– Mi querido Waldo, ¿puedo hacerle una pregunta? -Lo que Holmes quería realmente era su consejo, pero Emerson nunca daba ninguno-. ¿Qué le parecería a usted que nosotros, Fields, Lowell y yo, ayudáramos a Longfellow en su traducción de Dante?
Emerson alzó una de sus cejas, como cubiertas de escarcha.
– Si Sócrates estuviera aquí, Holmes, podríamos ir a hablar con él en la calle. Pero no podemos ir a hablar con nuestro querido Longfellow. Hay un palacio, servidores y una hilera de botellas de vino d, distintos colores, vasos de vino y hermosas chaquetas. -Emerson inclinó la cabeza, pensativo-. A veces pienso en la época en que leía; Dante bajo la dirección del profesor Ticknor, como hizo también usted, pero no puedo dejar de considerar a Dante una curiosidad, un mastodonte, una reliquia para colocarla en un museo, no en una casa
– ¡Pero usted me dijo una vez que la introducción de Dante en Estados Unidos sería una de las realizaciones más significativas de nuestro siglo! -insistió Holmes.
– Sí. -Emerson consideró aquello. Le gustaba enfocar los asuntos desde todos los puntos de vista siempre que fuera posible-. También eso es verdad. Sólo que, ¿sabe, Wendell?, prefiero la sociedad de una persona fiel a una asociación de conversadores rápidos, que más que nada buscan la admiración mutua.
– Pero ¿qué sería de la literatura sin esas asociaciones? -replicó Holmes sonriendo. Tenía la integridad del club Dante a su cuidado-. ¿Quién puede decir lo que debemos a la sociedad de admiración mutua entre Shakespeare, Ven Jonson, Beau Montt y Fletcher? ¿O a aquella sociedad que formaban Johnson y Goldsmith, Burke y Reynolds, Beauclerc y Boswell, el más admirador entre los admiradores, y que se reunían junto a la chimenea de un salón?
Emerson reordenó los papeles que había traído para Fields, a fin de mostrar que el objeto de su visita se había cumplido.
– Recuerde que, sólo cuando el genio del pasado se transmita a un poder actual, tendremos el primer poeta norteamericano. Y en alguna parte, nacido en las calles más que en el ateneo, encontraremos al primer verdadero lector. El espíritu del norteamericano se supone tímido, imitativo, domesticado; y al erudito, honrado, indolente, complaciente. Sin acción, el erudito ya no es un hombre. Las ideas pueden obrar a través de los huesos y de los brazos de los hombres buenos, o no pasan de meros sueños. Cuando leo a Longfellow, me siento muy a gusto, seguro. Pero eso no nos aportará nuestro futuro.
Cuando Emerson se hubo marchado, Holmes sintió que se había enfrentado a un enigma de la esfinge al que sólo podía darse una respuesta. Sintió también que, decididamente, aquella conversación era algo que le pertenecía, y no quiso compartirla con los otros cuando llegaron.
– Pero, realmente, ¿es eso posible? -preguntó Fields a sus amigos después de que hablaran de Bachi-. ¿Ese mendigo de Lonza pudo haber estado tan abrumado que antepuso el poema a la vida?
– No sería la primera ni la última vez que la literatura se apodera de una mente debilitada. Piensen en John Wilkes Booth -dijo Holmes-. Cuando disparó contra Lincoln, exclamó en latín: «Así les ocurra siempre a los tiranos.» Eso es lo que dice Bruto mientras asesina a julio César. Lincoln era el emperador romano en la mente de Booth. Recuerden que Booth era shakespeariano. Igual que nuestro Lucifer es un maestro dantista. La lectura, la comprensión, el análisis que nosotros realizamos a diario lograron lo que en nuestro fuero interno esperábamos que se obrara en nosotros; y eso mismo actuó sobre los huesos y los músculos de ese hombre.
Longfellow enarcó las cejas al oír esto.
– Sólo que al parecer produjo ese efecto en Booth y Lonza de manera involuntaria.
– ¡Bachi debe haber ocultado algo que él sabe acerca de Lonza! -dijo Lowell, contrariado-. Ya vio usted, Holmes, lo renuente que se mostraba. ¿Qué nos dice?
