Agassiz aguardó a que las reacciones se reflejaran en los rostros de sus interlocutores. Luego continuó:
– La hembra se aparea una sola vez, pero puede poner un elevadísimo número de huevos cada tres días, diez u once veces a lo largo de su ciclo vital, que dura un mes. Una sola mosca hembra puede poner cuatrocientos huevos en una sola puesta. Busca heridas calientes en animales o humanos para anidar. Los huevos eclosionan y salen los gusanos, que se arrastran al interior de la herida, abriéndose paso a través del cuerpo. Cuanto más infestada está la carne con gusanos, más atraídas se sienten las moscas adultas. Los gusanos se alimentan de tejido vivo hasta que, unos días más tarde, se metamorfosean en moscas. Mi amigo Coquerel llamó a esta especie Cochliomyia hominivorax.
– Homini… vorax -repitió Lowell. Tradujo con voz ronca, mirando a Holmes-: Comedora de hombres.
– Exactamente -confirmó Agassiz con el contenido entusiasmo de un científico que tiene un terrible descubrimiento que anunciar-. Coquerel informó de esto a las publicaciones científicas, aunque pocos creyeron en sus pruebas.
– Pero ¿usted sí? -preguntó Holmes.
– Sin duda alguna -respondió Agassiz en tono grave-. Desde que Coquerel me envió estos dibujos, he estudiado historiales médicos y registros de los últimos treinta años, en busca de menciones de experiencias similares de personas que desconocían estos detalles. Sainte-Hilaire recogió un caso de una larva hallada bajo la piel de un niño. El doctor Livingston, según Cobbold, encontró varias larvas de dípteros en el hombro de un negro herido, en Brasil. En mis viajes he descubierto que esas moscas se llaman las Waregas, conocidas como una plaga tanto para hombres como para animales. En la guerra con México, se informó de las que el pueblo llamaba «moscas de carne», las cuales depositaban sus huevos en las heridas de los soldados que quedaban toda la noche a la intemperie. A veces los gusanos no causaban daño, pues se alimentaban sólo de tejido muerto. Éstas eran moscas azules comunes, gusanos de Macellaria comunes como aquellos con los que usted está familiarizado, doctor Holmes. Pero otras veces el cuerpo era invadido por oleadas enteras, y las vidas de los soldados no podían salvarse. Habían sido agujereados de dentro afuera. ¿Se dan cuenta? Ésas eran las Hominivorax. Esas moscas deben hacer su presa en las personas y los animales indefensos. Es la única fuente para la supervivencia de su prole. Su vida requiere la ingestión de vida. La investigación sólo está en sus comienzos, amigos míos, y es muy emocionante. Miren, yo recogí mis primeros especimenes de Hominivorax durante mi viaje a Brasil. Superficialmente, los dos tipos de moscas azules son, en muchos aspectos, el mismo. