Aunque no apretaba la mano como Lowell, que parecía atornillarla, se la dio de la forma más bien ávida de los negociantes bostonianos, algo parecido a como se agita una botella. Se apeó y llamó con los nudillos a la portezuela verde del vehículo público, para que su conductor se detuviera.
El brillante gabán blanco de Jennison estaba descuidadamente abotonado, descubriendo una levita rojo oscuro sobre un chaleco de terciopelo verde. Tomó a Lowell del brazo.
– ¿Va usted a Elmwood?
– Me ha pillado usted, milord.
– Dígame, la corporación a la que usted acusa, ¿aún le permite dar esa clase suya sobre Dante? -preguntó Jennison, con una seria preocupación reflejada en su frente voluntariosa.
– Supongo que ha cedido un poco, afortunadamente -respondió Lowell suspirando-. Sólo espero que no interprete como una victoria suya el hecho de que haya suspendido esa clase.
Jennison se detuvo en mitad de la calle, pálido el rostro. Hablaba en voz baja, apoyando la palma de la mano en la barbilla con su hoyuelo.
– ¿Lowell? ¿Es éste el Jemmy Lowell que fue expulsado a Concord por desobediencia cuando estaba en Harvard? ¿Qué hay del enfrentamiento con Manning y con la corporación en nombre de los futuros genios de Estados Unidos? Usted debe actuar o ellos…
– No hay nada que hacer con esos detestables colegas -le aseguró Lowell-. En este momento debo dedicarme a algo que reclama mi total atención, y no puedo ocuparme de seminarios. Me limito a mis clases ordinarias.
– ¡Un gato doméstico no servirá si lo que uno quiere es un tigre de Bengala! -comentó Jennison agitando la mano, satisfecho por haber dado con una imagen más bien poética.
– No es mi línea, Jennison. Yo no sé cómo trata usted a los hombres como los de la corporación. Pero hay que vérselas con holgazanes y estúpidos a cada paso.
– ¿Y son distintos los del mundo de los negocios? -Jennison desplegó su enorme sonrisa-. Aquí está el secreto, Lowell. Usted arma una bronca hasta que consigue lo que anda buscando, de eso se trata. Usted sabe lo que es importante, lo que debe hacerse, ¡y todo lo demás puede irse al diablo! -añadió con furia-. Ahora, si yo pudiera ser de alguna ayuda en su lucha, si pudiera ayudar de algún modo…
Lowell estuvo tentado, por un breve segundo, de contárselo todo a Jennison y pedirle ayuda, aunque no supo exactamente por qué. El poeta era pésimo en materia de finanzas, siempre barajando su dinero entre inversiones desafortunadas, de tal manera que le parecía que los hombres de negocios de éxito poseían poderes sobrenaturales.
– No, no, he encontrado más ayuda para mis luchas de lo que una buena conciencia se permitiría, pero se lo agradezco igualmente. -Lowell dio unas palmaditas en el hombro del millonario, cubierto de paño fino-. Además, el joven Mead estará agradecido por dejarlo descansar de Dante.
– Toda buena batalla necesita un aliado fuerte -dijo Jennison, decepcionado. Luego pareció como si quisiera revelar algo y no pudiera-. He observado al doctor Manning. No detendrá su campaña, así que usted nunca podrá parar. No confíe en lo que ellos le digan. Recuerde que se lo advertí.
Lowell percibió una negra nube de ironía después de hablar de la clase que había luchado por conservar durante tantos años. Sintió más tarde la misma embarazosa confusión que el día en que atravesó las blancas puertas de madera de Elmwood, camino de la casa de Longfellow.
– ¡Profesor!
Lowell se volvió y vio a un joven, con el negro frac propio de los universitarios, corriendo, con los puños arriba, los codos pegados a los costados y la boca con expresión grave.
– Señor Sheldon. ¿Qué está usted haciendo aquí?
– Tengo que hablar con usted en seguida.
El estudiante de primer año jadeaba a causa del esfuerzo. Longfellow y Lowell habían pasado la última semana confeccionando listas de todos sus antiguos estudiantes de Dante. No podían utilizar los archivos oficiales de Harvard, pues con eso se arriesgarían a llamar la atención. Fue una tarea particularmente laboriosa para Lowell, que había perdido sus archivos y sólo recordaba unos pocos nombres y ningún período concreto de tiempo. Incluso un estudiante de unos pocos años antes podía recibir la felicitación más calurosa después de encontrarse en la calle con Lowell.
