– Quizá su predecesor lo hiciera. ¿Sabe usted dónde podemos encontrar al señor Gregg? -preguntó el jefe Kurtz.
– Aquí mismo. Todos los domingos, con absoluta seguridad.
– Bien. Cuando vuelva quiero que le diga que se ponga en contacto con nosotros inmediatamente. Aquí tiene mi tarjeta. Si permitió que alguien entrara ahí, debemos saberlo.
De nuevo en comisaría, había mucho que hacer. El patrullero de Cambridge a quien el reverendo Talbot había denunciado el robo debía ser interrogado de nuevo; tenían que seguir el rastro de los billetes a través de los bancos para confirmar que provenían de la caja fuerte de Talbot; indagar en el vecindario de Talbot para dar con algún dato relativo a la noche en que su caja fue violentada; y conseguir que un perito calígrafo analizara la nota que había suministrado la información.
Rey podía advertir que Kurtz experimentaba genuino optimismo, probablemente por vez primera desde que le comunicaron la muerte de Healey. Estaba casi aturdido.
– Esto es lo que caracteriza a un buen policía, Rey, un toque de instinto. A veces es todo cuanto tenemos. Se desvanece con cada decepción en la vida y en la carrera, me temo. Yo hubiera tirado esa nota junto con los demás desperdicios, pero usted no. Dígame, ¿qué deberíamos hacer que no hayamos hecho?
Rey sonrió agradecido.
– Debe haber algo. Vamos, vamos.
– A usted no le gustará lo que voy a decirle, jefe -respondió Rey. Kurtz se encogió de hombros.
– Siempre que no se trate de sus malditos trozos de papel.
Por lo general, Rey rehusaba los favores, pero había algo que anhelaba. Caminó hasta la ventana, que enmarcaba los árboles del exterior de la comisaría, y los miró.
– Hay un peligro que no podemos percibir, jefe. Alguien a quien trajeron a nuestra comisaría lo antepuso a su propia vida. Quiero saber quién era el que murió en nuestro patio.
Oliver Wendell Holmes se sentía feliz por tener una tarea apropiada para él. No era entomólogo ni naturalista, y se interesaba por el estudio de los animales sólo en la medida en que revelaban más acerca de las interioridades de los seres humanos y, más específicamente, de él mismo. Pero dos días después de que Lowell le entregara la mezcolanza de insectos y larvas aplastados, el doctor Holmes había reunido todos los libros sobre insectos que pudo encontrar en las mejores bibliotecas científicas de Boston, e inició detenidos estudios.
Mientras tanto, Lowell concertó una cita con la criada de los Healey, Nell, en casa de su hermana, en las afueras de Cambridge. Ella le contó cómo fue el hallazgo del juez presidente Healey, cómo pareció querer hablar y sólo pudo barbotear antes de morir. Ella cayó de rodillas al oír la voz de Healey, como si la hubiera tocado algún poder divino, y se alejó caminando a gatas.
En cuanto al descubrimiento en la iglesia de Talbot, el club Dante decidió que la policía debía desenterrar por sí misma el dinero depositado en la bóveda. Holmes y Lowell se mostraban contrarios. Holmes, por miedo, y Lowell, por un sentimiento de posesión. Longfellow animó a sus amigos a no considerar la policía un rival, aunque podía resultar peligroso que tuviera conocimiento de sus actividades. Todos trabajaban con una misma finalidad: detener los asesinatos. Pero el club Dante trabajaba principalmente con lo que podía encontrar en sentido literal, y la policía, con lo que podía encontrar físicamente. Así, después de volver a enterrar la bolsa con sus despreciados mil dólares, Lowell compuso una sencilla nota dirigida a la oficina del jefe de policía: Caven más hondo… Esperaban que alguien en la comisaría, con ojo perspicaz, viera la nota y comprendiera lo suficiente, y quizá descubriera algo más sobre el crimen.
Cuando Holmes hubo finalizado su estudio de los insectos, Longfellow, Fields y Lowell se reunieron en su casa. Aunque desde las ventanas de su estudio Holmes podía ver llegar al 21 de la calle Charles a todos los visitantes, gustaba de la formalidad de que su sirvienta irlandesa acomodara a los recién llegados en el pequeño gabinete de recepción y luego subiera a anunciárselos. Entonces se apresuraba a bajar las escaleras.
