aire, escupiendo y barboteando, mientras Longfellow se inclinaba hacia él solícitamente. Holmes cayó de rodillas.
– ¡Vea esto, por Dios, Longfellow!
Holmes tiró del cordón que rodeaba el descubrimiento y abrió la bolsa incrustada de suciedad.
Longfellow miraba mientras el doctor Holmes depositaba mil dólares en billetes de curso legal sobre el suelo de la bóveda funeraria.
Y guarda tu mal ganada moneda…
En Wide Oaks, la vasta propiedad de la familia Healey desde hacía tres generaciones, Nell Ranney condujo a dos recién llegados a través del largo vestíbulo. Eran extrañamente esquivos. Sus cuerpos eran recios, eficientes, y sus ojos, rápidos e inquietos. Lo que más resaltaba a los ojos de la criada eran sus maneras de vestir, pues constituían una rareza aquellos dos estilos extravagantes y dispares.
James Russell Lowell, con una barba corta y un bigote caído, llevaba una más bien raída chaqueta cruzada, una chistera sin cepillar que parecía una burla dado lo informal de su vestimenta, y en su corbatín, anudado con un nudo marinero, una clase de alfiler que hacía tiempo no estaba de moda en Boston. El otro hombre, cuya abundante barba bermeja caía en cascada formando gruesos y fuertes rizos, se quitó los guantes, de color chillón, y se los echó al bolsillo de su levita de tweed escocés, impecablemente cortada, y bajo la cual, en torno a su vientre cubierto por un chaleco verde, se extendía una brillante cadena de oro de reloj, como un adorno de Navidad.