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Holmes quiso decir: «No mi Wendell Junior, padre.» Pero en realidad Holmes había tratado de convencer a Junior para hacer precisamente aquello.

– ¿El señor Lonza quería regresar a Italia? -preguntó Lowell.

– Lo que cada uno quiere en su corazón, no puedo decirlo. Ese hombre vino por comida, que nosotros suministramos con regularidad, y si no recuerdo mal, por algunos pequeños préstamos para mantenerse a flote. Si yo fuera italiano, seguramente querría volver con los míos. La mayoría de nuestros feligreses son irlandeses. Me temo que los italianos no son bienvenidos entre ellos. En todo Boston y sus alrededores hay menos de trescientos italianos, según nuestros cálculos. Son muy pobres, y requieren nuestra simpatía y nuestra caridad. Pero cuantos más inmigrantes haya de otros países, menos empleos habrá para los que ya están aquí. Comprendan ustedes el malestar potencial.

– Padre, ¿sabe usted si el señor Lonza tenía familia? -preguntó Holmes.

El prelado sacudió la cabeza pensativamente y luego dijo:

– ¿Saben? Había un caballero que en ocasiones lo acompañaba. Lonza era, me temo, un beodo y necesitaba ser vigilado. Sí, ¿cómo se llamaba? Tenía un nombre típicamente italiano. -El prelado fue a su escritorio-. Deberíamos tener algunos papeles sobre él, pues también recibió algunos préstamos. Ah, aquí está… Un profesor de idiomas. Le dimos cincuenta dólares hace un año y medio. Recuerdo que afirmaba haber trabajado en otro tiempo en la Universidad de Harvard, aunque me permito dudarlo. Aquí está. -Leyó el nombre que figuraba en el papel-: Pietro Bakee.

Mientras Nicholas Rey interrogaba a unos niños andrajosos que se abrían paso con un caballo, vio a dos personajes encopetados salir muy animados de la catedral de la Santa Cruz y desaparecer doblando la esquina. Pese a la distancia, parecían fuera de lugar en medio de la deslucida aglomeración del lugar. Rey se encaminó a la catedral y preguntó por el prelado. Éste, al enterarse de que Rey era un agente de policía en busca de un hombre inidentificado, estudió la ilustración del periódico, observándola bien a través de sus gafas con montura de oro, antes de excusarse plácidamente:

– Me temo, agente, que no he visto a este pobre hombre en mi vida.

Rey, pensando en las dos figuras encopetadas, preguntó si alguien más había estado por los alrededores preguntando por el desconocido. El prelado, devolviendo la ficha de Bachi a su cajón, se sonrió amablemente y negó.

Después el patrullero Rey se trasladó a Cambridge. En la comisaría central se había recibido un cable en el que se informaba de un intento de robar de su ataúd, en plena noche, los restos de Artemus Healey.

– Yo ya les expliqué lo que podría pasar si se divulgaba el caso -dijo el jefe Kurtz refiriéndose a la familia Healey, con un inapropiado sentimiento vindicativo.

La dirección del cementerio del monte Auburn había colocado ahora el cuerpo en un ataúd de acero y contratado a otro vigilante nocturno, éste provisto de arma de fuego. En la colina, no lejos de la tumba de Healey, estaba la estatua del reverendo Talbot, erigida sobre su sepultura y sufragada por su congregación. La estatua tenía una gracia que mejoraba el verdadero rostro del ministro. En una mano, el predicador de mármol sostenía el Libro Sagrado y en la otra, unas gafas. Esto era un tributo a una de sus costumbres de púlpito, un extraño hábito que consistía en quitarse sus grandes gafas cuando leía un texto en el atril, y volvérselas a calar cuando predicaba libremente, sugiriendo de manera instructiva que uno necesitaba una visión más aguda para leer lo inspirado por el espíritu de Dios.

De camino para inspeccionar el monte Auburn, enviado por el jefe Kurtz, Rey se detuvo a causa de una leve alteración del orden. Le dijeron que un anciano, alojado en el segundo piso de un edificio próximo, llevaba ausente más de una semana, un período que no resultaba insólito, pues en ocasiones viajaba. Pero los residentes pedían que se hiciera algo a propósito de un pestilente hedor que emanaba de su habitación. Rey llamó con los nudillos y consideró la posibilidad de forzar la puerta cerrada por dentro, pero luego pidió prestada una escalera de mano y la colocó en el exterior. Subió por ella y levantó la ventana de la habitación, pero el terrible hedor que escapaba del interior casi le hizo precipitarse al suelo.

