– Oh, me parece que su amigo se dio mucha prisa en subir a bordo. Ese barquito que tomó está haciendo el último viaje, con los pasajeros que llegaban tarde. Luego zarpará.
– ¿Hacia dónde zarpará? -preguntó Fields, dándole un vuelco el corazón.
– Hacia el otro lado del Atlántico, señor. -El capitán de puerto dirigió una mirada a su pizarra-. ¡Una escala en Marsella y, ah, sí, luego a Italia!
El doctor Holmes llegó al Odeón a tiempo para pronunciar una conferencia decididamente bien recibida. Su audiencia consideró que era un conferenciante importantísimo por haberse retrasado. Longfellow y Fields se sentaron en la segunda fila, muy atentos, junto al hijo menor del doctor Holmes, Neddie, las dos Amelias y John, el hermano de Holmes. En la segunda de una serie de tres conferencias de abono, organizadas por Fields, Holmes examinó los procedimientos médicos en relación con la guerra.
– La curación es un proceso vivo dijo Holmes a su audiencia-, en gran parte bajo la influencia de las condiciones mentales. -Y explicó cómo a menudo la misma herida recibida en combate curaba bien en los soldados vencedores, pero resultaba fatal en los vencidos.
»De este modo emerge esa región media entre ciencia y poesía a la que los hombres considerados sensatos se guardan muy bien de acceder.
Holmes miró la fila ocupada por su familia y amigos y el asiento vacío reservado a Wendell Junior.
– Mi hijo mayor recibió más de una de esas heridas durante la guerra, y fue devuelto a casa por el Tío Sam con algunos ojales nuevos en su chaleco natural. -Risas-. Hubo también en esa guerra muchísimos corazones perforados que no muestran señal alguna de bala.
Tras la conferencia, y con la necesaria cantidad de elogios dirigidos al doctor Holmes, Longfellow y aquél acompañaron a su editor nuevamente a la Sala de Autores, en el Corner, a esperar a Lowell. Allí se decidió que debía organizarse en casa de Longfellow una reunión del club de traducción para el miércoles siguiente.
La sesión planeada serviría a un doble propósito. Primero, apaciguaría todas las inquietudes de Greene sobre el estado de la traducción y sobre la extraña conducta suya y de Houghton de la que había sido testigo, y así se minimizaría el riesgo de nuevas interferencias como la que les había costado perder la información que Bachi hubiera podido poseer. Segundo, y quizá lo más importante, les permitiría progresar en la traducción de Longfellow. Éste trataba de mantener su promesa de tener listo el Inferno para enviarlo al Festival Dante en Florencia, el último del año, con motivo del sexto centenario del nacimiento del poeta, en 1265.
Longfellow no quiso admitir que era improbable que terminara antes de concluir el año 1865, a menos que sus investigaciones experimentaran algún milagroso avance. Pero había empezado a trabajar en su traducción por la noche, solo, implorando interiormente a Dante que le aportara sabiduría para ver a través de los confusos finales de Healey y Talbot.
– ¿Está el señor Lowell? -dijo una voz baja, acompañada de una llamada con los nudillos a la puerta de la Sala de Autores.
Los poetas estaban exhaustos.
– Me temo que no -respondió Fields con indisimulado fastidio al invisible inquisidor.
– ¡Excelente!
El príncipe de los comerciantes de Boston, Phineas Jennison, apuesto como siempre, con traje y sombrero blancos, se deslizó dentro y cerró de golpe la puerta tras él, imperturbable.
– Uno de sus empleados me dijo que podría encontrarlo aquí, señor Fields. Deseo hablar libremente sobre Lowell y es mejor que el muchacho no esté presente. -Colgó su alta chistera en el perchero de hierro de Fields, con lo que su brillante cabello se derramó sobre el lado izquierdo en una soberbia caída-. El señor Lowell pasa por dificultades.
El visitante suspiró al advertir la presencia de los dos poetas. Estuvo a punto de caer sobre una rodilla mientras estrechaba las manos de Holmes y de Longfellow, manejándolas como si fueran botellas de vino de las más raras y delicadas cosechas.
Jennison disfrutaba dedicando sus cuantiosas riquezas al patrocinio de artistas y a su propio perfeccionamiento en materia de apreciación de las bellas letras. Nunca dejaba de sentirse abrumado ante los genios a los que sólo conocía gracias a su dinero. Jennison se acomodó en una butaca.
