Después de despedirse de la comisaría central, Nicholas Rey se esforzó para no quedarse dormido en el tranvía. Sólo ahora sintió lo poco que había descansado todas las noches, aunque prácticamente había estado encadenado a su escritorio por orden del alcalde Lincoln, con poco quehacer para llenar el día. Kurtz había encontrado un nuevo conductor, un patrullero novato de Watertown. En el breve sueño de Rey en medio de los bruscos movimientos del coche, se le aproximó un hombre de aspecto bestial y le susurró: «No puedo morir mientras esté aquí», pero, aun soñando, Rey sabía que aquí no era una pieza del rompecabezas que le quedó por resolver en el asunto de la muerte de Elisha Talbot. «No puedo morir mientras esté…» Lo despertaron dos hombres, colgados de los agarraderos, que discutían sobre las ventajas del sufragio femenino, y luego, aún soñoliento, llegó a una conclusión; alcanzó a comprender que la figura bestial de su sueño tenía el rostro del saltador, aunque amplificado tres o cuatro veces su tamaño. La campanilla no tardó en tintinear, y el cobrador gritó: «¡Monte Auburn! ¡Monte Auburn!»
Mabel Lowell, que acababa de cumplir los dieciocho años, aguardó a que su padre saliera hacia la reunión del club Dante y revisó el escritorio de caoba, de estilo francés, cuya función había sido rebajada a almacén de papeles por su padre, quien prefería escribir sobre una vieja escribanía de cartón en su butaca de la esquina.
Echaba de menos los buenos espíritus paternos alrededor de Elmwood. Mabel Lowell no tenía interés en corretear tras los muchachos de Harvard o en reunirse con la pequeña Amelia Holmes en el círculo de costureras y hablar de a quién aceptaban y a quién rechazaban (excepto en el caso de jóvenes extranjeras, cuyo rechazo no requería discusión), como si todo el mundo civilizado estuviera esperando ser admitido en el club de costura. Mabel quería leer y viajar por el mundo para ver en persona aquello sobre lo que había leído en los libros, los de su padre y los de otros autores visionarios.
Los papeles de su padre estaban desordenados como de costumbre, lo cual reducía el riesgo de futuras inspecciones, pero requería especial delicadeza, pues los montones imposibles de manejar podían volcarse en un instante. Encontró plumas de ave gastadas al máximo y muchos poemas a medio completar, con frustrantes borrones de tinta tachando aquello que más hubiera querido leer ella. Su padre a menudo le advertía que nunca escribiera versos, pues la mayoría salían mal y los buenos eran tan imperfectibles como una persona hermosa.
Había un extraño dibujo; un dibujo a lápiz sobre un papel rayado. Estaba hecho con el cuidado rebuscado que uno dedicaba, según imaginaba ella, a trazar un mapa cuando se perdía en el bosque o, como también imaginaba, cuando se dibujaban jeroglíficos; estaba ejecutado con solemnidad, en un intento de descodificar algún significado o guía. Cuando era niña y su padre viajaba, siempre ilustraba los márgenes de las cartas a casa con figuras toscamente dibujadas de los organizadores de sociedades literarias o de dignatarios extranjeros con los que había cenado. Ahora, pensando en cómo aquellas humorísticas ilustraciones la hacían reír, en principio concluyó que el dibujo representaba las piernas de un hombre, con patines de hielo de desmesurado tamaño en sus pies, y una especie de superficie llana allá donde debía empezar el tórax. Insatisfecha con su interpretación, Mabel volvió el papel a los lados y luego lo invirtió. Se dio cuenta de que las líneas desiguales de los pies podrían representar remolinos de llamas en lugar de patines.
Longfellow leyó su traducción del canto vigesimoctavo, donde se habían quedado en la última sesión. Le hubiera gustado entregar las pruebas finales de este canto a Houghton, y eliminarlo de la lista que obraba en poder de Riverside Press. Era la sección físicamente más desagradable de todo el Inferno. Aquí Virgilio había guiado a Dante hasta el noveno foso infernal, conocido como Malebolge, el Zurrón del Mal. Aquí estaban los cismáticos, aquellos que dividieron naciones, religiones y familias en vida, y que ahora se encontraban divididos en el infierno -corporalmente-, mutilados y despedazados.
