Выбрать главу

Rey se dirigió a la salita, pero se detuvo antes de abandonar el vestíbulo principal. Se volvió, sorprendido. Algo lo indujo a pararse. ¿Qué acababa de oír? Regresó sobre sus pasos y se acercó más a la puerta del estudio.

– Che le ferite son richiuse prima ch'altri dinanzi li rivada…

Rey se estremeció. Se acercó otros tres silenciosos pasos hasta la puerta del estudio. Dinanzi li rivada. Sacó un papel del bolsillo del chaleco y encontró la palabra: Deenanzee. La palabra había sido para él como un reto desde que el mendigo se precipitó por la ventana de la comisaría. La oía en sueños y con el bombeo de su corazón. Rey se inclinó y apoyó la oreja caliente contra la fría madera blanca.

– Aquí Bertrand de Born, que cortó los vínculos de un hijo con su padre instigando la guerra entre ellos, sostiene en alto su propia cabeza cortada como si fuera una linterna, y con la boca de esa cabeza separada del cuerpo conversa con el peregrino florentino. -Era Longfellow hablando en voz alta.

– Como el jinete sin cabeza de Irving. -La inequívoca risa de barítono de Lowell.

Rey dio un golpecito sobre el papel y escribió lo que había oído.

Porque separé a personas tan unidas, separado llevo mi cerebro, ¡ay de mí!, de su principio que está en este tronco. Así se observa en mí el contrapasso.

¿Contrapasso? Una pronunciación monótona y nasal. Como un ronquido. Rey se sintió cohibido y contuvo su propia respiración. Oyó una chirriante sinfonía de plumas garabateando.

– El más perfecto castigo de Dante -dijo Lowell.

– El propio Dante podría estar de acuerdo -corroboró otro.

A Rey lo abrumaban demasiado sus pensamientos como para continuar tratando de distinguir a quienes conversaban, y el diálogo acabó por transformarse en un coro.

– … Es la única vez que Dante presta tan explícita atención a la idea de contrapasso, una palabra para la que no hay traducción exacta, no hay definición precisa en inglés porque la palabra en sí misma es su propia definición… Bien, mi querido Longfellow, yo diría contrasufrimiento… La noción de que cada pecador debe ser castigado con una prolongación, contra él mismo, del mal causado por su pecado…, como esos cismáticos que eran despedazados…

Rey retrocedió hasta el vestíbulo principal.

– La clase ha terminado, caballeros.

Se cerraron los libros, los papeles crujieron y Trap empezó a ladrar a la ventana sin que nadie le prestara atención. -Y nos hemos ganado una cena por nuestras tareas…

– ¡Pero esto es como un faisán gordo!

James Russell Lowell, con agitado celo, tocaba un extraño esqueleto rematado por una cabeza descomunal y plana.

– No hay animal cuyas interioridades no haya sacado y luego las haya recompuesto -señaló el doctor Holmes jocosamente y, según creyó Lowell, con algo de sarcasmo.

Era la mañana siguiente, temprano, a la de su reunión del club Dante, y Lowell y Holmes estaban en el laboratorio del profesor Louis Agassiz, en el Museo de Zoología Comparada de Harvard. Agassiz los saludó y echó un vistazo a la herida de Lowell antes de regresar a su despacho privado para terminar cierto asunto.

– La nota de Agassiz daba a entender al menos que estaba interesado en las muestras de insectos.

Lowell trató de aparentar indiferencia. Ahora estaba seguro de que, en efecto, el insecto del estudio de Healey lo había picado, y le preocupaba lo que Agassiz pudiera decir acerca de sus terribles efectos: «Ah, no hay esperanza, pobre Lowell, qué pena.» Lowell no confiaba en la opinión de Holmes de que esa clase de insecto no podía picar. ¿Qué tipo de insecto que se precie mínimamente no pica? Lowell aguardaba el fatal pronóstico. Al menos hubiera sido un alivio escucharlo. No le había dicho a Holmes lo mucho que la herida había crecido en los últimos días, lo a menudo que la sentía latir dentro de la pierna, y cómo podía seguir el rastro del dolor hora tras hora permear todos sus nervios. No quería mostrarse tan débil ante Holmes.

– Ah, ¿le gusta eso, Lowell?

