Ella apenas le dejaba elección.
– Le juro que lo haremos, señora Healey. -No tenía intención de decir nada más, pero la torturante duda que albergaba lo impulsó a añadir-: De un modo u otro.
J. T. Fields, editor de poetas, estaba apoyado en el asiento junto a la ventana de su despacho en el New Corner, estudiando los cantos que Longfellow había seleccionado para la noche, cuando un oficinista joven apareció con un visitante. La delgada figura de Augustus Manning se materializó procedente del vestíbulo, aprisionado en un, rígida levita. Entró en el despacho desorientado, como si no tuviere idea de cómo había llegado al segundo piso de la recién renovad; mansión de la calle Tremont que ahora albergaba Ticknor, Fields Compañía.
– Aquí hay mucho espacio, señor Fields, mucho. Pero para m usted será siempre el socio joven instalado tras su cortina verde en e Old Corner, predicando a su reducida congregación de autores.
Fields, ahora socio principal y el editor de más éxito de Estado, Unidos, sonrió y se dirigió a su mesa, extendiendo su pie suavemente hasta el tercero de cuatro pedales -A, B, C y D-que se alineaban bajo su silla. En una dependencia distante de la oficina, una campanilla marcada con una «C» emitió una ligera nota, llamando a un recadero. La campana «C» significaba que el editor debía ser interrumpido al cabo de veinticinco minutos; la campana «B», que en diez minutos; la «A», en cinco. Ticknor y Fields era el selecto editor oficial de los textos, folletos, memorias e historiales académicos de 1k Universidad de Harvard. Así que el doctor Augustus Manning, que manejaba el dinero de la institución, recibió aquel día la más generosa «C».
Manning se quitó el sombrero y se pasó la mano por el desnude canal que se abría entre oleadas de cabello rizado que se derramaban desde ambos lados de la cabeza.
– Como tesorero de la corporación de Harvard -dijo-, debe plantearle a usted un posible problema que recientemente ha llamado nuestra atención, señor Fields. Usted comprende que una empresa editorial comprometida con la Universidad de Harvard debe gozar de una reputación impecable.
– Doctor Manning, me atrevería a afirmar que no hay ninguna empresa que nos aventaje en reputación.
Manning juntó sus dedos ganchudos dirigiéndolos hacia arriba y dejó escapar un largo y estridente suspiro o golpe de tos; Fields no hubiera podido decir de qué se trataba.
– Hemos sabido de una nueva traducción literaria que tiene usted intención de publicar, señor Fields, realizada por el señor Longfellow. Por supuesto que apreciamos los años de colaboración del señor Longfellow con nuestra universidad, y sus poemas poseen el mayor mérito, sin duda. Pero hemos oído algo sobre ese proyecto, sobre ese tema, y abrigamos alguna preocupación acerca de esa bobada…
Fields le dirigió una fría mirada, ante la que los dedos levantados de Manning se deslizaron hasta separarse. El editor oprimió con el tacón el cuarto y más urgente llamador.
– Usted sabe bien, mi querido doctor Manning, hasta qué punto la sociedad valora la obra de mis poetas: Longfellow, Lowell, Holmes…
Aquel triunvirato reforzaba su postura.
– Señor Fields, precisamente estoy hablando en nombre de la sociedad. Sus autores dependen de usted. Aconséjeles adecuadamente. Si lo desea no mencione esta visita, y yo tampoco lo haré. Sé que usted desea que su empresa siga gozando de estima, y sin duda considerará todas las repercusiones de su publicación.
– Gracias por su lealtad, doctor Manning. -Fields respiró profundamente, luchando por conservar su famosa diplomacia-. He considerado muy bien las repercusiones y las he previsto. Si no desea usted seguir adelante con las publicaciones pendientes de la universidad, con mucho gusto le devolveré de inmediato los clisés sin cargo alguno. Espero que comprenda que me sentiría ofendido ante cualquier alusión desconsiderada hecha en público a propósito de mis autores. Ah, señor Osgood…
El jefe administrativo de Fields, J. R. Osgood, se coló en el despacho y Fields dispuso que el doctor Manning visitara las nuevas oficinas.