Cuando el piso se hubo aireado lo bastante para permitirle entrar, Rey tuvo que apoyarse contra una pared. Necesitó varios segundos para aceptar que no había nada que hacer. Un hombre permanecía tieso, con los pies colgando cerca del suelo y una soga en torno al cuello, la cual estaba fijada con un gancho en lo alto. Sus rasgos, rígidos y descompuestos, hacían imposible el reconocimiento. Pero Rey conoció al hombre por su ropa y por los ojos, todavía saltones y que reflejaban pánico: era el anterior sacristán de la cercana iglesia unitarista. Más tarde fue hallada una tarjeta en una silla: era la que el jefe Kurtz había dejado en la iglesia para que le fuera entregada a Gregg. En el dorso, el sacristán escribió un mensaje para la policía, insistiendo en que él no había visto a ningún hombre entrar en las bóvedas para matar al reverendo Talbot. A alguna parte de Boston, advertía, había llegado un alma demoníaca y él no podía continuar viviendo con el temor de su retorno en busca de los que quedaban.

Pietro Bachi, caballero italiano y graduado por la Universidad de Padua, se nutrió a regañadientes de todas las oportunidades que le brindaba Boston como profesor particular, aunque aquéllas eran escasas y desagradables. Trató de conseguir otra plaza universitaria tras su dimisión de Harvard.

– Puede que haya un puesto para un simple maestro de francés o alemán -le dijo, riendo, el rector de una nueva universidad en Filadelfia-, pero ¡italiano! Amigo mío, nosotros no esperamos que nuestros muchachos se hagan cantantes de ópera.

Universidades de arriba y abajo de la costa atlántica preveían escasos cantantes de ópera. Y las juntas académicas de gobierno estaban lo bastante ocupadas (gracias, señor Bakey) manejando el griego y el latín como para considerar la enseñanza de una lengua viva innecesaria, indecorosamente papista y vulgar.

Afortunadamente, en ciertos barrios de Boston, al término de la guerra, se materializó una moderada demanda. Unos pocos comerciantes yanquis estaban ansiosos por abrirse puertas con ayuda de cuantos conocimientos de idiomas pudieran procurarse. También una nueva clase de familias prominentes, enriquecidas por los beneficios y acaparamientos de la guerra, deseaba ante todo que sus hijas tuvieran una cultura. Algunas pensaban que sería sensato que las señoritas jóvenes se hicieran con un italiano básico, además del francés, pues parecía merecer la pena mandarlas a Roma cuando les llegara el tiempo de viajar (una moda reciente entre las bellezas bostonianas en flor). Así que Pietro Bachi, despojado sin más ceremonias de su plaza en Harvard, quedó a disposición de comerciantes emprendedores y damiselas mimadas. Estas últimas con frecuencia tenían su tiempo ocupado, pues los maestros de canto, dibujo y danza les atraían mucho más, con lo que Bachi se pasaba la vida reclamando a las jóvenes damas que le reservaran huecos de una hora y cuarto.

Esta vida mantenía consternado a Pietro Bachi.

Las lecciones no lo atormentaban tanto como tener que pedir sus honorarios. Los americani de Boston habían construido una Cartago, una tierra atiborrada de dinero pero vacía de cultura, destinada a desaparecer sin dejar rastro de su existencia. ¿Qué dijo Platón de los ciudadanos de Agrigento? Ese pueblo edifica como si fuera inmortal y come como si fuera a morir en el instante.

Unos veinticinco años antes, en la hermosa campiña de Sicilia, Pietro Batalo, como muchos italianos antes que él, se había enamorado de una mujer peligrosa. La familia de ella pertenecía a la facción política opuesta a la de los Batalo, que lucharon vigorosamente contra el control papal del Estado. Cuando la mujer sintió que Pietro la había agraviado, su familia estuvo más que encantada de arreglárselas para que fuera excomulgado y desterrado. Tras una serie de aventuras en varios ejércitos, Pietro y su hermano, un comerciante que deseaba liberarse de aquel destructivo paisaje político y religioso, cambiaron su nombre por el de Bachi y atravesaron el océano. En 1843, Pietro encontró un Boston que era una ciudad pintoresca, de rostros amistosos, diferente de la que emergería en 1865, cuando los nativistas vieron hacerse realidad su temor de la rápida multiplicación de extranjeros, y los escaparates se llenaron de este aviso: NO SE ADMITEN SOLICITUDES DE EXTRANJEROS. Bachi había sido bienvenido en la Universidad de Harvard, y por un tiempo él, lo mismo que el joven profesor Henry Longfellow, incluso se alojó en un tramo encantador de la calle Brattle. Entonces Pietro Bachi concibió una pasión, como ninguna que hubiera conocido, por una joven irlandesa y la hizo su esposa. Pero ella encontró pasiones suplementarias poco después de casarse con el profesor. Según decían los estudiantes de Bachi, lo abandonó dejándole en el baúl sólo los puños de sus camisas, y en el gañote, el sincero entusiasmo que ella sentía por la bebida. Así empezó la pronunciada y regular decadencia en el corazón de Pietro Bachi…