Nell se demoró en abandonar la estancia, incluso mientras Richard Sullivan Healey, el hijo mayor del juez presidente, saludaba a sus dos huéspedes.
– Dispensen el proceder de mi sirvienta -dijo Healey, después de ordenar a Nell Ranney que saliera-. Fue la que encontró el cuerpo de mi padre y lo trajo a la casa, y desde entonces me temo que examina a cada persona como si la considerase la responsable. Nos inquieta que imagine cosas casi tan demoníacas cómo las que se le ocurren a mi madre estos días.
– Desearíamos ver a la querida señora Healey esta mañana, si nos lo permites, Richard -dijo Lowell muy educadamente-. El señor Fields pensaba que podríamos tratar con ella sobre un libro conmemorativo en honor del juez presidente, y que podría editar Ticknor y Fields.
Era costumbre que los parientes, incluso los lejanos, visitaran a la familia de los recién fallecidos, pero el editor necesitaba un pretexto.
Richard Healey dibujó en su boca enorme una curva amigable. -Me temo que sea imposible visitarla, primo Lowell. Hoy tiene uno de sus días malos. Guarda cama.
– Vaya, no sabía que estuviera enferma -dijo Lowell inclinándose hacia delante con un toque de curiosidad malsana.
Richard Healey dudó y compuso una serie de parpadeos.
– No físicamente, al menos según los doctores. Pero ha desarrollado una manía que me temo haya empeorado las últimas semanas y también puede considerarse algo físico. Siente una presencia constante sobre ella. Perdón por expresarme vulgarmente, caballeros, pero cree que algo se arrastra sobre su carne, e insiste en que debe rascarse y ahondar en su piel, por más que el diagnóstico atribuye eso a imaginación.
– ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarla, mi querido HE ley? -preguntó Fields.
– Encontrar al asesino de mi padre -respondió Healey esbozando una sonrisa triste.
Se dio cuenta, con cierta incomodidad, de que los dos hombres reaccionaban con miradas aceradas. Lowell deseaba ver dónde se había descubierto el cadáver de Artemus Healey. Richard Healey puso obstáculos a tan extraña demanda; pero, considerando las excentricidades de Lowell, atribuibles a la sensibilidad poética, acompañó a los dos hombres al exterior. Salieron por la puerta trasera de la mansión pasaron el jardín de flores y se internaron en el prado que conducía a la orilla del río. Healey se dio cuenta de que James Russell Lowell caminaba con sorprendente rapidez, con una zancada atlética que no se esperaría en un poeta.
Un viento fuerte llevó granos de arena fina a la barba y a la boca de Lowell. Con su gusto áspero en la lengua y un quiebro en la garganta, y con la imagen de la muerte de Healey en la mente, a Lowell se le representó una idea muy vívida.
Los tibios del canto tercero de Dante no escogen ni el bien ni mal; de ahí que sean rechazados a la vez por el cielo y por el infierno. Así pues, se les sitúa en una antecámara, no en el infierno propiamente dicho, y allí esas sombras cobardes flotan desnudas siguiendo un estandarte blanco, puesto que se habían negado a seguir una línea de acción en vida. Incesantemente padecen picaduras de tábanos y avispas, su sangre se mezcla con la sal de sus lágrimas y alimenta, a sus pies, a repugnantes gusanos. Esta carne pútrida da origen a más moscas y gusanos. Moscas, avispas y larvas eran los tres tipos de insectos hallados en el cuerpo de Artemus Healey.
Para Lowell, eso demostraba algo acerca de su asesino, que lo hacía real.
– Nuestro Lucifer sabía cómo transportar esos insectos -había dicho Lowell.
Hubo una reunión en la casa Craigie la primera mañana de su investigación, con el pequeño estudio inundado de periódicos y los dedos de todos manchados de tinta y de sangre después de pasar demasiadas páginas. Fields, revisando las notas que Longfellow había tomado en un diario, quería saber por qué Lucifer, nombre que Lowell había dado al adversario del grupo, escogió a Healey entre los tibios.
Lowell se tocaba pensativamente una de las guías de su bigote en forma de colmillo de morsa. Adoptaba un tono plenamente pedagógico cuando sus amigos se convertían en su audiencia.