– No es necesario. -La palabra se filtró a través de la tiesa barba patricia de Manning, que iba a durar tanto como el siglo, mientras se ponía de pie-. Espero que disfrute de días placenteros en este lugar, señor Fields -dijo, lanzando una fría mirada al reluciente enmaderado de nogal negro-. Recuerde que vendrán tiempos en los que no podrá usted proteger a sus autores de sus propias ambiciones.
Se inclinó con extremada cortesía y dirigió la mirada al hueco de la escalera.
– Osgood -dijo Fields, cerrando la puerta-, coloque un poco de chismorreo en el New York Tribune a propósito de la traducción.
– Ah, ¿no lo ha hecho ya el señor Longfellow? -preguntó vivamente Osgood.
Fields frunció sus gruesos y arrogantes labios.
– ¿Sabía usted, señor Osgood, que Napoleón le disparó a un vendedor de libros por ser demasiado agresivo?
Osgood se quedó pensativo.
– No, nunca lo había oído, señor Fields.
– La gran ventaja de una democracia es que somos libres para exagerar sobre nuestros libros todo lo que queramos, y quedar perfectamente a salvo de cualquier perjuicio. Quiero que ninguna familia respetable duerma tranquila cuando mandemos el libro al encuadernador. -Y cualquiera que en una milla a la redonda hubiera podido oír su voz, habría creído que se saldría con la suya-. Al señor Greeley, de Nueva York, para su inmediata inclusión en la sección «Boston literario».
Los dedos de Fields punteaban y rasgaban el aire, como un músico que tocara un piano imaginario. Su muñeca le producía calambres al escribir, de modo que Osgood era la mano sustituta para la mayor parte de los escritos del editor, incluidos sus versos.
Llegó a su mente en una forma casi definitiva:
– ¿QUÉ ESTÁN HACIENDO LOS HOMBRES DE LETRAS EN BOSTON?
Se rumorea que una nueva traducción está en las prensas de Ticknor, Fields y Compañía, la cual atraerá considerable atención en muchos ámbitos. Se dice que el autor es un caballero de nuestra ciudad, cuya poesía ha conquistado desde hace muchos años al público de ambas orillas del Atlántico. Nos consta además que dicho caballero ha contado con la ayuda de los más finos talentos literarios de Boston…» Alto, Osgood. Sustituya «de Boston» por «de Nueva Inglaterra». No queremos que el viejo Greene ponga una sonrisita tonta, ¿verdad?
– Desde luego que no, señor -consiguió responder Osgood mientras garabateaba.
– «… los más finos talentos literarios de Nueva Inglaterra para llevar a cabo la tarea de revisar y completar su nueva y elaborada traducción poética. El contenido del trabajo de momento se desconoce, pero podemos afirmar que nunca se había leído en nuestro país, y que transformará el panorama literario». Etcétera. Que Greeley ponga «Fuente anónima». ¿Ha tomado usted nota de todo?
– Mañana por la mañana lo enviaré con el primer correo -dijo Osgood.
– Cablegrafíelo a Nueva York.
– ¿Para que se imprima la semana próxima? -Osgood creyó haber oído mal.
– ¡Sí, sí! -Fields levantó las manos. El editor raras veces se ponía nervioso-. ¡Y le aviso de que habrá que tener listo otro texto para la semana siguiente!
Osgood se volvió con cautela cuando se dirigía a la puerta. -Señor Fields, ¿qué ha traído aquí esta tarde al doctor Manning, si puedo preguntarlo?
– Nada por lo que haya que preocuparse.
Fields emitió un suspiro contenido que desmentía sus palabras. Regresó al abultado montón de originales que se apilaban en su asiento junto a la ventana. Abajo se veía el Boston Common, donde los peatones seguían fieles a sus ropas veraniegas de lino y algunos incluso se tocaban con sombreros de paja. Cuando Osgood se disponía a marcharse, Fields sintió el deseo de explicarse.