– ¿Longfellow? ¿Fields? ¿Lowell? ¿Están ustedes aquí? ¡Suban, suban! Les voy a enseñar mi trabajo.
El exquisito estudio estaba más ordenado que la mayoría de las habitaciones de los autores, con libros alineados desde el suelo hasta el techo, muchos de ellos -considerando la estatura de Holmes-accesibles sólo con la escalera corrediza que había mandado construir. Holmes les mostró su último invento: unos anaqueles al alcance de la mano, en el extremo de la mesa, de tal manera que no había que ponerse de pie para buscar algo.
– Muy bien, Holmes -dijo Lowell, que miraba en dirección a los microscopios.
Holmes preparó un portaobjeto.
– Desde que existen los seres vivos, la naturaleza ha colocado en todos sus logros esta inscripción limitadora: PROHIBIDA LA ENTRADA. Si algún observador fisgón se aventuraba a espiar en los misterios de sus glándulas, canales y fluidos, ella cubría su obra con nieblas cegadoras y halos desconcertantes, como las deidades antiguas.
Explicó que los especimenes eran larvas de las que salían moscas azules, tal como Barnicoat, el forense de la ciudad, había dicho el día en que fue descubierto el cadáver. Este tipo de mosca pone los huevos en tejido muerto. Los huevos se transforman en larvas que comen carne en descomposición, y se transforman a su vez en moscas, y así el ciclo se reanuda.
Fields, balanceándose en una de las butacas de Holmes, replicó:
– Pero Healey dijo algo antes de morir, según esa criada. ¡Eso significa que aún estaba vivo! Aunque supongo que sólo le quedaba un hilillo de vida. Cuatro días después de que fuera atacado… y todas las cavidades de su cuerpo estaban repletos de larvas.
Holmes hubiera sentido repulsión sólo con pensar en aquel sufrimiento, si la idea no hubiera sido tan fantástica. Sacudió la cabeza:
– Afortunadamente para el juez Healey y para la humanidad, eso no puede ser. En todo caso, aunque sólo hubiera habido un puñado de larvas, digamos cuatro o cinco, en la superficie de la cabeza herida, hubiera sido precisa la presencia de algo de tejido muerto, y él no habría permanecido con vida. Con las larvas alimentándose en su interior en las cantidades masivas de las que se ha informado, todo el tejido debía estar muerto. Así que él debía estar muerto.
– Tal vez la criada ve fantasmas -sugirió Longfellow, al advertir la expresión derrotada de Lowell.
– Si la hubiera usted visto, Longfellow -dijo Lowell-. Si hubiera visto el brillo de sus ojos, Holmes… ¡Fields, usted estaba allí! Fields asintió, aunque ahora estaba menos seguro: -Vio algo terrible o creyó haberlo visto.
Lowell se cruzó de brazos, en un gesto de desaprobación. -Ella es la única que lo sabe, por Dios. Yo la creo. Debemos creerla.
Holmes habló con autoridad. Sus hallazgos al menos aportaban cierto orden -cierta razón-a sus actividades.
– Lo siento, Lowell. Ciertamente, ella vio algo horrible: el estado en que se hallaba Healey. Pero esto, esto es ciencia.
Más tarde, Lowell tomó el tranvía de caballos de regreso a Cambridge. Avanzaba bajo un dosel escarlata de arces, contrariado por su incapacidad para evitar que el relato de la criada fuera descartado, cuando Phineas Jennison, el gran príncipe del comercio bostoniano, pasó en su lujosa berlina. Lowell frunció el ceño. No estaba de humor para tener compañía, aunque en parte también ansiaba distraerse.
– ¡Hola! ¡Venga esa mano!
Y Jennison extendió su bien confeccionada manga fuera de la ventanilla, al tiempo que sus finos caballos bayos acortaban el paso hasta reducirlo a un despreocupado trote.
– Mi querido Jennison…
– ¡Oh, qué placer estrechar la mano de un viejo amigo! -dijo Jennison con sinceridad.