Webster, aquel al que ahorcaron. Uno de los últimos en admitir la culpabilidad de Webster. Pero no ha sido de mucha ayuda en la indagatoria de Talbot.
– No, no lo ha sido -admitió Rey, pensando en el nerviosismo de Holmes a la vista de los pies de Talbot-. Creo que no se encontraba bien, que padece asma.
– Sí, asma mental.
Tras el descubrimiento del cadáver de Talbot, Rey mostró al jefe Kurtz las dos docenas de trozos de papel que recogió del suelo cerca de la tumba vertical de Talbot. Eran cuadraditos, cada uno de ellos no mayor que la cabeza de un clavo de tapicería, conteniendo al menos una letra impresa y algunos de ellos mostrando también en el reverso signos de impresión claramente discernibles. Algunos estaban manchados y era imposible reconocer lo que tenían escrito, a causa de la humedad constante de la bóveda. Kurtz se sorprendió del interés de Rey por la basura. Eso era un punto desfavorable en la confianza general que tenía en su patrullero mulato.
Pero Rey dispuso los trozos de papel cuidadosamente sobre la mesa. Aquellos desperdicios tenían importancia, y estaba seguro de que significaban algo; tan seguro como en el caso del susurro del saltador. Pudo identificar el contenido de doce de los fragmentos: e, di, ca, t, L, vic, B, as, im, n, y y otra e. Uno de los manchados contenía la letra g, aunque igualmente podía ser una q.
Cuando Rey no llevaba al jefe Kurtz a entrevistas con conocidos de los fallecidos o a reuniones con capitanes de comisarías, robaba unos minutos libres para sacar los papelitos del bolsillo del pantalón y esparcirlos por una mesa. En ocasiones podía formar palabras y anotaba puntualmente en una libreta las frases que surgían. Apretaba sus ojos dorados y luego los abría mucho con la esperanza inconsciente de que las letras se ordenaran por sí mismas para explicar lo que había pasado o lo que debía hacerse, como las tablillas de los espiritistas que, según se decía, deletreaban las palabras de los muertos cuando las manejaba un médium lo bastante dotado. Una tarde, Rey colocó las palabras finales del saltador de la comisaría, al menos tal como el patrullero las había trascrito, en medio del nuevo revoltijo de letras, esperando que las dos voces perdidas tuvieran algo en común.
Contaba con una agrupación favorita para los fragmentos sueltos de letras: I cant die as im… (No puedo morir como im…) Rey siempre se atascaba en este punto, pero ¿no había salida? Probó con otra combinación: Be vice as I… (Ser vicio como yo…) ¿Qué hacer con aquel trozo con la g o la q?
La comisaría central se inundaba a diario de cartas de las que se esperaba respondieran a todas las preguntas, con tal de que mostraran el mínimo rasgo de credibilidad. El jefe Kurtz asignó a Rey la tarea de revisar esa correspondencia, en parte para mantenerlo alejado de la «basura».
Cinco personas aseguraban haber visto al juez presidente Healey en el Music Hall una semana antes del descubrimiento de su castigado cuerpo. Rey localizó al asombrado sujeto en cuestión por el número de la butaca de su abono para la temporada. Era un pintor de carruajes de Roxbury con una masa de indómitos rizos algo parecidos a los del juez. Una carta anónima informaba a la policía de que el asesino del reverendo Talbot, conocido y pariente lejano del remitente, embarcó a Liverpool, con un gabán tomado sin permiso, y allí lo trataron de manera indecente y nunca se había vuelto a saber de él (y el abrigo cabe suponer que jamás volvió a manos de su legítimo dueño). Otra nota aseguraba que una mujer confesó espontáneamente en una sastrería haber asesinado al juez Healey en un rapto de celos, y que luego huyó en tren a Nueva York, donde podía encontrársela en uno de los cuatro hoteles que se detallaban.
Pero cuando Rey abrió una nota anónima que constaba de dos frases, experimentó la estimulante sensación de haber hecho un descubrimiento. El papel y el sobre eran de buena calidad, y el mensaje estaba escrito con una caligrafía gruesa y de trazo deficiente, un discreto disfraz de la verdadera escritura del remitente:
Caven más hondo en el hoyo del reverendo Talbot. Algo quedó olvidado bajo su cabeza.