– «Vi uno… -Longfellow leía su versión de las palabras de Dante-roto desde la barbilla hasta el sitio por donde se expele viento.»
Longfellow inspiró largamente antes de continuar.
Entre sus piernas pendían las entrañas;
y eran visibles el corazón y el triste saco
que convierte en excrementos lo que se come.
Antes de esto, Dante se había mostrado comedido. Este canto demostraba su sincera creencia en Dios. Sólo alguien que posee una fortísima fe en el alma inmortal podría concebir tan brutal tormento inferido al cuerpo mortal.
– La suciedad de algunos de estos pasajes -dijo Fields-degradaría al chalán más borracho.
Otro, que tenía la garganta agujereada
y cortada la nariz por debajo de las cejas y sólo tenía una oreja,
se detuvo a mirar, maravillado,
con los demás, y ante los demás abrió el gaznate, que por fuera era rojo por todas partes…
– ¡Y ésos eran hombres a los que Dante había conocido! Esta sombra con la nariz y la oreja cortadas, Pier da Medicina, de Bolonia, no había perjudicado a Dante personalmente, aunque había alimentado la disensión entre los ciudadanos de la Florencia de Dante. Éste nunca fue capaz de apartar Florencia de sus pensamientos, mientras escribía su viaje al inframundo. Necesitaba ver a sus héroes redimidos en el purgatorio y recompensados en el paraíso; anhelaba encontrar a los perversos en los círculos más bajos del infierno. El poeta no se limitaba a imaginar ese lugar como una posibilidad; sentía su realidad. Dante llegó a ver a un Alighieri, un pariente, entre los despedazados, señalándolo y pidiéndole venganza por su muerte.
La pequeña Annie Allegra se deslizó en la cocina del sótano de la casa Craigie, procedente del vestíbulo, frotándose los ojos para tratar de ahuyentar de ellos el sueño.
Peter echaba un cubo de carbón en la estufa de la cocina. -Señorita Annie, ¿el señor Longfellow no la mandó ya a dormir? Ella se esforzó por mantener los ojos abiertos.
– Quisiera un vaso de leche, Peter.
– Se lo traigo en seguida, señorita Annie -dijo uno de los cocineros, con una voz cantarina, mientras ella picoteaba en la cocción del pan-. Encantado, querida, encantado.
Un leve golpe llegó desde la puerta principal. Annie, emocionada, reclamó el privilegio de ir a abrir, empeñada, como siempre, en realizar tareas de ayuda, en especial recibir a las visitas. La niña trepó al vestíbulo principal y abrió la pesada puerta.
– ¡Shhhhhh! -susurró Annie Allegra Longfellow antes, incluso, de poder ver el hermoso rostro del visitante. Éste se inclinó-. Hoy es miércoles -explicó ella en tono confidencial, juntando las manos-. Si viene usted a ver a papá, deberá esperar hasta que salga con el señor Lowell y los demás. Ésas son las reglas, ¿sabe? Puede usted aguardar aquí o en la salita, si lo desea -añadió, señalándole sus opciones.
– Pido excusas por la intrusión, señorita Longfellow -dijo Nicholas Rey.
Annie Allegra asintió graciosamente y, luchando para contrarrestar el peso que volvía a sentir en sus párpados, subió con paso indolente la angulosa escalera, olvidando para qué había hecho el largo viaje hasta abajo.
Nicholas Rey permaneció de pie en el vestíbulo principal de la casa Craigie, entre los retratos de Washington. Sacó los fragmentos de papel del bolsillo. Les pediría ayuda una vez más, en esta ocasión mostrándoles los trozos que había recogido del suelo alrededor del lugar donde murió Talbot, con la esperanza de que hubiera alguna relación que ellos fueran capaces de descubrir y que a él no le era posible. Había encontrado a varios extranjeros alrededor de los muelles que reconocieron el retrato del saltador, lo cual reforzó la convicción de Rey de que aquél era extranjero, y que lo que susurró en su oído era otro idioma. Y esta convicción no podía dejar de recordar a Rey que el doctor Holmes y los demás sabían algo más de lo que le dijeron.