Выбрать главу

Bachi rió para sí.

– A nosotros, los italianos, nos gusta ocultar nuestros méritos como la lámpara bajo el celemín. En nuestro país, nuestro proverbio es: «El buen paño en el arca se vende.» Pero en América debería ser: In bocca chiusa non entran mosche. En boca cerrada no entran moscas. ¿Cómo puedo esperar que la gente venga y compre si ignora que tengo algo que vender? Así que abro la boca y soplo en la trompeta.

Holmes titubeó tras beberse un sorbo de té fuerte, y preguntó:

– ¿John Andrews, es una de sus referencias, signore?

– Dígame, doctor Holmes, ¿qué alumno en busca de lecciones de italiano acudirá al gobernador para preguntarle por mí? Sospecho, en cualquier caso, que nadie se ha presentado tampoco ante el profesor Lowell.

Lowell lo admitió. Se inclinó para acercarse a los montones de textos de Dante y comentarios que cubrían el escritorio de Bachi, desordenadamente abierto por todos lados. Encima colgaba un pequeño retrato de la fugada esposa de Bachi. El pincel del artista había tenido la consideración de suavizarlo oscureciendo su dura mirada.

– Y ahora, ¿cómo puedo ayudarlos? Por más que una vez yo necesité su ayuda, professore.

Lowell sacó otro periódico de su chaqueta, y éste lo abrió por donde estaba el retrato de Lonza.

– ¿Conoce usted a este hombre, signor Bachi? ¿O debo decir conoció?

Al observar el rostro cadavérico en aquella página desprovista de color, a Bachi lo invadió la tristeza. Pero cuando levantó la mirada, se había apoderado de él la ira.

– ¿Imaginan ustedes que yo he de conocer a todos los palurdos andrajosos?

– El obispo de la catedral de la Santa Cruz pensaba que lo conocía -dijo Lowell en tono de estar bien enterado.

Bachi pareció sobresaltarse y se volvió a Holmes como si estuviera rodeado.

– Según creo, signore, usted tomó prestadas allí cantidades de dinero nada insignificantes -dijo Lowell.

Esto abochornó a Bachi hasta dejarlo blanco. Bajó la mirada con un gesto ovejuno.

– Así son los curas norteamericanos… No son como los de Italia. Tienen la bolsa más llena que el mismo papa. Si estuvieran ustedes en mi lugar, ni siquiera el dinero de los curas les ofendería el olfato. -Vació su ron, echó la cabeza atrás y silbó. Miró de nuevo el periódico-. Así que quieren ustedes saber algo sobre Grifone Lonza.

Hizo una pausa y luego señaló con el pulgar un montón de textos de Dante sobre su escritorio.

– Lo mismo que ustedes, caballeros literatos, siempre he encontrado a mis compañeros más agradables entre los muertos antes que entre los vivos. La ventaja consiste en que, cuando un autor se vuelve chato u oscuro o, simplemente, deja de entretenerlo a uno, puede decirle: «Cierra el pico.»

Estas últimas palabras las pronunció como si se recreara en ellas. Bachi se puso en pie y se sirvió ginebra. Bebió un buen trago, y dijo entre borborigmos:

– En Estados Unidos, ésa es una tarea en solitario. La mayoría de mis hermanos que se han visto forzados a venir aquí apenas pueden leer un periódico, y mucho menos la Commedia di Dante, que penetra en el alma misma del hombre, tanto en su mayor desesperación como en su mayor dicha. Éramos unos pocos en Boston, hace unos años; hombres de letras, hombres de intelecto: Antonio Gallenga, Grifone Lonza, Pietro d'Alessandro. -No pudo contener una sonrisa nostálgica, como si sus visitantes hubieran estado entre ellos-. Nos sentábamos en nuestras habitaciones y leíamos juntos a Dante en voz alta, primero uno y después otro, y de esta manera avanzábamos en el conjunto del poema, que contiene todos los secretos. Lonza y yo éramos los últimos del grupo que no se han marchado o han muerto. Ahora sólo quedo yo.

– Vamos, no menosprecie Boston -dijo Holmes.

– Pocos merecen pasar su vida entera en Boston -replicó Bachi con irónica sinceridad.

