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Lowell examinó el parecido.

– Un hombre de aspecto muy triste al que no recuerdo haber visto nunca. Y este asunto es lo bastante importante como para que intervenga el jefe de policía. Wendell, creo que tiene usted razón. El chico Healey dijo que la policía aún no ha identificado al hombre que susurró unas palabras al patrullero Rey antes de tirarse por la ventana. Tiene perfecto sentido que hayan querido insertar un aviso en los periódicos.

El editor del periódico debía un favor a Fields. Así que Fields se pasó por su despacho en el centro de la ciudad. Le dijeron que un agente de policía mulato fue quien puso el aviso.

– Nicholas Rey. -Fields encontró esto extraño-. Con todo lo que se ha armado a propósito de Healey y Talbot, parece un poco raro que un policía gaste energías por un vagabundo muerto. -Estaban cenando en casa de Longfellow-. ¿Podrían saber que guarda alguna relación con los crímenes? ¿Podría ese patrullero tener alguna idea de lo que susurró el hombre?

– Es dudoso -dijo Lowell-. Pero, si la tiene, podría encaminarlo hasta nosotros.

A Holmes eso lo puso nervioso.

– ¡Entonces, debemos averiguar la identidad de ese hombre antes que el patrullero Rey!

– Bueno, pues entonces seis brindis por Richard Healey. Sabemos por qué razón el patrullero Rey acudió a nosotros con el jeroglífico -dijo Fields-. Ese saltador fue conducido al reconocimiento policial junto con una horda de otros mendigos y ladrones. Los oficiales debieron de preguntarle sobre el asesinato de Healey. Podemos concluir que ese pobre tipo reconoció a Dante, se asustó, vertió en el oído de Rey algunos versos en italiano del mismo canto que inspiró el asesinato y echó a correr; una carrera que terminó con su caída desde la ventana.

– ¿Qué pudo asustarlo tanto? -preguntó Holmes.

– Podemos confiar en que él no fuera el propio asesino, pues estaba muerto dos semanas antes del crimen del reverendo Talbot -observó Fields.

Lowell se tiró del bigote pensativamente.

– Sí, pero pudo haber conocido al asesino y temería por su relación con él. Probablemente lo conocía muy bien, si ése fue el caso.

– Estaba atemorizado por su conocimiento, como lo hubiéramos estado nosotros. Pero ¿cómo averiguar antes que la policía quién era? -preguntó Holmes.

Longfellow había permanecido silencioso durante esta conversación. Ahora, puntualizó:

– Poseemos dos ventajas naturales sobre la policía para enterarnos de la identidad de ese hombre, amigos míos. Sabemos que reconoció la inspiración de Dante en los terribles detalles del asesinato y que, mientras sufría la crisis, los versos de Dante acudieron directamente a su boca. De todo lo cual podemos deducir la probabilidad de que fuese un mendigo italiano, con buena formación literaria y católico.

Un hombre con barba de tres días y un sombrero calado hasta los ojos y las orejas yacía al pie de la catedral de la Santa Cruz, uno de los templos católicos más antiguos de Boston, tan inmóvil en su postura como una imagen sagrada. Estaba tendido en la posición más cómoda que los huesos humanos pueden permitirse en una acera, y junto a él había un puchero con comida. Un peatón que pasaba le formuló una pregunta, pero él ni siquiera volvió la cabeza, ni mucho menos respondió.

– Señor. -Nicholas Rey se arrodilló junto a él y le acercó el periódico con el grabado del saltador-. ¿Reconoce usted a este hombre, señor?

Ahora el vagabundo volvió los ojos lo suficiente como para mirar. Rey sacó su placa.

– Señor, mi nombre es Nicholas Rey y soy agente de la policía municipal. Es importante que sepa el nombre de este hombre. Ha muerto. No está metido en ningún lío. Por favor, ¿lo conoce usted o sabe de alguien que pudiera conocerlo?

El hombre metió los dedos en su puchero, extrajo un bocado sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, y se lo llevó a la boca. Luego, meneó la cabeza con una breve e impasible negación.

El patrullero Rey echó a andar calle abajo, donde se alineaban ruidosos carretones de comestibles y de carniceros.

