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– Acabábamos de venir en busca de un amigo nuestro, señor agente, al que vimos entrar en esta tienda ayer.

Después de oír su historia, el policía decidió tomar nota en su libreta.

– ¿Cómo dice que se llamaba ese amigo, el italiano?

– Bachi. B-a-c-h-i.

Cuando a Lowell y a Fields se les permitió retirarse, llegaron el detective Henshaw y otros dos hombres de la oficina de detectives con el forense, el señor Barnicoat, y despidieron a la mayor parte de los policías.

– Que lo entierren en el cementerio de los pobres con el resto de la inmundicia -dijo Henshaw cuando vio el cuerpo-. Ichabod Ross. No quiero perder más tiempo; aún no he desayunado.

Fields se demoró hasta que Henshaw se encontró con sus ojos, que echaban fuego.

El periódico de la tarde contenía una breve reseña sobre el asesinato de Ichabod Ross, un pequeño comerciante, durante un robo.

El sobre que Lowell había escamoteado llevaba el membrete RELOJES VANE. Se trataba de una casa de empeños situada en una de las calles más indeseables del este de Boston.

Cuando a la mañana siguiente Lowell y Fields entraron en la tienda, desprovista de escaparates, se encontraron frente a un hombre corpulento, que pesaría unos ciento cuarenta kilos, con una cara tan encarnada como el tomate más maduro, y una barba verdosa brotándole de la barbilla. Un enorme surtido de llaves colgaba de una cuerda en torno a su cuello y tintineaba cada vez que se movía.

– ¿Señor Vane?

– El mismo -replicó, pero su sonrisa se congeló cuando miró a sus interlocutores de arriba abajo y vio cómo vestían-. ¡Ya les he dicho a esos detectives de Nueva York que yo no pasé aquellos billetes falsos!

– Nosotros no somos detectives -dijo Lowell-. Creemos que esto le pertenece. -Colocó el sobre encima del mostrador-. Es de Ichabod Ross.

Desplegó una enorme sonrisa.

– ¡Vaya, el pobre! Aunque al viejo lo han apiolado sin haber arreglado cuentas conmigo.

– Señor Vane, lamentamos la pérdida de su amigo. ¿Por qué cree usted que alguien desearía acabar así con el señor Ross? -preguntó Fields.

– Oh, investigadores curiosos, ¿eh? Bien, no se han equivocado al llamar a mi puerta. ¿Cuánto me van a pagar?

– Lo que le debiera el señor Ross -contestó Fields.

– ¡Eso es lo que me corresponde legítimamente! -admitió Vane-. No me lo negarán.

– Todo hay que hacerlo por dinero, ¿verdad? -objetó Lowell.

– Lowell, por favor -murmuró Fields.

La sonrisa de Vane se congeló otra vez mientras miraba de frente. Sus ojos se abrieron hasta duplicar su tamaño.

– ¿Lowell? ¡Lowell, el poeta!

– Bueno, sí… -admitió Lowell, un tanto desconcertado.

– ¿Y qué hay tan raro como un día de junio? -recitó el hombre, que hizo una pausa para reírse y continuó:

¿Y qué hay tan raro como un día de junio?

Entonces, como siempre, llegan días perfectos; entonces el cielo tienta la tierra por si está en sazón, y sobre ella reclina suavemente su cálido oído; si miramos o escuchamos,

percibimos el murmullo de la vida o lo vemos resplandecer.

– La palabra correcta en el cuarto verso es blandamente -le corrigió Lowell con cierta indignación-. Reclina blandamente su cálido oído, ¿sabe?

– ¡Que no me digan que no hay un gran poeta norteamericano! ¡Oh, Dios, si hasta tengo su casa! -anunció Vane, sacando de debajo de su mostrador un ejemplar encuadernado en cuero de Los hogares de nuestros poetas y los lugares que frecuentan, y lo hojeó hasta llegar al capítulo sobre Elmwood-. Oh, incluso guardo su autógrafo en mi colección. Junto con Longfellow, Emerson y Whittier, usted es mi favorito. También está aquí ese bribón de Oliver Holmes, que sería mejor aún si no se dedicara a tantas cosas distintas.