– ¿Sabía usted, signor Bachi, que Lonza murió en la comisaría de policía? -preguntó amablemente Holmes.

Bachi asintió.

– Me han llegado vagas noticias al respecto.

Al tiempo que dirigía una mirada a los libros de Dante en el escritorio, Lowell dijo:

– Signor Bachi, ¿cómo reaccionaría usted si yo le dijera que Lonza recitó un verso del tercer canto del Inferno a un agente de policía antes de precipitarse al vacío y morir?

Bachi no pareció sorprendido en absoluto. En lugar de eso, se echó a reír sin contenerse. La mayor parte de los exiliados políticos de Italia se volvían más extremistas en su rectitud e incluso transformaban sus propios pecados en signos de santidad. En sus mentes, por otra parte, el papa era un perro miserable. Pero Grifone Lonza se había convencido a sí mismo de que de algún modo había traicionado su fe y tenía que encontrar la manera de arrepentirse de sus faltas a los ojos de Dios. Una vez establecido en Boston, Lonza contribuyó a extender una misión católica relacionada con el convento de las ursulinas, seguro de que su fe llegaría a oídos del papa y conseguiría su retorno. Entonces las turbas quemaron el convento hasta arrasarlo.

– En lugar de indignarse, Lonza, en una reacción típica de él, se vino abajo, convencido de que había cometido alguna gravísima equivocación en su vida para merecer el peor castigo de Dios. Su lugar aquí, en el exilio, se tornó confuso para él. Casi dejó de hablar inglés. Creo que una parte de él olvidó hablar y sólo conocía la verdadera lengua italiana.

– Pero ¿por qué el señor Lonza quiso recitar un verso de Dante antes de saltar por la ventana, signore? -preguntó Holmes.

– Un amigo mío regresó a la patria, doctor Holmes; un tipo jovial que regentaba un restaurante y que respondía a todas las preguntas sobre su comida con citas de Dante. Bien; resultaba divertido. Lonza se volvió loco. Dante se convirtió para él en una manera de librarse de los pecados que imaginaba haber cometido. Al final se sentía culpable por todo cuanto se le propusiera. En sus últimos años nunca leyó realmente a Dante; no tenía necesidad. Cada línea y cada palabra estaban fijadas permanentemente en su cerebro y para su terror. Nunca las había aprendido de memoria de forma intencionada, pero acudían a su mente como las advertencias de Dios acudían a las de los profetas. La más ligera imagen o palabra podía hacer que se deslizara al poema de Dante… En ocasiones podían pasar días sin que se le oyera decir otra cosa.

– No le sorprende a usted que se suicidara -señaló Lowell.

– A mí no me consta que fuera eso lo que sucedió, professore -atajó Bachi-. Pero no importa cómo lo llame usted. Toda su vida fue un suicidio. Renunció a su alma por miedo, poco a poco, hasta que en el universo no quedó ningún lugar para él salvo el infierno. Mentalmente, estaba en el precipicio del tormento eterno. No me sorprende que se cayera. -Hizo una pausa-. ¿Es ese caso tan diferente del de su amigo Longfellow?

– ¿Qué puede usted saber de un hombre como Henry Longfellow, Bachi? -inquirió Lowell-. A juzgar por su escritorio, Dante parece haberle consumido también a usted no hace mucho, signore. ¿Qué es exactamente lo que está buscando? En sus escritos, Dante buscaba la paz. ¡Me atrevería a decir que ustedes andan detrás de algo menos noble! -concluyó, revolviendo las páginas descuidadamente.

Bachi apartó de un manotazo el libro, dejándolo fuera del alcance de Lowell.

– ¡No toque mi Dante! ¡Puedo estar en una casa de vecindad, pero no tengo que justificar mis lecturas ante nadie, rico o pobre, professore!

Lowell se sonrojó, cohibido.

– No se trata… Si necesita usted un préstamo, signor Bachi…

– ¡Oh, ustedes, los americani! -cloqueó Bachi-. ¿Cree que voy a aceptar la caridad de usted, un hombre que permaneció cruzado de brazos mientras Harvard me echaba para que fuera pasto de los lobos?