– Si seguimos adelante con el Dante de Longfellow, Augustus Manning hará que se cancelen todos los contratos de edición entre Harvard y Ticknor y Fields.
– ¡Pero eso representa miles de dólares; decenas de miles, si pensamos en los próximos años! -dijo Osgood, alarmado. Fields asintió pacientemente.
– Hummm… ¿Sabe usted, Osgood, por qué no publicamos a Whitman cuando nos trajo Hojas de hierba? -No aguardó la respuesta-. Porque Bill Ticknor no quiso crearle problemas a la casa debido a los pasajes carnales.
– ¿Puedo preguntarle si ahora lo lamenta, señor Fields?
Se sintió complacido por la pregunta. Moduló el tono de su voz, que pasó de la propia del patrón a la del mentor.
– No, mi querido Osgood. Whitman pertenece a Nueva York, como perteneció Poe. -Este nombre lo pronunció con más amargura, por razones que todavía permanecían latentes-. Y les dejaré conservar lo poco que tienen. Pero ante la verdadera literatura no debemos retroceder. En Boston, no. Y ahora no lo haremos.
Quiso decir «ahora que Ticknor nos ha dejado». No es que el difunto William D. Ticknor no tuviera sentido de la literatura. De hecho, podía decirse que los Ticknor llevaban la literatura en la sangre, o al menos en algún órgano vital, y su primo George Ticknor había sido en otro tiempo una autoridad en materia de literatura en Boston, como predecesor de Longfellow y de Lowell en la cátedra Smith de Harvard. Pero William D. Ticknor había empezado en Boston en el campo complejo de las finanzas, y había trasladado a la edición, que por aquel tiempo era poco más que vender libros, la mentalidad de un sutil banquero. Era Fields quien reconocía el genio en los manuscritos y las monografías a medio terminar, y era Fields quien había alimentado amistades entre los grandes autores de Nueva Inglaterra, cuando otros editores echaban el cierre por falta de beneficios o porque dedicaban mucho tiempo a la venta al por menor.
Cuando Fields era un joven empleado se decía que mostraba capacidades sobrenaturales (o «muy extrañas», como puntualizaban los demás asalariados): podía predecir, por el porte y apariencia de un cliente, qué libro desearía. Al principio eso se lo reservaba, pero cuando los otros empleados descubrieron su don, se convirtió en fuente de frecuentes apuestas, y los que apostaban contra Fields siempre acababan mal el día. Poco después Fields transformaría la industria al convencer a William Ticknor para que retribuyera a los autores en lugar de engañarlos, y le hizo darse cuenta de que la publicidad podía convertir a los poetas en personalidades notorias. Como socio, Fields adquirió The Atlantic Monthly y The North American Review como tribunas para sus autores.
Osgood nunca sería un hombre de letras como Fields, un literato, y por eso dudaba al comparar ideas en materia de verdadera literatura.
– ¿Por qué Augustus Manning habría de amenazar con semejante medida? Eso es extorsión, ni más ni menos -dijo, indignado.
Al oír esto, Fields sonrió para sus adentros, pensando cuánto le quedaba aún por aprender a Osgood.
– Nosotros extorsionamos a todos los que conocemos, Osgood; de lo contrario no se haría nada. La poesía de Dante es extranjera y desconocida. La corporación vela por la reputación de Harvard controlando toda palabra que se permita atravesar las puertas de la universidad, Osgood: cualquier cosa desconocida o que no se pueda conocer los atemoriza sobremanera. -Fields tomó la edición de bolsillo de la Divina Commedia de Dante que había encontrado en Roma-. Entre estas dos cubiertas hay suficiente rebelión para desenmarañarlo todo. La mentalidad de nuestro país está cambiando con la velocidad de un telégrafo, Osgood, y nuestras grandes instituciones van por detrás, a paso de diligencia.
– Pero ¿por qué habría de verse afectado su buen nombre en este asunto? Nunca han impugnado una traducción de Longfellow. El editor fingió indignación.
– Así es, pero ellos siguen asociando ese texto con algo de lo más temible, algo que difícilmente puede ser eliminado.
