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– Ahora duele otra vez. -Se quedó pensativo-. Es posible que mientras estaba en casa de Healey una de aquellas moscas azules se me introdujese en la pernera. ¿Podría ser eso?

– Por lo que yo puedo imaginar, no -respondió Holmes-. Nunca he oído que una mosca azul de esa clase sea capaz de picar. ¿Y si fue otro tipo de insecto?

– No; me hubiera dado cuenta. La aplasté bien aplastada -explicó Lowell haciendo una mueca-. Era una de las que le llevé, Holmes.

Holmes meditó lo anterior.

– Longfellow, ¿ha regresado de Brasil el profesor Agassiz? -Creo que precisamente esta semana -contestó Longfellow. -Sugiero que enviemos al museo de Agassiz las muestras de insectos que usted recogió -dijo Holmes dirigiéndose a Lowell-. No hay nada que él no sepa sobre animales.

Lowell ya estaba más que harto del tema de su propio bienestar.

– Hágalo si cree que debe. Ahora propongo seguir a Bachi unos pocos días, suponiendo que no esté ya muerto de tanto beber. Habría que ver si nos conduce a algún lugar revelador. Dos de nosotros aguardarán frente a su casa en un carruaje, mientras los demás esperan aquí. Si no hay objeciones, yo me pondré al frente de los que vigilen a Bachi. ¿Quién me acompañará?

Nadie se ofreció voluntario. Fields tiró con gesto indolente de la cadena de su reloj.

– ¡Oh, vamos! -dijo Lowell, dando palmaditas en el hombro al editor-. Usted se viene, Fields.

– Lo siento, Lowell. Me he comprometido con Oscar Houghton para un almuerzo hoy. También asistirá Longfellow. Houghtor recibió anoche una nota de Augustus Manning advirtiéndole que deje de imprimir la traducción de Longfellow, o de lo contrario perderá el negocio con Harvard. Debemos hacer algo, y rápidamente, c Houghton cederá.

– Y yo tengo comprometida una charla en el Odeón sobre los últimos avances de la homeopatía y la alopatía, que no podría cancelar sin graves pérdidas económicas para los organizadores -dijo el doctor Holmes, dejando clara cuál era la prioridad-. ¡Todos están invitados a asistir, por supuesto!

– ¡Pero podríamos averiguar algo decisivo! -protestó Lowell.

– Lowell -dijo Fields-. Si permitimos que el doctor Manning nos tome la delantera en lo de Dante mientras nosotros nos ocupamos de esto otro, todo nuestro trabajo de traducción, todo lo que hemos esperado quedará en nada. Nos llevará sólo una hora apaciguar a Houghton, y luego podremos hacer lo que usted dice.

Aquella tarde llegó hasta Longfellow el penetrante olor de los. bistecs y los apagados y alegres ruidos propios del almuerzo, mientras aguardaba de pie frente a la pétrea fachada griega de la casa Revere. Un almuerzo con Oscar Houghton significaría al menos una hora de tregua sin hablar de crímenes ni de insectos. Fields, inclinándose sobre el pescante de su carruaje, daba instrucciones a su cochero para que regresara a la calle Charles, pues Annie Fields debía asistir a su club de señoras en Cambridge. Fields era el único miembro del círculo de Longfellow que tenía coche propio, no sólo porque el editor era el más rico, sino también porque valoraba el lujo por encima de los problemas causados por los cocheros malhumorados y los caballos achacosos.

Longfellow se fijó en una pensativa dama con velo negro que cruzaba Bowdoin Square. Llevaba un libro en la mano y caminaba deliberadamente despacio, con la mirada baja. Pensó en la época en que se encontraba con Fanny Appleton en la calle Beacon, cómo le dirigía un saludo cortés, sin pararse nunca a hablar con él. La había conocido en Europa, mientras se sumergía en los idiomas a fin de prepararse para la docencia, y ella se mostraba bastante agradable con aquel profesor amigo de su hermano. Pero de regreso en Boston, fue como si Virgilio le susurrara a ella al oído el consejo que dio al peregrino en el círculo de los tibios: «No hablemos; miremos y pasemos de largo.» Habiéndosele negado la conversación con la hermosa joven, Longfellow se encontró creando el personaje de una hermosa joven en su libro Hyperion, que modeló pensando en ella.