Louis Agassiz entró con las muestras de los insectos en sus manos carnosas, que siempre olían a aceite, pescado y alcohol, incluso tras un concienzudo lavado. Lowell había olvidado que se hallaba de pie junto al esqueleto, que semejaba una hiperbólica gallina. Agassiz dijo orgullosamente:

– ¡El cónsul de Mauricio me trajo dos esqueletos de dodo mientras yo estaba de viaje! ¿No es un tesoro?

– ¿Cree usted que era bueno para comer, Agassiz? -preguntó Holmes.

– Oh, sí. ¡Lástima que no pudiéramos tener dodo en nuestro club del Sábado! Una buena comida ha sido siempre la mayor bendición para la humanidad. Qué lástima. Bueno, ¿estamos listos?

Lowell y Holmes lo siguieron hasta una mesa y tomaron asiento. Agassiz extrajo cuidadosamente los insectos de los tubos de solución alcohólica.

– Ante todo dígame dónde encontraron estos bichitos tan especiales, doctor Holmes.

– En realidad los encontró Lowell -respondió Holmes con cautela-. Cerca de Beacon Hill.

– Beacon Hill -repitió Agassiz, aunque el nombre sonó completamente distinto, pronunciado con su espeso acento suizo alemán-. Dígame, doctor Holmes, ¿qué opina usted de ellos?

A Holmes no le gustaba la costumbre de formular preguntas tendentes a provocar respuestas erróneas.

– No es mi especialidad. Pero son moscas azules, ¿verdad, Agassiz? -Ah, sí. ¿Género? -preguntó Agassiz.

– Cochliomyia -respondió Holmes.

– ¿Especie?

– Macellaria.

– ¡Ja, ja! -rió Agassiz-. En efecto, parecen eso si nos atenemos a los libros. ¿No es así, querido Holmes?

– Entonces, ¿no son… eso? -preguntó Lowell.

Parecía como si toda la sangre se le hubiera ido del rostro. Si Holmes estaba equivocado, las moscas podían no ser inofensivas.

– Las dos moscas son casi idénticas físicamente -dijo Agassiz, y suspiró de un modo que cortaba toda respuesta-. Casi.

Agassiz se dirigió a su estantería de libros. Sus facciones anchas y su figura corpulenta lo hacían parecer más un político de éxito que un biólogo y botánico. El nuevo Museo de Zoología Comparada era la culminación de toda su carrera, pues finalmente podía contar con recursos para completar su clasificación de la miríada de especies innominadas de animales y plantas.

– Permítanme que les muestre algo. Podemos nombrar unas dos mil quinientas especies de moscas norteamericanas. Pero, según mis estimaciones, ahora mismo hay diez mil especies de moscas viviendo entre nosotros.

Mostró algunos dibujos. Eran toscas, más bien grotescas representaciones de rostros humanos, con las narices reemplazadas por orificios extraños, como borrones oscuros. Agassiz explicó:

– Hace unos pocos años, el doctor Coquerel, cirujano de la Armada Imperial francesa, fue llamado a la colonia de la isla del Diablo, en la Guayana francesa, al norte de Brasil. Cinco colonos estaban ingresados en el hospital con síntomas graves e inidentificables. Uno de los hombres murió poco después de la llegada del doctor Coquerel. Cuando perfundió agua en los senos del cráneo del cadáver, se encontraron dentro trescientas larvas de mosca azul.

Holmes quedó desconcertado.

– ¿Que las larvas estaban dentro de un hombre…, de un hombre vivo?

– ¡No interrumpa, Holmes! -exclamó Lowell.

Agassiz asintió a la pregunta de Holmes con un pesado silencio.

– Pero la Cochliomyia macellaria sólo puede digerir tejido muerto -objetó Holmes-. No hay larvas capaces de parasitismo.

– ¡Recuerde las ocho mil moscas no descubiertas a las que acabo de referirme, Holmes! -lo aleccionó Agassiz-. No se trataba de la Cochliomyia macellaria. Era una especie distinta, amigos míos. Una que nunca habíamos visto antes… o que no queríamos creer que existiera. Una hembra de esta especie pone huevos en las ventanas de la nariz del paciente, los huevos eclosionan, las larvas se metamorfosean en gusanos y se alimentan penetrando en el interior de la cabeza. Otros dos hombres de la isla del Diablo murieron por la misma infestación. El doctor sólo pudo salvar a los otros extrayéndoles los gusanos de la nariz. Los gusanos de Macellaria sólo pueden vivir en tejido muerto y prefieren por encima de todo los cadáveres, pero las larvas de esta especie de mosca, Holmes, sólo sobrevive en tejido vivo.