El hombre, que se había sonrojado, adquiriendo un tono bardolfiano a causa de la emoción, abrió un cajón con una de las llaves que llevaba colgando y extrajo una tira de papel en la que figuraba el nombre de James Russell Lowell.

– ¡Anda, pero si ésta no es mi firma, ni mucho menos! -dijo Lowell-. ¡Quienquiera que escribiese esto no sabía poner la pluma en el papel! Le pido, señor, que se deshaga en seguida de los autógrafos fraudulentos de todos los autores que conserve en su poder, o tendrá noticias hoy mismo del señor Hillard, mi abogado.

– ¡Lowell! -le reclamó Fields empujándolo para apartarlo del mostrador.

– ¡Qué bien dormiré esta noche sabiendo que tan distinguido ciudadano tiene ilustraciones suficientes en ese libro como para localizar mi casa! -exclamó Lowell.

– ¡Necesitamos la ayuda de este hombre!

– Sí -admitió Lowell, acomodándose la chaqueta-. En la iglesia, con los santos; en la taberna, con los pecadores.

– Por favor, señor Vane -dijo Fields volviéndose hacia el propietario y abriendo su cartera-. Deseamos saber acerca del señor Ross y luego lo dejaremos tranquilo. ¿Cuánto aceptaría usted por transmitirnos sus conocimientos?

– ¡No lo haría ni por un centavo! -replicó Vane riéndose buena gana, y con unos ojos que parecían retroceder muy lejos en su cerebro-. ¿Es que todo hay que hacerlo por dinero?

Vane propuso cuarenta autógrafos de Lowell como pago. Fields levantó una ceja en señal de advertencia dirigida a Lowell, que accedió de mala gana. Lowell se puso a firmar en las dos columnas de una libreta.

– Un artículo de primera calidad -declaró Vane con gesto de aprobación, viendo lo escrito por Lowell.

Vane le dijo a Fields que Ross, antiguo impresor de un periódico, cambió esa actividad por la de imprimir moneda falsa. Ross cometió la equivocación de pasar ese dinero a un círculo de jugadores que utilizaba los billetes falsos para engañar en los garitos de la ciudad, y que recurrió a algunas casas de empeños como involuntarios peristas de artículos adquiridos con el dinero conseguido en esa operación (la palabra involuntarios fue pronunciada con un acentuado movimiento de la boca del caballero, con la lengua tocándole los labios superior e inferior, alcanzando casi la nariz). Sólo era cuestión de tiempo que estos planes lo alcanzaran a él.

De nuevo en el Corner, Fields y Lowell repitieron todo eso a Longfellow y Holmes.

– Supongo que podemos adivinar lo que Bachi llevaba en la bolsa cuando abandonó la tienda de Ross -dijo Fields-. Una bolsa con billetes falsos como una especie de arreglo a la desesperada. Pero ¿cómo se mezclaría él en un asunto de falsificación?

– Si no puedes ganar dinero, supongo que puedes hacerlo -dijo Holmes.

– Fuese lo que fuese lo que llevara -concluyó Longfellow-, parece que el signor Bachi pudo marcharse a tiempo.

El miércoles por la noche, Longfellow dio la bienvenida a sus huéspedes en la puerta de la casa Craigie, a la vieja usanza. A medida que entraban, recibían una segunda bienvenida en forma de gañido de Trap. George Washington Greene confesó lo mucho que había mejorado su salud después de recibir el aviso de la reunión, y que esperaba que ahora se reanudara la regularidad prevista. Estaba tan diligentemente preparado como siempre para los cantos que se le habían asignado.

Longfellow dio por comenzada la reunión y los eruditos ocuparon sus asientos. El anfitrión hizo circular el canto de Dante en italiano y las correspondientes pruebas de su traducción al inglés. Trap observaba cómo se desarrollaba la sesión con agudo interés. Satisfecho por el orden en la acostumbrada distribución de los asientos y por la comodidad de su dueño, el centinela canino se instaló en el hueco bajo el aparatoso sillón de Greene. Trap sabía que el anciano sentía especial afecto por él, que se manifestaba en forma de comida de la cena, y además el sillón de terciopelo de Greene estaba en el lugar más próximo al intenso calor que difundía la chimenea del estudio.

«Ahí detrás hay un diablo que nos engalana.»