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Fields, Holmes y Longfellow guardaron silencio.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? -preguntó Lowell.

Longfellow sugirió que cenaran en la casa Craigie, y por el camino le explicaron a Lowell lo sucedido con Bachi. Después de la cena, Fields le dijo que había vuelto a hablar con el capitán de puerto y lo había convencido, con la ayuda de una moneda de oro del águila norteamericana, para que comprobara el registro y le informara sobre el viaje de Bachi. La entrada correspondiente indicaba que había adquirido un billete de ida y vuelta con descuento, que no le permitiría regresar antes de enero de 1867.

De nuevo en el salón de Longfellow, Lowell se dejó caer en una butaca, anonadado.

– Sabía que lo habíamos encontrado. Bien, le dimos a conocer que sabíamos lo de Lonza. ¡Nuestro Lucifer se nos ha escurrido entre los dedos, como si fuera arena!

– ¡Pues deberíamos celebrarlo! -replicó Holmes riéndose-. ¿No comprende lo que eso significa, si estuviera usted en lo cierto? Vaya, que es un pobre final para sus gemelos de teatro enfocados a todo lo que parece estimulante.

– Jamey, si Bachi fuera el asesino… -dijo Fields inclinándose hacia Lowell.

Holmes completó el pensamiento con una sonrisa brillante:

– Entonces, estaríamos a salvo. Y la ciudad estaría a salvo. ¡Y Dante! Si gracias a nuestro conocimiento lo hemos ahuyentado, lo hemos derrotado, Lowell.

Fields se puso de pie, radiante.

– Oh, señores, voy a organizar una cena Dante que hará palidecer el club del Sábado. ¿Cómo va a ser la carne de cordero tan tierna como el verso de Longfellow? ¿Y puede chispear el Moét como el ingenio de Holmes, y los cuchillos de trinchar, rivalizar con la agudeza de la sátira de Lowell?

Se dedicaron tres brindis a Fields.

Todo esto alivió un tanto a Lowell, como también la noticia de una sesión de traducción de Dante, lo que equivalía a reanudar la normalidad, el regreso al puro disfrute de su erudición. Esperaba que ellos no hubieran perdido ese placer al aplicar su conocimiento sobre Dante a tan repugnantes asuntos.

Longfellow parecía saber lo que inquietaba a Lowell.

– En tiempos de Washington -dijo-fundieron los tubos de los órganos de las iglesias para fabricar balas, querido Lowell. No tenían elección. Ahora, Lowell, Holmes, ¿quieren acompañarme abajo, a la bodega, mientras Fields va a ver cómo sigue el trabajo en la cocina? -preguntó mientras tomaba una bujía de la mesa.

– ¡Ah, los verdaderos cimientos de toda casa! -comentó Lowell levantándose de la butaca de un salto-. ¿Dispone usted de una buena cosecha, Longfellow?

– Ya conoce usted mi método práctico, señor Lowelclass="underline"

Cuando invites a un amigo a cenar dale tu mejor vino. Cuando invites a dos, bastará el segundo mejor.

Los presentes emitieron un repiqueteo de carcajadas, aumentadas con una sensación de alivio.

– ¡Pero tenemos a cuatro sedientos a los que satisfacer! -objetó Holmes.

– Entonces no esperemos mucho, mi querido doctor -le aconsejó Longfellow.

Holmes y Lowell lo siguieron a la bodega, iluminándose con el fulgor plateado de la bujía. Lowell recurrió a las risas y a la conversación para distraerse del punzante dolor que irradiaba en su pierna, golpeándolo y trasladándose hacia arriba desde el disco rojo que le cubría el tobillo.

Phineas Jennison, con chaqueta blanca, chaleco amarillo y un obstinado sombrero blanco de ala ancha, bajó las escaleras de su mansión de Back Bay. Caminaba y silbaba. Daba vueltas a su bastón de paseo, con adornos de oro, y se reía de buena gana, como si acabara de oír un bonito chiste en su cabeza. Phineas Jennison se reía a menudo para sí de esa manera, mientras paseaba todas las noches por Boston, la ciudad que había conquistado. Le quedaba un mundo que conseguir, un mundo donde el dinero tenía graves limitaciones, donde la sangre determinaba gran parte de la posición de uno, y esta conquista debía realizarla, pese a los recientes impedimentos.

