Los caballos de Pike avanzaban a todo correr por la calle Charles, en dirección a las intrincadas calles del centro, rozando las farolas y sobrepasando a los airados conductores de tranvías. El carruaje de Pike era un rockaway destartalado, con un asiento lo bastante ancho para acoger a cuatro pasajeros sin que tuvieran que aplastarse las rodillas unos contra otros. El doctor Holmes había dado instrucciones al cochero para llegar rápidamente a la una menos cuarto al Odeón, pero ahora el destino había cambiado, al parecer en contra de la voluntad del doctor, desde la perspectiva del cochero, y el número de pasajeros se había triplicado. Pike tenía el propósito de conducirlos de todos modos al Odeón.
– ¿Y qué hay de mi conferencia? -preguntó Holmes a Fields una vez en la trasera del carruaje-. Están vendidas todas las entradas, ¿sabe?
– Pike puede dejarlo allí en un periquete en cuanto encontremos a Bachi y le hagamos un par de preguntas -respondió Fields-. Y le aseguro que los periódicos no informarán de que llegó usted tarde. ¡Si yo no hubiera despedido mi coche para dejárselo a Annie, no nos habríamos quedado atrás!
– Pero ¿qué cree usted que conseguirá si damos con él? -inquirió Holmes.
Fue Longfellow quien le contestó:
– Está claro que hoy Bachi está nervioso. Si conversamos con él lejos de su casa, y de su bebida, puede mostrarse menos renuente a hablar. De no habernos tropezado con Greene, es probable que hubiéramos atrapado a Ser Bachi sin estas prisas. Yo estaba por explicarle sencillamente al pobre Greene todo lo que ha ocurrido, pero, la verdad, sería un golpe para una constitución tan débil. Padece todas las calamidades y cree que tiene al mundo en contra. Sólo le falta que le caiga un rayo encima.
– ¡Ahí va! -exclamó Fields, señalando un vehículo a unas cincuenta varas por delante-. Longfellow, ¿no es el carruaje?
Longfellow alargó el cuello por el costado del coche, sintiendo que el viento le golpeaba la barba, y dio señales de asentimiento.
– ¡Cochero, siga recto! -gritó Fields.
Pike aflojó las riendas, y el carruaje recorrió la calle, bamboleándose, a una velocidad muy superior al límite permitido, que la Oficina de Seguridad de Boston había establecido recientemente en «un trote moderado».
– ¡Nos estamos alejando mucho hacia el este! -advirtió Pike a gritos por encima del estrépito de los cascos sobre los adoquines-. Muy lejos del Odeón, ¿sabe, doctor Holmes?
Fields preguntó a Longfellow:
– ¿Por qué habríamos de esconder a Bachi de Greene? No creo que se conozcan.
– Hace tiempo -dijo Longfellow asintiendo-el señor Greene conoció a Bachi en Roma, antes de que se manifestara lo peor de sus padecimientos. Me temo que, si nos hubiéramos acercado a Bachi estando Greene presente, Greene habría hablado demasiado del proyecto Dante, ¡como acostumbra hacer con todo el que esté dispuesto a aguantarlo!, y eso influiría en las ganas de hablar de Bachi, y le haría sentirse aún más desgraciado.
Pike perdió de vista su objetivo varias veces pero, después de unas rápidas vueltas, galopadas notablemente medidas y pacientes retrasos, recuperó la ventaja. El otro cochero también parecía tener prisa, pero permanecía completamente ajeno a la persecución. Cerca de las calles estrechas de la zona portuaria, su presa se les escapó de nuevo. Luego reapareció, arrancando a Pike una blasfemia, por la que se excusó, y acabó por pararse en seco, haciendo volar a Holmes a través de la cabina para dar en el regazo de Longfellow.
– ¡Por ahí viene! -avisó Pike, mientras su colega conducía su coche hacia ellos, alejándose del muelle. Pero el asiento del pasajero estaba vacío.
– ¡Ha debido de apearse en el muelle! -dijo Fields.