– Bien, Fields; la única sombra que Dante individualiza en este grupo de tibios o neutrales es, según dice, la que consumó el gran rechazo. Debe tratarse de Poncio Pilato, pues fue él quien opuso el gran rechazo (el acto de neutralidad más terrible de la historia cristiana), cuando ni autorizó ni impidió la crucifixión del Salvador. De la misma manera, al juez Healey se le pidió que asestara un buen golpe a la Ley de Esclavos Fugitivos y no hizo nada al respecto. Devolvió a Savannah al esclavo huido Thomas Sims, que era sólo un muchacho, y allí fue azotado hasta sangrar y luego paseado por la ciudad para mostrar sus heridas. Y el viejo Healey no paraba de rezongar que no le correspondía a él quebrantar una ley aprobada por el Congreso. ¡No! En nombre de Dios, eso nos correspondía a todos nosotros.
– No existe solución conocida para el rompecabezas de este gran rifuto, el gran rechazo. Dante no da ningún nombre -convino Longfellow, apartando la gruesa columna de humo del cigarro de Lowell.
– Dante no puede nombrar al pecador -insistió apasionadamente Lowell-. Estas sombras que ignoraron la vida, «que nunca estuvieron vivas», como dice Virgilio, deben ser ignoradas en la muerte, mortificadas sin tregua por las criaturas más viles e insignificantes. Ése es su contrapasso, su castigo eterno.
– Un erudito holandés ha sugerido que esa figura no es Poncio Pilato, mi querido Lowell, sino más bien el joven de Mateo 19, 22, a quien se ofrece la vida eterna y la rechaza -dijo Longfellow-. El señor Greene y yo nos inclinamos por atribuir el gran rechazo al papa Celestino V, otro hombre que optó por un camino neutral al renunciar al solio pontificio, dando paso de este modo al ascenso del corrupto papa Bonifacio, responsable último del destierro de Dante.
– ¡Eso es limitar demasiado el poema de Dante a las fronteras de Italia! -protestó Lowell-. Típico de nuestro querido Greene. Es Pilato, casi puedo verlo ante nosotros, ceñudo, como debió de verlo Dante.
Fields y Holmes habían guardado silencio durante esta conversación. Ahora Fields manifestó amablemente, pero no sin reproche, que su trabajo no debía convertirse en una sesión del club. Tenían que encontrar la mejor manera de entender aquellas muertes, y para eso no debían limitarse a leer los cantos que daban pie a las muertes, sino meterse en ellos.
En ese momento, Lowell se mostró temeroso por primera vez ante lo que pudiera resultar de todo aquello.
– Bien, ¿qué es lo que sugiere?
– Debemos ver personalmente -dijo Fields-dónde se originaron las visiones de Dante.
Ahora, mientras avanzaba por la finca de los Healey, Lowell agarró por el brazo a su editor.
– Come la rena quando turbo spira -susurró. Fields no comprendió.
– Dígalo otra vez, Lowell.
Lowell se adelantó apresuradamente y se detuvo donde la oscura línea de cieno daba paso a un círculo de arena blanda y ligera. Se inclinó.
– ¡Aquí! -exclamó triunfalmente.
Richard Healey, que lo seguía a corta distancia, dijo:
– Sí, sí. -Cuando su mente comprendió, adoptó una expresión de pasmo-. ¿Cómo lo has sabido, primo? ¿Cómo has sabido que es aquí donde fue hallado el cadáver de mi padre?
– Oh -replicó Lowell disimulando-. Era fáciclass="underline" tú parecías moderar el paso cuando yo he preguntado «¿Es aquí?». -Y volviéndose a Fields en busca de apoyo-: ¿Verdad que iba más despacio?
– Así lo creo, señor Healey -se apresuró a corroborar Fields, tomando aliento.
Richard Healey no creía haber acortado el paso.
– Ah, bien, pues la respuesta es sí -dijo, dando a entender que no ocultaba que se sentía impresionado por la intuición de Lowell y que ésta le inspiraba cautela-. Es aquí, en concreto, donde ocurrió, primo. En la parte más endiabladamente fea de nuestro terreno -añadió con amargura.
Era la única parte del prado donde nada podía crecer. Lowell pasó el dedo por la arena.