Greene asintió y suspiró al mismo tiempo.
– Shelly quiere que permanezca bajo sus cuidados hasta que mi salud mejore. ¡Pero no puedo estar todo el día en cama, aunque el doctor insista! El dolor nunca mata a nadie, pero es el compañero de cama más molesto. -Entró en minuciosos detalles sobre sus síntomas más recientes. Longfellow y Fields fijaban sus ojos en el otro lado de la calle mientras Greene seguía con su cháchara-. Pero yo no debería aburrir a todo el mundo con cantilenas sobre mis males. No me quejaría si no me sintiera frustrado por perderme otra sesión de Dante, ¡y desde hace semanas no me han dicho una palabra al respecto! He empezado a preocuparme por si el proyecto se abandonaba. Por favor, dígame, querido Longfellow, que ése no es el caso.
– Tan sólo hemos hecho una breve pausa -dijo Longfellow, estirando el cuello para mirar al otro lado de la calle, donde a Bachi se le podía ver a través del escaparate. Estaba gesticulando enérgicamente.
– No tardaremos en reanudar las sesiones. Sin duda -añadió Fields. Un carruaje dobló la esquina de enfrente, privando de la visión del escaparate y de Bachi-. Lo siento, pero debemos irnos, señor Greene -se apresuró a decir Fields, dándole en el codo a Longfellow y tirando de él.
– ¡Pero están ustedes confundidos, caballeros! ¡Han sobrepasado la casa Revere, que está en dirección opuesta! -dijo Greene riendo. -Sí, bien…
Fields buscó una excusa verosímil mientras aguardaban a que un par de coches que se acercaban atravesaran el transitado cruce. -Greene -interrumpió Longfellow-. Debemos hacer primero una breve parada. Por favor, vaya usted al restaurante y almuerce con nosotros y con el señor Houghton.
– Me temo que mi hija se pondría hecha una furia si no regreso -respondió Greene, preocupado-. ¡Oh, miren quién viene! -Greene dio un paso atrás, se tambaleó y quedó fuera de la estrecha acera-. ¡El señor Houghton!
– Mis más sentidas disculpas, caballeros. -Un hombre desgarbado, vestido de negro como un empresario de pompas fúnebres, apareció junto a ellos y bajó su brazo, insólitamente largo, para estrechar la primera mano, que resultó ser la de George Washington Greene-. Estaba a punto de entrar en la casa Revere cuando los vi a ustedes tres con el rabillo del ojo. Espero que su espera no haya sido prolongada. Mi querido señor Greene, ¿se une usted a nosotros? ¿Y cómo sigue usted, mi buen amigo?
– Muy mal alimentado -respondió Greene, revistiéndose de nuevo de sus padecimientos-. La mía era una vida en la que las reuniones de Dante los miércoles por la noche eran el primer y último sustento.
Longfellow y Fields alternaban su vigilancia con vistazos de quince segundos. La entrada de Wade e Hijo seguía bloqueada por el carruaje intruso, cuyo cochero permanecía sentado pacientemente, como si su misión primordial fuera obstruir la visión de los señores Longfellow y Fields.
– ¿Ha dicho usted eran? -le preguntó Houghton a Greene, sorprendido-. Fields, ¿tiene eso algo que ver con el doctor Manning? Pero ¿qué hay de la celebración en Florencia y de la tirada especial del primer volumen? Debo saber si las fechas de publicación se han retrasado, ¡no puedo ir a ciegas!
– Desde luego que no, Houghton -dijo Fields-. Precisamente hemos aflojado las riendas un poco.
– ¿Y en qué puede ayudar, pregunto, un hombre habituado al placer de ese trocito semanal de paraíso? -se lamentó dramáticamente Greene.
– No lo sé -respondió Houghton-. Pero me preocupa imprimir ese libro, tal como se han puesto los precios… ¿Puedo preguntar si su Dante superará cualquier obstáculo que Manning y Harvard se propongan interponer en su camino?
Las manos de Greene se agitaron conforme las levantaba en el aire.
– Si fuera posible resumir una idea precisa de Dante en una sola palabra, señor Houghton, esa palabra sería fuerza. El paisaje de su mundo acaba por asentarse en la memoria de uno junto a su mundo real. Incluso los sonidos que se ha demorado en describir al oído del lector como ásperos, fuertes o suaves, al instante vuelven a usted siempre que oye el rumor del mar o el aullido del viento o el canto de los pájaros.
