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– Comprendo que ella es; bueno, digamos… -su interlocutor rebuscó una palabra delicada mientras corría detrás de Bachi-difícil.

– ¿Que ella es difícil? -Bachi no se detuvo mientras bajaba las escaleras-. ¡Ja! No se cree que soy italiano. ¡Dice que no tengo aspecto de italiano!

La niña apareció en lo alto de la escalera y observó con expresión arisca a su padre titubeando detrás del pequeño profesor.

– Oh, estoy seguro de que la niña no quiere decir lo que dice -declamaba en el tono más grave posible.

– ¡Sí quise decirlo! -gritó la niña desde el rellano del entresuelo, apoyándose en la barandilla de nogal y asomándose tanto, que parecía que iba a caer sobre el sombrero de punto de Pietro Bachi-. No se parece en nada a un italiano. ¡Es demasiado bajo!

– ¡Arabella! -exclamó el hombre, y luego se volvió con una sonrisa teñida de amarillo, como si se lavara la boca con oro, hacia el vestíbulo, que refulgía a la luz de las velas-. ¡Le pido que aguarde un momento más, querido señor! Aprovechemos la ocasión para revisar sus honorarios, ¿de acuerdo, signor Bachi? -sugirió con la ceja tensa como una temblorosa flecha aguardando en su arco.

Bachi se volvió hacia él un momento, con el rostro encendido, agarrando fuertemente su bolsa, mientras trataba de dominar su mal humor. Las arrugas entrecruzadas se habían multiplicado en su rostro en los últimos años, y cada pequeño contratiempo le hacía dudar de que su existencia valiera la pena.

– ¡American! -se limitó a decir Bachi.

Arabella miró abajo, confusa. No había aprendido lo bastante como para entender el juego de palabras: americani, «americanos», quedaba convertido en «amargos perros».

El tranvía de caballos, que a aquella hora iba en dirección al centro, cargaba al pasaje como ganado al que se lleva al matadero. El servicio de tranvías cubría Boston y sus suburbios, y aquéllos consistían en coches de dos toneladas capaces de transportar alrededor de cincuenta pasajeros. Iban provistos de ruedas de hierro, discurrían sobre raíles planos e iban tirados por un par de caballos. Los que habían conseguido asientos contemplaban con distante interés cómo otras tres docenas de personas, entre ellas, Bachi, pugnaban por doblarse sobre sí mismas, golpeando y siendo golpeadas en sus intentos de alcanzar los agarraderos de cuero que pendían del techo. Cuando el cobrador se abría paso para vender los billetes, el andén ya estaba repleto de gente que aguardaba el siguiente tranvía. En medio del recalentado y mal ventilado coche, dos borrachos desprendían el mismo olor que un montón de ceniza, y luchaban por cantar armónicamente una canción cuya letra desconocían. Bachi se llevó la mano a la boca y, comprobando que nadie lo miraba, alentó sobre ella y momentáneamente dilató las ventanas de la nariz.

Una vez llegado a su calle, Bachi se sumergió, desde la acera, en un sótano sombrío situado en una casa de vecindad llamada Half Moon Place, anhelando la feliz soledad que lo aguardaba. Pero en el último peldaño de la escalera se hallaban sentados, fuera de lugar pues no había sillones, James Russell Lowell y el doctor Oliver Wendell Holmes.

– Me gustaría saber qué está usted pensando, signore -dijo Lowell, con una sonrisa encantadora, mientras le estrechaba la mano.

– No merece la pena, professore -replicó Bachi, con la mano colgándole floja como un trapo húmedo bajo el apretón de Lowell-. ¿Se ha perdido camino de Cambridge?

Dirigió una mirada desconfiada a Holmes, pero estaba más sorprendido por aquella visita de lo que daba a entender.

– En absoluto -dijo Lowell al tiempo que se quitaba el sombrero, descubriendo su frente alta y blanca-. ¿Conocía usted al doctor Holmes? A los dos nos gustaría charlar un poco con usted, si no tiene inconveniente.

Bachi frunció el ceño y abrió la puerta de su apartamento, recibiendo como bienvenida el estrépito de unos botes colgados con pinzas detrás mismo de la puerta. La habitación era subterránea, con un cuadrado de luz diurna derramándose desde una media ventana que se abría por encima del nivel de la calle. Un olor de moho se desprendía de las ropas colgadas en todos los rincones, nunca totalmente exentos de humedad, con lo que los trajes de Bachi estaban siempre arrugados. Mientras Lowell reordenaba los botes de la puerta para colgar su sombrero, Bachi deslizó descuidadamente un montón de papeles de su escritorio y los introdujo en su bolsa. Holmes se esforzó para hacer cumplidos a tan degradada decoración.

Bachi puso una tetera con agua en la repisa interior de la chimenea y preguntó secamente:

– ¿Qué los trae por aquí, caballeros?

– Venimos para rogarle que nos ayude, signor Bachi -dijo Lowell.

En el rostro de Bachi se dibujó una mueca divertida, mientras servía el té, y pareció más animado.

– ¿Cómo lo tomarán?

Avanzó hasta el aparador, donde había media docena de vasos sucios y tres garrafas. Llevaban etiquetas con las inscripciones RON, GIN y WHISKEY.

– Té solo, gracias -dijo Holmes, y Lowell estuvo de acuerdo.

– ¡Oh, vamos! -insistió Bachi, presentándole a Holmes una de las garrafas. Para contentar a su anfitrión, Holmes vertió en la taza de té la menor cantidad de gotas de whiskey que le fue posible, pero Bachi levantó el codo del doctor-. Creo que el amargo clima de Nueva Inglaterra nos acarrearía la muerte a todos, doctor -dijo-, si no fuera por la posibilidad de echarnos al coleto algo caliente de vez en cuando.

Bachi hizo como que iba a servirse té, pero acabó optando por un vaso colmado de ron. Los huéspedes se levantaron de las sillas, dándose cuenta simultáneamente de que ya se habían sentado.

– ¡Por la universidad! -exclamó Lowell.

– La universidad me debía algo, ¿no creen ustedes? -preguntó Bachi con torpe afabilidad-. Además, ¿dónde puede uno encontrar un asiento tan singularmente incómodo, eh? Los hombres de Harvard pueden hablar todo lo que quieran como unitaristas, pero siempre serán calvinistas hasta las orejas, que gozan con su propio sufrimiento y con el ajeno. Díganme, ¿cómo es que ustedes, caballeros, me han encontrado aquí, en Half Moon Place? Creo que soy el único que no es dublinés en varias millas a la redonda.

Lowell desenrolló un ejemplar del Daily Courier y lo abrió por una página con una hilera de anuncios. En torno a uno de ellos había trazado un círculo.

Caballero italiano, graduado por la Universidad de Padua, altamente calificado por sus numerosos trabajos y con larga práctica como profesor de español e italiano, se ofrece para clases particulares, en colegios masculinos y femeninos, etc. Referencias: honorable John Andrew, Henry Wadsworth Longfellow y James Russell Lowell, professor de la Universidad de Harvard. Dirección: Half Moon Place, 2, calle Broad.