La relación de Fields con Harvard era la de editor de la universidad. Los demás eruditos tenían lazos más estrechos: Longfellow había sido su más famoso profesor hasta que se retiró, unos diez años antes, para dedicarse plenamente a su poesía; Oliver Wendell Holmes, James Russell Lowell y George Washington Greene eran ex alumnos; y Holmes y Lowell, profesores prestigiosos: Holmes, titular de la cátedra Parkman en la facultad de Medicina, y Lowell encabezaba la sección de lenguas modernas y literatura en Harvard, que había sido el anterior puesto desempeñado por Longfellow.
– Esto se considerará una obra maestra surgida del corazón de Boston y del alma de Harvard, querido Osgood. Incluso Augustus Manning no está tan ciego como para no tenerlo en cuenta.
El doctor Oliver Wendell Holmes, profesor de medicina y poeta, se apresuraba por los senderos despejados del Boston Common, en dirección al despacho de su editor, como si lo estuvieran persiguiendo (aunque se detuvo dos veces para firmar unos autógrafos). Si uno pasaba cerca del doctor Holmes o fuera uno de aquellos paseantes que esgrimían la pluma en demanda de una firma en un libro, se le podía oír canturrear en tono resuelto. En el bolsillo de su chaleco de moaré ardía el doblado rectángulo de papel que impulsaba al pequeño doctor al Corner (o sea, al despacho de su editor) y que le producía temor.
Cuando se encontraba con sus admiradores, los animaba a que nombraran a sus favoritos. «Oh, eso. Dicen que el presidente Lincoln recitaba ese poema de memoria. Bien, verdaderamente, él mismo m dijo…» La forma del rostro juvenil de Holmes, la boca pequeña apretada contra la mandíbula floja, le hacían parecer que realizaba un es fuerzo para mantener la boca cerrada por un período de tiempo apreciable.
Después de dejar atrás a los demandantes de autógrafos, se de tuvo una sola vez, vacilante, en la librería Dutton y Cía, donde contó tres novelas y cuatro volúmenes de poesía completamente nuevos y (con toda probabilidad) de jóvenes autores de Nueva York. Todas la; semanas, las noticias literarias anunciaban que acababa de publicarse el libro más extraordinario de la época. «Profunda originalidad» se había convertido en algo común que, en caso de no saber más, uno podía considerar el producto nacional más corriente. Unos poco años antes de la guerra, parecía que el único libro del mundo era su Autocrat of the Breakfast-Table [El autócrata de la mesa del desayuno], el ensayo seriado con el que Holmes sobrepasó todas las expectativas al inventar una nueva actitud hacia la literatura, hecha de observación personal.
Holmes irrumpió en la amplia sala de exposiciones de Ticknor y Fields. Como los antiguos judíos recordaban ante el Segundo Templo las glorias que éste había reemplazado, el doctor Holmes no podía resistir la brillantez aceitada y pulida ni dejar que se filtraran en sus evocaciones sensoriales los rancios locales de la librería Old Corner, en las calles Washington y School, en las que la editorial y sus autores estuvieron apretujándose durante décadas. Los autores de Fields llamaban al nuevo palacete, en la esquina de la calle Tremont y la plaza Hamilton, Corner o el New Corner, en parte por costumbre pero también como una afilada nostalgia de sus comienzos.
– Buenas tardes, doctor Holmes. ¿Viene usted a ver al señor Fields?
La señorita Cecilia Emory, la agradable joven de recepción, tocada con un sombrero azul, recibió al doctor Holmes con una nube de perfume y con una cálida sonrisa. Fields había tomado a varias mujeres como secretarias cuando se inauguró el Corner, un mes antes, a pesar de que un coro de críticos condenaba esa práctica en un edificio repleto de hombres. La idea, casi con certeza, tuvo su origen en la esposa de Fields, Annie, voluntariosa y bella (cualidades que por lo general son aliadas).
– Sí, querida -dijo Holmes inclinándose-. ¿Está?
– Ah, ¿es que el gran autócrata de la mesa del desayuno desciende a presentarse ante nosotros?