Pike retuvo el paso una vez más y sus pasajeros bajaron. El trío se abrió paso entre la aglomeración de gente que saludaba, iba de un lado a otro y contemplaba varios barcos desaparecer entre la niebla mientras los despedía agitando pañuelos.
– A esta hora, la mayoría de los barcos está por el Muelle Largo -dijo Longfellow.
Años antes, él paseaba con frecuencia por el puerto para ver los grandes veleros llegar de Alemania o de España, y oír a los hombres y mujeres hablar sus lenguas nativas. En Boston no había una gran Babilonia de idiomas y colores de piel comparable a su puerto.
Fields tenía dificultades para seguir.
– ¿Wendell?
– ¡Aquí, Fields! -exclamó Holmes, rodeado de una multitud.
Holmes encontró a Longfellow haciendo una descripción de Bachi a un estibador negro que estaba cargando barriles.
Fields decidió preguntar a los pasajeros en la otra dirección, pero al poco se detuvo a descansar al borde de un embarcadero.
– Lleva un traje muy bonito. -Un corpulento jefe de embarque, con una barba grasienta, agarró rudamente a Fields por 'el brazo y lo empujó fuera-. Apártese de los que suben a bordo si no ha sacado billete.
– Buen señor -dijo Fields-, necesito su ayuda inmediata. ¿Ha visto usted a un hombre de baja estatura, con una levita azul arrugada y ojos inyectados en sangre?
El jefe de embarque lo ignoró, ocupado en organizar la fila de pasajeros por clases y por camarotes. Fields observó al hombre mientras se quitaba la gorra (demasiado pequeña para su cabeza de mamut) y se pasaba una áspera mano por su cabello enredado.
Fields cerró los ojos como si estuviera en trance, escuchando las extrañas y nerviosas órdenes de aquel hombre. A su mente acudió una oscura habitación con una pequeña bujía incansable ardiendo en una repisa de chimenea.
– Hawthorne -dijo suspirando casi involuntariamente. El jefe de embarque se detuvo y se volvió hacia Fields. -¿Qué?
– Hawthorne -repitió Fields, sonriendo, sabiendo que estaba en lo cierto-. Usted es un admirador entusiasta de las novelas del señor Hawthorne.
– Bien, yo. -El jefe de embarque rezó o juró para el cuello de su camisa-. ¿Cómo lo ha sabido? ¡Dígamelo en seguida!
Los pasajeros a los que estaba organizando por categorías también se pararon a escuchar.
– No importa. -Fields sintió un impulso gozoso de que conservaba su habilidad para descubrir al público lector que de tanto provecho le había sido muchos años antes, cuando era un joven administrativo en una librería-. Escriba su dirección en esta hoja de papel y le enviaré la nueva colección Azul y Oro, con todas las grandes obras de Hawthorne, autorizada por su viuda. -Fields le tendió el papel y luego lo retiró cerrando la mano-. Si usted me ayuda hoy, señor.
El hombre, súbitamente supersticioso ante los poderes de Fields, rellenó la hoja.
Fields se puso de puntillas e hizo una seña a Longfellow y Holmes, que iban hacia él.
– ¡Comprueben ese embarcadero! -les gritó.
Holmes y Longfellow abordaron a un capitán de puerto y le describieron a Bachi.
– ¿Y quiénes son ustedes?
– Buenos amigos suyos -respondió Holmes dando voces-. Por favor, díganos si se ha ido.
Fields se reunió ahora con ellos.
– Bien, yo lo he visto venir al puerto -respondió el hombre, con una lentitud sinuosa y desesperante-. Creo que subió a bordo ahí y que estaba nervioso a más no poder -añadió, señalando un barquito en el mar que no hubiera podido transportar a más de cinco pasajeros.
– Bueno, ese barquichuelo no puede ir muy lejos. ¿Adónde se dirige? -preguntó Fields.
– ¿Ése? Es sólo un transporte entre el muelle y el barco. El Anonimo es demasiado grande para atracar en este embarcadero. Así que está esperando fuera del puerto. ¿Lo ve?
Su silueta apenas resultaba visible en medio de la niebla, apareciendo y desapareciendo, pero era el vapor más grande que habían visto.