Bachi salió de la tienda, y ahora pudieron verlo examinando el contenido de su bolsa, con aspecto de gran emoción. Greene se detuvo.
– ¿Fields? Pero ¿qué ocurre? Parece usted esperar que ocurra algo al otro lado de la calle.
Longfellow hizo una seña a Fields, un golpecito con la muñeca, para que entretuviera a su interlocutor. Como compañeros en una situación crítica que de algún modo consiguen comunicar una compleja estrategia con el mínimo gesto. Fields ejecutó una maniobra de distracción para su amigo, pasando su brazo flojamente sobre sus hombros.
– Ya ve, Greene, ha habido varios cambios en el campo de la edición después de la guerra…
Longfellow empujó a un lado a Houghton y le dijo con un hilo de voz:
– Me temo que tendremos que posponer nuestro almuerzo para otra ocasión. Dentro de diez minutos sale un tranvía hacia Back Bay. Le ruego que acompañe hasta allí al señor Greene. Acomódelo y no se vaya hasta que salga el tranvía. Asegúrese de que no se apea.
Longfellow habló levantando ligeramente las cejas para que el otro comprendiera bien su urgencia.
Houghton respondió con un gesto militar, sin pedir mayores explicaciones. ¿Le había pedido alguna vez Henry Longfellow un favor personal o a alguien a quien él conociera? El dueño de Riverside Press deslizó su brazo bajo el de Greene.
– Señor Greene, ¿me permite que lo acompañe al tranvía? Creo que el próximo está a punto de salir y no le conviene esperar mucho rato con este frío de noviembre.
Con apresuradas despedidas, Longfellow y Fields esperaron a que dos grandes ómnibus pasaran atronando calle abajo, tocando las campanillas para avisar. Los dos poetas cruzaron la calle sólo para darse cuenta a la vez de que el profesor italiano ya no estaba en la esquina. Miraron una manzana por delante y otra por detrás, pero no lo vieron en ninguna parte.
– ¿Dónde demonios…? -preguntó Fields.
Longfellow señaló y Fields miró a tiempo para ver a Bachi cómodamente sentado en el asiento trasero del mismo carruaje que había estado obstruyendo su vigilancia. El ruido de los cascos de los caballos se alejaba, al parecer sin compartir la impaciencia del pasajero.
– ¡Y no hay un coche de punto a la vista! -se lamentó Longfellow.
– Podemos atraparlo -dijo Fields-. La caballeriza del cochero Pike está a pocas manzanas de aquí. El bribón pide un cuarto de dólar por un asiento en su carruaje, y medio dólar cuando se considera particularmente extorsionado. Nadie en la manzana puede sufrirlo salvo Holmes, y él no soporta a nadie excepto al doctor.
Fields y Longfellow, caminando con rapidez, encontraron a Pike no en su caballeriza, sino tercamente estacionado frente a la mansión de ladrillos del 21 de la calle Charles. El dúo solicitó los servicios de Pike, y Fields sacó dinero a puñados.
– No puedo servirles, caballeros, ni por todo el dinero de esta comunidad -dijo Pike en tono áspero-. Me he comprometido a transportar al doctor Holmes.
– Escúchenos atentamente, Pike -y Fields exageró el tono de mando que de forma natural tenía su voz-. Somos colaboradores muy estrechos del doctor Holmes. Él le diría que nos cogiera.
– ¿Son ustedes amigos del doctor? -preguntó Pike.
– ¡Sí! -exclamó Fields, aliviado.
– Entonces, como amigos suyos, no es probable que quieran quitarle el coche. Yo estoy comprometido con el doctor Holmes -repitió Pike amablemente, y se sentó de nuevo para sacar punta con los dientes a lo que quedaba de un palillo de marfil.
– ¡Bien! -exclamó Oliver Wendell Holmes, contoneándose en el escalón de acceso a su casa, sosteniendo una cartera de mano, vestido con un traje oscuro de estambre, con una bufanda de seda blanca lindamente anudada como una corbata, y con una rosa blanca en el ojal-. ¡Fields, Longfellow, después de todo vienen ustedes a la conferencia sobre alopatía!