Desde el otro lado de la calle era observado, observado paso a paso desde el momento en que dejó atrás su mansión. La siguiente sombra que necesitaba castigo. Mira cómo camina, silba y ríe, como el que no sabe lo que es el error y no ha conocido ninguno. Paso a paso. La vergüenza de una ciudad que ya no podía dirigir el curso de su futuro. Una ciudad que había perdido su alma. El que sacrificó al único que pudo reunificarlos a todos. El observador lo llamó.

Jennison se detuvo, frotándose su famosa barbilla con hoyuelo. Miró de través en la noche.

– ¿Alguien dice mi nombre?

Sin respuesta.

Jennison cruzó la calle, miró adelante y reconoció vagamente a la persona que permanecía en pie, inmóvil, junto a la iglesia. Se sintió tranquilo.

– Ah, es usted. Lo recuerdo. ¿Qué deseaba?

Jennison notó que el hombre hacía un quiebro y se le colocaba detrás. Luego, algo perforó la espalda del príncipe de los comerciantes.

– Tome mi dinero, señor, ¡tómelo todo! ¡Por favor! ¡Puede cogerlo y seguir su camino! ¿Cuánto quiere? ¡Dígalo! ¿Qué me dice?

– «A través de mí el camino discurre entre las gentes perdidas. A través de mí.»

Lo último que esperaba encontrar J. T. Fields cuando, a la mañana siguiente, se apeó de su carruaje, era un cadáver.

– Aquí mismo -le dijo Fields a su cochero.

Fields y Lowell bajaron y caminaron por la acera en dirección a Wade e Hijo.

– Aquí es donde entró Bachi antes de dirigirse a toda prisa al puerto -dijo Fields mostrándole el lugar a Lowell.

No habían encontrado ninguna mención de la tienda en las guías de la ciudad.

– Que me cuelguen si Bachi no vino aquí por algo turbio -dijo Lowell.

Llamaron con los nudillos tranquilamente, sin que hubiera respuesta. Al cabo de un rato, la puerta osciló, se abrió y salió un hombre con una larga guerrera azul con botones brillantes que no les prestó la menor atención. Llevaba una caja rebosante de objetos diversos.

– Usted perdone -dijo Fields.

Otros dos policías se aproximaban ahora y abrieron de par en par las puertas de Wade e Hijo, empujando dentro a Lowell y Fields. En el interior había un hombre muy anciano, de barbilla afilada, derrumbado sobre el mostrador, todavía con la pluma en la mano, como si se hubiera quedado a mitad de una frase. Las paredes y las estanterías estaban desnudas. Lowell se internó más. El poeta fijó la vista fascinado porque el hombre parecía estar vivo.

Fields corrió a su lado y lo cogió del brazo para conducirlo a la puerta.

– ¡Está muerto, Lowell!

– Tan muerto como uno de los cuerpos que Holmes maneja en la facultad de Medicina -precisó Lowell, mostrándose de acuerdo-. Me temo que a nuestro dantista no le corresponde cometer un asesinato tan prosaico.

– ¡Venga, Lowell! -A Fields le invadió el pánico ante el creciente número de policías afanándose en estudiar el local, sin percatarse todavía de la presencia de los dos intrusos.

– Fields, hay una maleta junto a él. Estaba preparándose para huir, exactamente igual que Bachi. -Miró de nuevo la pluma en la mano del muerto-. Estaba tratando de dejar listos sus asuntos pendientes, creo.

– ¡Por favor, Lowell! -exclamó Fields.

– Muy bien, Fields. -Pero Lowell dio un rodeo en dirección al cadáver, se detuvo ante la bandeja del correo sobre el escritorio y deslizó en su bolsillo el sobre de encima-. Venga acá.

Lowell echó un vistazo a la puerta. Fields avanzó apresuradamente, pero se detuvo para mirar atrás cuando no advirtió la presencia de Lowell tras él. Lowell se había parado en medio del local con una temerosa y doliente expresión en el rostro.

– ¿Qué le pasa, Lowell?

– La herida del tobillo.

Cuando Fields se volvió de nuevo hacia la puerta, un policía estaba aguardando allí con expresión de curiosidad.