Выбрать главу

– ¡Que Dios nos proteja! -exclamó Kurtz-. ¡Habría hombres capaces de cometer un asesinato para echar mano de ese dinero! ¡Especialmente en nuestra maldita oficina de detectives!

– Nosotros hacemos el trabajo que alguien debió hacer y no hizo, jefe Kurtz -apuntó el detective Henshaw.

El alcalde Lincoln exhaló aire y su rostro entero se deshinchó. Aunque el alcalde no tenía un parecido exacto con su primo segundo, el difunto presidente Lincoln, presentaba el mismo aspecto esquelético y de persona infatigable pese a su fragilidad.

– Quiero retirarme después de otro mandato, John -dijo suavemente el alcalde-. Y quiero estar seguro de que mi ciudad me recordará con honor. Necesitamos atrapar a ese asesino o se abrirán las puertas del infierno. ¿Se lo imagina? Entre la guerra y el magnicidio, Dios sabe que los periódicos han vivido del sabor de la sangre durante cuatro años, y a fe mía que están más sedientos de ella que nunca. Healey era compañero mío de clase en la universidad, jefe, y creo que en cierto modo se espera de mí que me eche a la calle y encuentre yo mismo a ese loco. Y si no, ¡me colgarán en el Boston Common! Se lo ruego, deje que los detectives resuelvan esto y retire del caso al negro. No podemos sufrir otra perturbación.

– Perdone, alcalde -dijo Kurtz enderezándose en su silla-, ¿qué tiene que ver el patrullero Rey con todo esto?

– La rueda de reconocimiento en relación con el caso del juez Healey y que casi acabó en disturbios. -Al concejal Fitch le gustaban las frases rebuscadas-. Aquel mendigo que se arrojó desde la ventana de su comisaría. Supongo que eso le suena, jefe.

– Rey no tuvo nada que ver con eso -replicó Kurtz, plantándose.

Lincoln sacudió la cabeza con un gesto de simpatía.

– El concejal ha encargado una investigación para determinar su papel. Hemos recibido quejas de varios agentes de policía, en el sentido de que, para empezar, fue la presencia de su conductor lo que provocó la conmoción. Nos han informado de que el mulato custodiaba al mendigo cuando ocurrió aquello, jefe, y algunos creen… Bueno, hacen cábalas sobre si él pudo forzar la caída por la ventana. Probablemente de manera accidental…

– ¡Malditas mentiras! -exclamó Kurtz enrojeciendo-. ¡Él trataba de calmar las cosas, como hacíamos todos! ¡El que saltó era una especie de maníaco! ¡Los detectives tratan de detener nuestra investigación para así hacerse con las recompensas! Henshaw, ¿qué sabe usted de esto?

– Sé que el negro no puede salvar a Boston de lo que está pasando, jefe.

– Quizá cuando el gobernador sepa que su candidato ha traído la división al departamento de policía, haga lo que debe y reconsidere su iniciativa -dijo el concejal.

– El patrullero Rey es uno de los mejores policías que he conocido.

– Lo cual, ya que estamos aquí, plantea otra cuestión. También se nos ha hecho saber que a usted lo ven por toda la ciudad en compañía de él, jefe. -El alcalde arrugó el ceño-. Incluido el lugar de la muerte de Talbot. Y no como su simple conductor, sino como un igual en sus actividades.

– ¡Es un verdadero milagro que a ese moreno no lo haya perseguido una turba de linchadores tirándole adoquines cada vez que sale a la calle! -dijo el concejal Fitch riendo.

– Nosotros aplicamos a Nick Rey todas las restricciones que el consejo municipal sugirió y… ¡Yo no veo qué tiene que ver su posición con esto!

– Tenemos encima un delito que inspira horror -dijo el alcalde Lincoln, apuntando con un rígido dedo a Kurtz-. Y el departamento de policía está cayéndose a pedazos. Por eso tiene que ver. No permitiré que Nicholas Rey siga interviniendo de ninguna forma en este caso. Un error más y deberá enfrentarse a su separación del servicio. Hoy han ido a verme unos senadores del estado, John. Están constituyendo otra comisión para proponer la supresión de todos los departamentos de policía municipal del estado y sustituirlos por una fuerza de policía metropolitana dependiente del mismo estado, si no podemos acabar con esto. Los tenemos en contra. No podré saber lo que sucede allá donde tengo mando. ¡Compréndalo! No quiero ver el departamento de policía de mi ciudad desmantelado.