– ¡Mi querido muchacho! -Y a continuación-: ¿Cómo se llamaba?
Afortunadamente, sus dos estudiantes actuales, Edward Sheldon y Pliny Mead, quedaron de inmediato al abrigo de cualquier posible sospecha, pues Lowell les había estado dando clase en su seminario sobre Dante coincidiendo (según sus más ajustados cálculos) con el asesinato del reverendo Talbot.
– Profesor Lowell. ¡He recibido este aviso en mi buzón! -Sheldon deslizó una hojita de papel en la mano de Lowell-. ¿Una equivocación?
Lowell lo miró con indiferencia.
– No es una equivocación. Tengo algunos asuntos que resolver, los cuales ocuparán todo mi tiempo, pero sólo una o dos semanas, o eso espero. No me cabe duda de que usted está lo bastante ocupado como para apartar a Dante de su mente durante ese período.
Sheldon sacudió la cabeza, desanimado.
– Pero ¿qué hay de lo que usted nos dice siempre? ¿Se ha ampliado su círculo de admiradores hasta el punto de inducirlo a dar un respiro al errabundo Dante? ¿No ha cedido usted ante la corporación? ¿No está usted cansado del estudio de Dante, profesor? -lo apremiaba el estudiante.
Lowell sintió que temblaba ante la pregunta.
– ¡No conozco a ningún ser pensante que pueda cansarse de Dante, mi joven Sheldon! Pocos hombres tienen criterio suficiente por sí mismos para penetrar en una vida y una obra de tal profundidad. Cada día lo valoro más como hombre, poeta y maestro. En nuestro tiempo de oscuridad, proporciona la esperanza de una segunda oportunidad. Y hasta que me reúna con el propio Dante en la primera terraza del purgatorio, ¡por mi honor que nunca cederé una pulgada ante los malditos tiranos de la corporación!
Sheldon tragó saliva.
– No olvide mi entusiasmo por continuar con la Commedia.
Lowell pasó el brazo por el hombro de Sheldon y caminó con él.
– Usted conoce, joven, una historia que Boccaccio cuenta sobre una mujer que pasaba frente a una puerta en Verona, donde Dante vivió durante su destierro. Vio a Dante al otro lado de la calle y se lo señaló a otra mujer, diciendo: «Ése es Alighieri, el hombre que va al infierno cuando le place y trae noticias de los muertos.» Y la otra replicó: «Es muy probable. ¿No ves su barba rizada y su rostro oscuro? ¡Yo diría que eso se debe al calor y al humo!»
El estudiante rió a carcajadas.
– Esta conversación -prosiguió Lowell-se dice que hizo sonreír a Dante. ¿Sabe por qué dudo de la veracidad de esa historia, mi querido muchacho?
Sheldon consideró el asunto con la misma expresión seria que tenía durante sus clases sobre Dante. Luego manifestó:
– Quizá, profesor, porque esa mujer de Verona en realidad ignoraba el contenido del poema de Dante, pues sólo un selecto número de personas de su época, sus protectores ante todo, vio el manuscrito antes del final de su vida, e incluso, entonces, sólo en pequeños fragmentos.
– Yo no creo ni por un segundo que Dante sonriera -replicó Lowell satisfecho.
Sheldon fue a responder, pero Lowell levantó su sombrero y reanudó su camino hacia la casa Craigie.
– ¡Recuerde mi deseo! -gritó Sheldon tras él.
El doctor Holmes, sentado en la biblioteca de Longfellow, se había fijado en un sorprendente grabado en el periódico, iniciativa de Nicholas Rey. La ilustración mostraba al hombre que había muerto en el patio de la comisaría central. El aviso del periódico no daba referencia alguna del incidente. Pero se reproducía el rostro extraviado y consumido del saltador, tal como era poco antes del reconocimiento, y se pedía que cualquier información sobre la familia de aquel hombre se comunicara a la oficina del jefe de policía.
– ¿Cuándo esperan ustedes encontrar a la familia de un hombre antes que al hombre mismo? -preguntó Holmes a los demás-. Cuando está muerto -se respondió a sí mismo.