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Lowell estaba espantado.

– ¡Vamos, Bachi! ¡Yo luché con uñas y dientes por su empleo!

– Usted envió una nota a Harvard solicitando que me abonaran la liquidación. ¿Dónde estaba usted cuando yo no tenía adónde dirigirme? ¿Dónde estaba el gran Longfellow? Ustedes no han luchado por nada en toda su vida. Ustedes escriben poemas y artículos sobre la esclavitud y el asesinato de indios y esperan que algo cambie. Ustedes luchan por lo que no se acerca a su puerta, professore. -Amplió el alcance de su invectiva volviéndose al aturdido doctor Holmes, como si incluirlo a él fuera una cuestión de cortesía-. ¡Ustedes lo han heredado todo en sus vidas y no saben lo que es clamar por su pan! Bien, ¿y con qué otras expectativas vine yo a este país? ¿De qué podría quejarme? El más grande de los vates no tuvo hogar, sino exilio. Quizá llegue el día en que de nuevo pueda caminar por mis orillas, una vez más con verdaderos amigos, antes de abandonar esta tierra.

En los treinta segundos siguientes, Bachi bebió dos vasos de whiskey llenos, y se derrumbó en la silla de su escritorio, presa de un gran temblor.

– Fue la intervención de un extranjero, Carlos de Valois, la causa del exilio de Dante. Él es nuestra última propiedad, las postreras cenizas del alma de Italia. Yo no aplaudiré que usted y su adorado señor Longfellow arranquen a Dante del lugar que le corresponde y hagan de él ¡un norteamericano! ¡Recuerden solamente que él siempre volverá a nosotros! ¡El espíritu de supervivencia de Dante es demasiado poderoso para sucumbir ante cualquier hombre!

Holmes trató de preguntar por la actividad docente de Bachi. Lowell le interrogó sobre el hombre del bombín y el chaleco de cuadros a quien había visto acercarse ansiosamente a Bachi en el campus de Harvard. Pero por el momento ya habían sacado a Pietro Bachi todo cuanto pudieron. Cuando salieron del apartamento situado en el sótano, en éste reinaba un frío malsano. Se agacharon para pasar bajo la desvencijada escalera exterior, conocida por los moradores de la casa como la Escala de Jacob, porque conducía a un lugar algo mejor: la casa de vecindad de la plaza Humphrey, situada más arriba.

Un Bachi de rostro enrojecido sacó la cabeza por su media ventana, de tal modo que parecía haber crecido del suelo. Se meneó sobre su cuello, y dijo con voz de borracho:

– ¿Quieren ustedes hablar de Dante, professori? ¡Echen un vistazo a su clase sobre Dante!

Lowell se volvió y le pidió que le aclarase el significado de aquello.

Pero dos manos temblorosas cerraron la ventana con un ruidoso golpe.

X

El señor Henry Oscar Houghton, un hombre de elevada estatura, piadoso, con una sotabarba al estilo cuáquero, revisaba sus cuentas en la ordenada saturación del escritorio de su oficina de contabilidad, la cual relucía bajo una lámpara con pantalla. A través de su incansable devoción por los pequeños detalles, su empresa, Riverside Press, situada en la orilla de Cambridge del río Charles, se había convertido en la imprenta más importante que trabajaba para prominentes editoriales, entre ellas la más notable, Ticknor y Fields. Uno de los recaderos de Houghton llamó a la puerta abierta.

Houghton no se movió hasta que hubo terminado de escribir y secar un número en su libro de costes. Se sentía orgulloso de sus laboriosos antepasados puritanos.

– Pasa, muchacho -dijo finalmente Houghton, levantando la vista de su trabajo.

El chico depositó una tarjeta en la mano de Oscar Houghton. Aun antes de leerla, al impresor le llamó la atención el papel pesado e inflexible. Leyendo bajo la lámpara lo escrito a mano, Houghton se envaró. Su paz, estrictamente defendida, quedaba ahora completamente rota.

Llegó el carruaje policial del subjefe Savage y se apeó el jefe Kurtz. Rey se reunió con él en la escalera de la Comisaría Central. -¿Y bien? -preguntó Kurtz.

