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Pasó corriendo junto a Fields.

– ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ocurre? -preguntó Fields.

– ¡Vaya con el montaplatos! Necesito encontrar el estudio. Quédese aquí y vigile, asegúrese de que el joven Healey aún no vuelve -dijo Lowell.

– Pero, Lowell -protestó Fields-, ¿qué hago si regresa?

Lowell no contestó, y alargó la nota al editor.

El poeta recorrió a toda prisa las salas, mirando por las puertas abiertas hasta que encontró una bloqueada por un sofá. Lo apartó y se coló dentro con rapidez. La habitación se había limpiado, pero someramente, como si en medio de la operación la perspectiva de permanecer allí hubiera sido demasiado dolorosa para Nell Ranney o para alguna de las sirvientas más jóvenes. Y no precisamente porque fuera allí donde Healey murió, sino por el recuerdo del juez Healey vivo, contenido en la fragancia del cuero de los viejos libros.

Lowell podía oír los gemidos de Ednah Healey, que le llegaban desde arriba en un terrible crescendo, y trató de ignorar que estaban en una casa mortuoria.

Fields, de pie en el vestíbulo, solo, leyó la nota escrita por Nell Ranney: Me dijeron que esto debo guardármelo para mí, pero no puedo, y no sé a quién decírselo. Cuando llevé al juez Healey a su estudio, murmuró en mis brazos antes de morir. ¿Puede ayudarme alguien?

– ¡Santo Dios! -exclamó Fields, dejando caer involuntariamente la nota-. ¡Aún estaba vivo!

En el estudio, Lowell se arrodilló y acercó la cabeza al suelo.

– Aún estaba usted vivo -murmuró-. El gran rechazador. Por eso lo eliminaron. -Hablaba como dirigiéndose con amabilidad a Artemus Healey-. ¿Qué le dijo Lucifer? Usted trató de decirle algo a su criada cuando lo encontró. ¿O trataba de preguntarle algo?

Todavía vio motas de sangre en el pavimento. Y vio algo más a lo largo de los bordes de la alfombra: larvas semejantes a gusanos aplastadas, partes de extraños insectos que Lowell no reconoció; las alas y los tórax de unos pocos de los insectos de ojos ígneos que Nell Ranney había despanzurrado sobre el cuerpo del juez Healey. Revolvió en el atestado escritorio de Healey hasta que encontró una lupa, y con ella enfocó los insectos. También ellos tenían restos de la sangre del juez.

De repente, de debajo de unos montones de papeles, detrás de la mesa escritorio, surgieron cuatro o cinco moscas de ojos de fuego y enfilaron en hilera hacia Lowell.

Jadeó estúpidamente y tropezó con una pesada butaca, se golpeó la pierna con un paragüero de hierro colado y cayó al suelo. Se apoderó de Lowell la sed de venganza, y descargó metódicamente un pesado libro ' de derecho sobre cada una de las moscas.

– No vayáis a creer que podéis meterle miedo a un Lowell.

Entonces sintió una leve picazón por encima del tobillo. Una mosca se había deslizado por dentro de la pernera del pantalón, y cuando Lowell la levantó, la mosca, desorientada, fue de un lado para otro tratando de escapar. Lowell la aplastó contra la alfombra con el tacón de la bota, experimentando un placer infantil. En ese momento advirtió una abrasión roja inmediatamente encima del tobillo, allá donde se había golpeado con el paragüero.

– ¡Malditas seáis! -exclamó dirigiéndose a la difunta infantería de moscas.

Se paró en seco al observar que las cabezas de las moscas parecían tener expresiones de hombres muertos. Fields murmuró desde fuera que se diera prisa. Lowell, con la respiración entrecortada, ignoró las advertencias hasta que se oyeron pasos y voces procedentes del piso superior.

Lowell sacó su pañuelo, bordado por Fanny Lowell con las iniciales JRL, y recogió los insectos que acababa de matar, así como otras partes de insectos que pudo encontrar. Guardándose ese cargamento en la chaqueta, corrió fuera del estudio. Fields lo ayudó a mover de nuevo el sofá a su lugar cuando ya se acercaban las voces de sus atribulados primos.