Diez minutos después, un tranvía de caballos vació su pasaje en un andén próximo, y dos hombres se acercaron al vagabundo inmóvil. Uno de ellos tenía el mismo periódico doblado para mostrar la misma ilustración.

– Buen hombre, ¿podría decirnos si conoce a esta persona? -preguntó Oliver Wendell Holmes en tono afable.

La insistencia casi bastó para romper la ensoñación del indigente.

Lowell se adelantó.

– ¿Señor?

Holmes empujó de nuevo el periódico frente a él.

– Por favor, díganos si le resulta familiar y seguiremos tranquilamente nuestro camino, buen hombre.

Nada.

– ¿Necesita usted una trompetilla para la sordera? -preguntó Lowell a gritos.

Eso no les hizo adelantar mucho. El hombre tomó de su puchero un trozo de comida irreconocible y lo deslizó al gañote, al parecer sin preocuparse de masticarlo.

– ¿Qué le parece? -preguntó Lowell dirigiéndose a Holmes, que permanecía junto a él-. Tres días con esto, y nada. Este hombre no tenía muchos amigos.

– Ya hemos ido más allá de las Columnas de Hércules en el barrio de moda. Larguémonos.

Holmes había percibido algo en los ojos del vagabundo cuando le mostró el periódico. También descubrió una medalla colgando de su cuello: san Paolino, el patrono de Lucca, Toscana. Lowell siguió la mirada de Holmes.

– ¿De dónde es usted, signore? -preguntó Lowell en italiano.

El interrogado siguió mirando adelante, impasiblemente, pero su boca se abrió.

– Da Lucca, signore.

Lowell dedicó un cumplido a las bellezas de la tierra mencionada. El italiano no manifestó sorpresa por la lengua empleada. Aquel hombre, como todos los italianos orgullosos, había nacido convencido de que el mundo entero hablaría su idioma, así que para él aquello apenas merecía conversación. Lowell repitió entonces las preguntas relativas al hombre del grabado del periódico. El poeta explicó que era importante conocer su nombre, a fin de localizar a su familia y disponer un enterramiento digno.

– Creemos que este pobre tipo también era de Lucca -dijo tristemente en italiano-. Merece ser sepultado en un cementerio católico, con su gente.

El luqués se tomó algún tiempo para considerarlo antes de cambiar trabajosamente de postura, apoyándose en el codo, a fin de señalar con su dedo de extraer la comida la maciza puerta de la iglesia, detrás mismo de donde él se hallaba.

El prelado católico que escuchó sus preguntas componía una figura digna pese a su corpulencia.

– Lonza -dijo, devolviendo el periódico-. Sí, ha estado aquí. Recuerdo que se llamaba Lonza. Sí… Grifone Lonza.

– ¿Lo conoció usted personalmente? -preguntó Lowell, esperanzado.

– Era él quien conocía la iglesia, señor Lowell -respondió el prelado en tono afable-. El Vaticano nos ha confiado un fondo para atender a los inmigrantes. Les hacemos préstamos y damos algo de dinero para el pasaje a quienes necesitan regresar a la patria. Por supuesto que sólo podemos socorrer a un número reducido de personas. -Tenía más que decir, pero se contuvo-. ¿Por qué razón lo andan buscando, caballeros? ¿Por qué han publicado su retrato en el periódico?

– Me temo que ha fallecido, padre. Creemos que la policía ha estado tratando de identificarlo -dijo el doctor Holmes.

– Ah, pues sospecho que ni a mis feligreses ni a los de las iglesias de estos alrededores los van a encontrar ustedes muy dispuestos a hablar con la policía, sea del asunto que sea. Recuerden que la policía no colaboró en absoluto a que se hiciera justicia cuando se quemó hasta los cimientos el convento de las ursulinas. Y cuando hay un delito, se hostiga a los pobres, a los católicos irlandeses -dijo apretando los dientes con una ira apropiada para un clérigo-. Los irlandeses fueron enviados a la guerra a morir por unos negros que ahora les roban los puestos de trabajo, mientras los ricos se quedaron en sus casas a cambio de una pequeña cantidad.