– Señor Fields, señor Longfellow, doctor Holmes -dijo nombrándolos con exagerada ceremonia-. Todos ustedes son buenos amigos de Lowell, mejores de lo que me es dado serlo a mí, pese a tener el privilegio de conocerlo, porque el verdadero conocimiento sólo se da entre genios.
Holmes lo interrumpió nerviosamente:
– Señor Jennison, ¿le ha sucedido algo a Jamey?
– Estoy enterado, doctor -dijo Jennison suspirando hondamente y buscando las palabras-, estoy enterado de los malhadados hechos relacionados con Dante, y estoy aquí porque deseo ayudarlos en lo que haga falta para contrarrestarlos.
– ¿Hechos relacionados con Dante? -repitió Fields con voz rota. Jennison asintió solemnemente.
– La maldita corporación y sus esperanzas de librarse de ese curso de Lowell sobre Dante. ¡Y su intento de detener su traducción, queridos señores! Lowell me habló de eso, aunque es demasiado orgulloso para solicitar ayuda.
Tres suspiros contenidos escaparon de debajo de los respectivos chalecos tras las palabras de Jennison.
– Ahora, como seguramente saben ustedes, Lowell ha cancelado temporalmente sus clases -dijo Jennison, mostrando su contrariedad al advertir la aparente indiferencia de sus interlocutores ante algo que los concernía-. Bien, pues yo digo que eso no puede ser. Eso no beneficia a un genio de la categoría de James Russell Lowell y no debe consentirse sin luchar. Temo que sea inminente la posibilidad de que a Lowell lo hagan pedazos si emprende una vía de conciliación. Y en la universidad oigo que Manning está exultante.
Esto último lo dijo con el ceño fruncido a causa de la preocupación.
– ¿Qué quiere usted que hagamos nosotros, mi querido señor Jennison? -preguntó Fields con un movimiento deferente.
– Anímenlo a que se muestre más audaz. -Jennison subrayó su afirmación con un puñetazo en la palma de la mano-. Sálvenlo de su propia cobardía o nuestra ciudad perderá uno de sus corazones más vigorosos. Pero he tenido otra idea. Creen una organización permanente dedicada al estudio de Dante, ¡yo mismo aprendería italiano para ayudarlos! -Jennison desplegó una sonrisa, a la vez que su cinturón monedero de piel, del que sacó y contó unos billetes grandes-. Una asociación dantista de algún tipo, dedicada a proteger esa literatura tan querida para ustedes, caballeros. ¿Qué me dicen? Nadie tiene por qué saber que yo intervengo, y ustedes les ganarán la mano a los miembros de la corporación.
Antes de que alguien pudiera replicar, la puerta de la Sala de Autores se abrió de repente. Lowell se quedó parado ante ellos, pálido el rostro.
– ¿Qué pasa Lowell? ¿Algo va mal? -preguntó Fields.
Lowell empezó a hablar pero luego reparó en Jennison.
– ¿Phinny? ¿Qué está usted haciendo aquí?
Jennison dirigió una mirada a Fields, en demanda de ayuda.
– El señor Jennison y yo teníamos algunos asuntos pendientes -dijo Fields, poniéndole al hombre de negocios el cinturón monedero en las manos y empujándolo hacia la puerta-. Pero ya se iba.
– Espero que todo vaya bien, Lowell. ¡Pronto me pondré en contacto con usted, amigo mío!
Fields encontró en el vestíbulo a Teal, el dependiente del turno de tarde, y le pidió que acompañara abajo a Jennison. Luego cerró con pestillo la puerta de la Sala de Autores.
Lowell se sirvió una bebida en el mueble bar.
– Oh, no van a creer la mala suerte que he tenido, amigos míos. Casi me rompo la cabeza a fuerza de retorcerla buscando a Bachi en Half Moon Place, y acabé igual que empecé. No estaba en ninguna parte y nadie de los alrededores sabía dónde podría encontrarlo. No creo que los dublineses de la zona le dirigieran la palabra a un italiano aunque estuvieran hundiéndose allí mismo en una balsa y el italiano tuviera un corcho. Quizá haya ido a divertirse por ahí, como han hecho ustedes esta tarde.