– He descubierto que el nombre de pila del saltador era Grifone, según otro vagabundo, quien afirma haberlo visto en ocasiones junto a la vía férrea -explicó Rey.

– Ya es un paso -admitió Kurtz-. ¿Sabe? He estado pensando en lo que dijo usted, Rey, sobre esos asesinatos como formas de castigo. -Rey esperó a que a esto siguiera algo concluyente, pero Kurtz se limitó a dejar escapar un suspiro-. He estado pensando en el juez presidente Healey.

Rey asintió.

– Bien, todos hacemos cosas que vivimos para lamentar, Rey. Nuestra propia fuerza de policía reprimió disturbios a porrazos durante el proceso Sims, desde la escalinata del palacio de justicia. Cazamos a Tom Sims como a un perro y, tras el juicio, lo trasladamos al puerto para devolverlo como esclavo a su amo. ¿Me sigue? Ése fue uno de nuestros momentos más oscuros, y todo a partir de una decisión del juez Healey, o de una ausencia de ella, al no declarar sin validez la ley del Congreso.

– Sí, jefe Kurtz.

Kurtz parecía entristecido por sus pensamientos.

– Piense en los hombres más respetables de la sociedad bostoniana, patrullero. Yo diría que, con toda probabilidad, no han sido unos santos, al menos en estos tiempos. Han vacilado, han prestado apoyo al bando equivocado durante la guerra, han antepuesto la cautela al coraje, y cosas peores.

Kurtz abrió la puerta de su despacho, dispuesto a continuar. Pero tres hombres vestidos con gabanes negros estaban de pie inclinados sobre su escritorio.

– ¿Qué pasa aquí? -inquirió Kurtz, y luego miró en derredor en busca de su secretario.

Los hombres se apartaron, descubriendo a Frederick Walker Lincoln sentado a la mesa de Kurtz.

Kurtz se quitó el sombrero e hizo una ligera reverencia.

– Honorable…

El alcalde Lincoln estaba completando una perezosa calada final a un cigarro, sentado entre las alas laterales de la mesa de caoba de John Kurtz.

– Espero que no le moleste que hayamos hecho uso de su despacho mientras esperábamos, jefe.

Una tos quebró la voz de Lincoln. Junto a él se sentaba el concejal Jonas Fitch. Una sonrisa beata parecía haber sido tallada en su rostro al menos desde hacía unas horas. El concejal despidió a dos de los hombres enfundados en gabanes, miembros de la oficina de detectives. Uno se quedó.

– Aguarde en el antedespacho, patrullero Rey -ordenó Kurtz. Prudentemente, Kurtz tomó asiento a este lado del escritorio y esperó a que la puerta estuviera cerrada.

– ¿De qué se trata? ¿Por qué han traído aquí a esos bribones? El bribón que quedaba, el detective Henshaw, no se mostró particularmente ofendido. El alcalde Lincoln dijo:

– Estoy seguro de que tiene usted otros casos policiales que han permanecido descuidados durante este tiempo, jefe Kurtz. Hemos decidido que de la resolución de esos asesinatos no se encarguen sus detectives.

– ¡No puedo permitirlo! -protestó Kurtz.

– Dé la bienvenida a los detectives que van a hacer el trabajo, jefe. Están capacitados para resolver casos como ése con rapidez y energía -dijo Lincoln.

– Particularmente con esas recompensas sobre la mesa -añadió el concejal Fitch.

Lincoln dirigió una mirada ceñuda al concejal. Kurtz bizqueó.

– ¿Recompensas? Los detectives no pueden aceptar recompensas, según la propia ley de ustedes. ¿Qué recompensas, alcalde?

El alcalde aplastó su cigarro, fingiendo pensar en el comentario de Kurtz.

– Mientras estamos hablando, el consejo municipal de Boston aprobará una resolución impulsada por el concejal Fitch, que elimina la restricción de que los miembros de la oficina de detectives reciban recompensas. También habrá un ligero incremento de tales recompensas.

– Un incremento, ¿de cuánto? -preguntó Kurtz. -Jefe Kurtz… -empezó a decir el alcalde.

– ¿Cuánto?

Kurtz creyó ver sonreírse al concejal Fitch antes de responder. -La recompensa se eleva ahora a treinta y cinco mil por la detención del asesino.