– Era como darse cabezazos -admitió Holmes-. Cuando un hombre empieza a atacar Boston, cuando vierte su amargura sobre el Estanque de las Ranas o el Parlamento del estado, pueden estar seguros de que no le queda mucho. El pobre Edgar Poe murió en el hospital poco después de haber empezado a hablar así. Si uno se encuentra a un sujeto reducido a esa condición, más le vale que no le preste dinero, porque está en las últimas.
– El hombre cascabel -murmuró Lowell a la mención de Poe.
– Siempre hubo un punto oscuro en Bachi -dijo Longfellow-. El pobre Bachi. La pérdida de su trabajo lo hizo más desgraciado y, sin duda, en su desesperación, considera nuestro papel de manera poco amable.
Lowell no miró a Longfellow a los ojos. Se había abstenido de contarle los detalles de la diatriba de Bachi contra él.
– Creo que en este mundo la gratitud escasea más que los buenos versos, Longfellow. Bachi no tiene más sentimientos que un rábano picante. Podría ser que Lonza sintiera tanto miedo en la comisaría de policía porque sabía quién mató a Healey. Sabía que Bachi era el culpable… O quizá incluso ayudó a Bachi a matar a Healey.
– La mención del trabajo de Longfellow sobre Dante no le hizo reaccionar como si le hubieran arrimado una cerilla -dijo Holmes, aunque se mostraba escéptico-. El asesino debe ser un hombre de gran fuerza, para haber transportado a Healey desde el dormitorio hasta el campo. Bachi apenas puede ir dando traspiés en línea recta, con su regimiento de licores. Además, no hemos encontrado ninguna relación entre Bachi y las dos víctimas.
– ¡No la hemos necesitado! -dijo Lowell-. Recuerde que Dante sitúa en el infierno a muchas personas a las que no conoció. Ser Bachi tiene dos ingredientes más fuertes que una relación personal con Healey o Talbot. Primero: un excelente conocimiento de Dante. Él es el único, fuera de nuestro club, y aparte, supongo, de Ticknor, con un nivel de comprensión que rivaliza con el nuestro.
– Sin duda -corroboró Holmes.
– Segundo: el motivo -continuó Lowell-. Es pobre como una rata. Se encuentra abandonado por nuestra ciudad y sólo busca consuelo en la bebida. Sus ocasionales trabajos como profesor particular son todo cuanto lo mantiene a flote. Está resentido con nosotros porque cree que Longfellow y yo nos quedamos cruzados de brazos cuando lo despidieron. Y Bachi consideraría a Dante más echado a perder que recuperado por los traicioneros norteamericanos.
– ¿Por qué, mi querido Lowell, eligió Bachi a Healey y a Talbot? -preguntó Fields.
– Pudo haber escogido a quien le pareciera, con tal de que se ajustara a los pecados que decide castigar. Si Dante llegara a revelarse como fuente, podría desprestigiar su nombre en Estados Unidos antes de que el poema se afianzara.
– ¿Podría ser Bachi nuestro Lucifer? -preguntó Fields.
– ¿Debe ser nuestro Lucifer? -replicó Lowell, estremeciéndose mientras se agarraba el tobillo.
Longfellow lo interpeló, mirándole la pierna.
– ¿Lowell?
– Oh, no se preocupe, gracias. Ahora recuerdo que me golpeé contra una plataforma de hierro el otro día, en Wide Oaks.
El doctor Holmes se inclinó hacia delante e hizo un ademán para que Lowell se arremangara la pernera.
– ¿Ha aumentado de tamaño, Lowell?
La abrasión roja había pasado del tamaño de una moneda de un centavo al de un dólar.
– ¿Cómo podría saberlo?
Nunca se había tomado en serio sus propias lesiones.
– Quizá debiera prestarse más atención a usted mismo que a Bachi -le reprendió Holmes-. Esto no tiene el aspecto de una herida que se está curando. Todo lo contrario. ¿Dice que sólo se golpeó? No parece infectada. ¿Le ha estado molestando, Lowell?
De repente sintió el tobillo mucho peor.