La nota estaba firmada así: «Respetuosamente, un ciudadano de esta ciudad.»
– ¿Algo olvidado? -comentó Kurtz en tono de mofa.
– Aquí no hay nada que probar ni historia inventada -replicó Rey con un entusiasmo que no le era característico-. El autor sencillamente tiene algo que decir. Y recuerde: los relatos de los periódicos
diferían ampliamente acerca de lo que le ocurrió a Talbot. Ahora debemos utilizar eso como una ventaja. Esta persona conoce las verdaderas circunstancias, o, al menos, que Talbot fue enterrado en un hoyo y que estaba cabeza abajo. Mire aquí, jefe. -Rey leyó en voz alta y señaló-: «Bajo su cabeza.»
– Rey, ¡con la cantidad de problemas que tengo! El Transcript encontró a alguien en el ayuntamiento que confirmó que Talbot fue hallado con las ropas en un montón, como Healey. Mañana lo publicará, y toda esta maldita ciudad sabrá que nos las estamos viendo con un único asesino. La gente no se va a poner a exclamar «¡un delito!»; va a querer el nombre de alguien. -Kurtz volvió a mirar la carta-. Bien, supongamos que esta carta nos dice que podríamos encontrar «algo» en el agujero de Talbot. ¿Por qué, entonces, su ciudadano no acude a la comisaría y me dice a la cara lo que sabe?
Rey no contestó.
– Déjeme echar un vistazo en la bóveda, jefe Kurtz. Kurtz sacudió la cabeza.
– Ya se ha enterado usted de cómo nos han puesto desde todos los malditos púlpitos de la comunidad, Rey. ¡No podemos ir a cavar en la bóveda de la Segunda Iglesia en busca de recuerdos imaginarios!
– Dejamos el agujero intacto cuando el suceso, y se requeriría una inspección más a fondo -argumentó Rey.
– Basta. No quiero oír una palabra más sobre eso, patrullero.
Rey asintió, pero su expresión de certidumbre no cedió. Las obstinadas negativas del jefe Kurtz no podían competir con la convencida desaprobación silenciosa de Rey. Avanzada la tarde, Kurtz echó mano del gabán, se encaminó al escritorio de Rey y le ordenó:
– Patrullero, Segunda Iglesia Unitarista, en Cambridge.
Un nuevo sacristán, un caballero con aspecto de comerciante, con patillas pelirrojas, los acompañó dentro. Les explicó que su predecesor, el sacristán Gregg, se había sumido en una desesperación cada vez mayor desde que descubrió el cadáver de Talbot, y que renunció al puesto para cuidar de su salud. El sacristán buscó torpemente las llaves de las bóvedas subterráneas.
– Será mejor que de aquí salga algo -advirtió Kurtz a Rey cuando el hedor de la bóveda llegó hasta ellos.
Y salió.
Después de sólo unos pocos golpes con una pala de mango largo, Rey desenterró la bolsa con el dinero, exactamente donde Longfellow y Holmes la habían vuelto a enterrar.
– Mil. Exactamente mil, jefe Kurtz -dijo Rey contando el dinero bajo la viva luz de una linterna de gas. Luego, habiendo visto algo notable, añadió-: Jefe, jefe Kurtz, la comisaría de Cambridge… La noche en que fue encontrado el cadáver de Talbot. ¿Se acuerda usted de lo que nos dijeron? El reverendo denunció que le habían robado la caja fuerte el día anterior al asesinato.
– ¿Cuánto se llevaron de su caja?
Rey señaló el dinero con un movimiento de cabeza.
– Mil. -Kurtz suspiró e hizo un gesto de incredulidad-. Bien, yo no sé si esto nos ayuda o confunde aún más el asunto. ¡No me puedo creer que Langdon W. Peaslee o Willard Burndy reventaran la caja fuerte de un ministro una noche y se lo cargaran la siguiente y, suponiendo que lo hicieran, que dejaran el dinero para que Talbot disfrutara de él en la tumba!
Fue entonces cuando Rey casi tropezó con un ramo de flores, el recuerdo dejado allí por Longfellow. Lo cogió y se lo mostró a Kurtz.
– No, no, yo no he dejado entrar a nadie más en estas bóvedas -aseguró el nuevo sacristán, una vez de regreso en la sacristía-. Han estado cerradas desde el… suceso.