Pero transcurrieron los meses sin que la joven respondiera al gesto del hombre al que ella llamaba el profesor o el profe, aunque seguro que si hubiera leído el texto se habría reconocido en el personaje. Cuando finalmente encontró de nuevo a Fanny, ella dejó muy claro que no la entusiasmaba verse esclavizada en el libro del profesor, expuesta a la vista de todos. Él no pensó en excusarse, pero en los meses siguientes le abrió sus emociones como nunca lo había hecho, ni siquiera con Mary Potter, la joven que había muerto durante un aborto pocos años después de casarse con Longfellow. La señorita Appleton y el profesor Longfellow empezaron a verse con regularidad. En mayo de 1843 Longfellow le escribió una nota proponiéndole matrimonio. El mismo día, recibió su aceptación. ¡Oh, Día por siempre bendito,'que me abrió a esta Vita Nuova, esta Nueva Vida de felicidad! Repetía estas palabras una y otra vez hasta que tomaron forma, adquirieron peso y pudo abrazarlas y protegerlas como si fueran niños.

– ¿Dónde se habrá metido Houghton? -preguntó Fields cuando partía su carruaje-. Más le vale no olvidarse de nuestro almuerzo.

– Quizá lo hayan retenido en Riverside. Señora… -Longfellow se quitó el sombrero al paso por la acera de una mujer corpulenta, la cual le devolvió una sonrisa tímida. Siempre que Longfellow se dirigía a una mujer, aunque fuera brevemente, era como si le ofreciera un ramo de flores.

– ¿Quién era ésa? -preguntó Fields frunciendo el ceño.

– Ésa -respondió Longfellow-es la señora que nos sirvió una cena en Copeland's hace dos inviernos.

– Ah, bien, sí… De todos modos, si lo han retenido en Riverside, mejor sería que la causa fuera el trabajo con las páginas del Inferno que hemos de enviar a Florencia.

– Fields -dijo Longfellow apretando los labios.

– Lo siento, Longfellow -se excusó Fields-. La próxima vez que la vea le prometo que me quitaré el sombrero.

Longfellow sacudió la cabeza.

– No, no es eso. Mire allí.

Fields siguió la mirada de Longfellow, que se dirigía a un hombre extrañamente encorvado que llevaba una bolsa de hule brillante, y que caminaba con paso excesivamente vivo por la acera opuesta.

– Es Bachi.

– ¿Y ése fue alguna vez profesor de Harvard? -replicó el editor-. Está tan encarnado como una puesta de sol en otoño.

Observaron el paso del profesor italiano, cada vez más rápido hasta convertirse en un trote que concluyó con un salto brusco frente a la fachada de una tienda, en una esquina. La tienda tenía una techumbre baja de tejas y un letrero ostentoso en el escaparate en el que se leía

WADE E HIJO Y CÍA.

– ¿Conoce usted esa tienda? -preguntó Longfellow.

Fields no la conocía.

– Parece tener mucha prisa, ¿verdad?

– Al señor Houghton no le importará aguardar unos momentos -dijo Longfellow tomando a Fields por el brazo-. Venga, podemos enterarnos de algo si lo cogemos por sorpresa.

Cuando echaron a andar hacia la esquina para cruzar la calle, vieron a George Washington Greene que salía con muchas precauciones de la farmacia Metcalf's llevando un cargamento. El hombre de las muchas enfermedades se ofrecía nuevas medicinas como otros se ofrecen helados. Los amigos de Longfellow a menudo se lamentaban de que las pociones de Metcalf's contra la neuralgia, la disentería y demás -vendidas con una imagen de marca que representaba la figura de un sabio con una nariz exagerada-contribuían en gran manera a los accesos de Rip Van Winkle durante sus sesiones de traducción.

– ¡Santo Dios, si es Greene! -le dijo Longfellow a su editor-. Es imperativo, Fields, que evitemos que hable con Bachi.

– ¿Por qué? -preguntó Fields.

Pero la proximidad de Greene impidió seguir hablando.

– ¡Mis queridos Fields y Longfellow! ¿Qué los trae hoy por aquí, caballeros?

– Mi querido amigo -dijo Longfellow, mirando ansiosamente la puerta, bajo la sombra de un dosel, de Wade e Hijo, al otro lado de la calle, aguardando a que Bachi diera señales de vida-. Veníamos a almorzar en la casa Revere. Pero ¿no debía usted estar en Greenwich este día de la semana?