El concejal Jonas Fitch pudo advertir que Kurtz estaba demasiado anonadado para hablar. El concejal se inclinó y lo miró a los ojos.

– Si usted hubiera hecho cumplir nuestras leyes sobre templanza y antivicio, jefe Kurtz, ¡quizá a estas alturas todos los ladrones y los bribones habrían huido a Nueva York!

A primera hora de la mañana, las oficinas de Ticknor y Fields bullían de anónimos dependientes de la tienda -algunos, muchachos todavía, y otros con el pelo gris-y de oficinistas de menos categoría. El doctor Holmes fue el primer miembro del club Dante en llegar. Mientras paseaba por el vestíbulo para matar el tiempo, decidió instalarse en el despacho privado de J. T. Fields.

– Oh, perdón, mi buen señor -dijo, cuando advirtió que allí había alguien, y se dispuso a cerrar la puerta.

Un rostro anguloso y en la sombra se volvió hacia la ventana. Holmes tardó un segundo en reconocerlo.

– ¡Mi querido Emerson! -saludó Holmes sonriendo ampliamente.

Ralph Waldo Emerson, con su perfil aquilino y su largo cuerpo, vestido con una capa y un mantón azules, volvió en sí de sus ensoñaciones y saludó a Holmes. Era una rareza encontrar a Emerson, poeta y conferenciante, fuera de Concord, un pueblecito que en un tiempo había rivalizado con Boston por su despliegue de talentos literarios, especialmente después de que Harvard le prohibiera hablar en su campus por haber declarado muerta la Iglesia Unitarista, durante una alocución en la facultad de Teología. Emerson era el único escritor de Estados Unidos que se aproximaba a la fama de Longfellow, e incluso Holmes, un hombre en el centro de todo el quehacer literario, se sentía halagado cuando se hallaba en compañía del autor.

– Acabo de regresar de mi Lyceum Express anual, organizado por nuestro mecenas de los poetas modernos. -Emerson levantó una mano sobre el escritorio de Fields, como si le diera la bendición, un gesto que recordaba sus días como reverendo-. El guardián y protector de todos nosotros. Yo le traía unos papeles.

– Bien, ya era tiempo de que regresara usted a Boston. Lo hemos echado de menos en el club del Sábado. ¡Estuvo a punto de convocarse una reunión de protesta para reclamar su compañía! -dijo Holmes.

– Muy agradecido; no sabe cuánto me halaga eso -replicó Emerson sonriendo-. Nunca encontramos tiempo para escribir a los dioses ni a los amigos, sólo a los abogados, que pretenden cobrar deudas, y al hombre que ha de reparar el techo de nuestra casa.

A continuación, Emerson le preguntó a Holmes por sus asuntos y él contestó con largas y complicadas anécdotas.

– He estado pensando en escribir otra novela.

Lo dijo como tanteando, pues le intimidaban la fuerza y la rapidez de las opiniones de Emerson, que a menudo le hacían parecer a uno que estaba completamente equivocado.

– Oh, me gustaría que lo hiciera, querido Holmes -dijo Emerson sinceramente-. Su voz no puede dejar de agradar. Y hábleme del brillante capitán. ¿Sigue con su carrera de derecho?

Holmes rió nerviosamente por la mención de junior, como si lo relativo a su hijo fuera algo cómico en sí, lo cual no tenía el menor fundamento, pues Junior carecía del mínimo sentido del humor.

– Yo me incliné una vez por las leyes, pero consideré todo aquello muy indigesto. Junior también escribía buenos versos; no tan buenos como los míos, pero buenos versos. Ahora vive de nuevo en casa. Es como un Otelo blanco, sentado en la mecedora de nuestra biblioteca e impresionando a las jóvenes Desdémonas con las historias de sus heridas. En ocasiones creo que me desprecia. ¿Ha tenido alguna vez esa sensación con su hijo, Emerson?

Emerson guardó silencio durante unos densos segundos.

– No hay paz para los hijos de los hombres, Holmes.

Observar los gestos del rostro de Emerson mientras hablaba era como mirar a un hombre maduro cruzar un arroyo saltando de piedra en piedra, y el cauteloso egocentrismo que evocaba esa imagen distrajo a Holmes de sus ansiedades. Deseaba que la conversación prosiguiera, pero sabía que los encuentros con Emerson podían concluir casi sin avisar.