El editor estaba ansioso de noticias.

– Bien, bien, Lowell. ¿Ha encontrado algo?

Lowell dio unos golpecitos sobre el bolsillo, donde llevaba el pañuelo.

– Testigos, mi querido Fields.

IX

La semana siguiente al funeral de Elisha Talbot, todos los ministros de Nueva Inglaterra hicieron, en sus predicaciones, un elogio de su fallecido colega. El siguiente domingo, los sermones se centraron en el mandamiento de no matar. Cuando los asesinatos de Talbot y de Healey no parecían hallarse cerca de su resolución, los clérigos de Boston predicaban sobre cada pecado cometido desde antes de la guerra, y culminaban con la fuerza del Juicio Final, invectivas contra el trabajo inútil del departamento de policía y una hipnótica fogosidad que hubiera hecho llorar de orgullo a Talbot, el viejo tirano del púlpito de Cambridge.

Los periodistas preguntaban cómo podía asesinarse sin consecuencias a dos prominentes ciudadanos. ¿Adónde había ido a parar el dinero que el pleno municipal había votado para mejorar la eficacia de la policía? A los relucientes números de plata de los uniformes de los oficiales, según escribía sardónicamente un periódico. ¿Por qué la ciudad había aprobado la petición de Kurtz de que se permitiera a los agentes portar armas, si no podían encontrar a delincuentes contra los que utilizarlas?

Nicholas Rey leía con interés esa y otras críticas en su escritorio de la comisaría central. En efecto, el departamento de policía estaba experimentando algunos progresos reales. Se instalaron timbres de alarma para convocar a toda la fuerza policial, o a parte de ella, a cualquier sección de la ciudad. El jefe había dispuesto también centinelas y escoltas para suministrar constantes informes a la comisaría central, donde todos los policías permanecían a la espera de la mínima señal de un potencial problema.

Kurtz preguntó en privado al patrullero Rey por su valoración de los asesinatos. Rey consideró la situación. Tenía el raro don en un hombre de permitirse el silencio antes de hablar, de manera que decía exactamente lo que se proponía:

– Cuando un soldado era capturado tratando de desertar del ejército, toda la división formaba en un campo, donde había una tumba abierta y un ataúd junto a ella. El desertor marchaba ante nosotros con un capellán a su lado y se le ordenaba sentarse sobre el ataúd, donde se le vendaban los ojos y se le ataban las manos. Un pelotón de ejecución compuesto por sus propios compañeros permanecía formado y a la espera de la voz de mando. Atentos, apunten… A la voz de fuego, caía muerto dentro del ataúd y era enterrado en el lugar, sin ninguna señal en el suelo. Y nos volvíamos, arma al hombro, al campamento…

– ¿A Healey y Talbot se les puso como ejemplo de algo?

Kurtz parecía escéptico.

– Al desertor podían haberle disparado fácilmente en la tienda del general de brigada o en los bosques, o haberlo hecho comparecer ante un consejo de guerra. La escenificación pública tenía por objeto mostrarnos que el desertor era abandonado como él abandonó nuestras filas. Los dueños de esclavos utilizaban tácticas similares para dar ejemplo a los esclavos que trataban de escapar. El hecho de que Healey y Talbot fueran asesinados podría ser algo secundario. Lo primero y principal a lo que nos enfrentamos es el castigo a esos hombres. Se supone que estamos formados y observamos.

Kurtz se sentía fascinado pero no se daba por vencido.

– Supongamos que es así. Pero ¿castigos de quién, patrullero? ¿Y por qué errores? Si alguien quería darnos lecciones con esos actos, lo lógico es que hubiera actuado de modo que pudiéramos comprenderlos. El cuerpo desnudo abandonado bajo una bandera. Los pies quemados. ¡Eso no tiene ningún sentido!

– ¿Qué sabe usted de Oliver Wendell Holmes? -preguntó Rey a Kurtz durante otra conversación, mientras escoltaba al jefe de policía bajando las escaleras del Parlamento del estado, camino del carruaje que los aguardaba.

– Holmes -repitió Kurtz, encogiéndose de hombros, indiferente-. Poeta y médico. Un tábano social. Era amigo del profesor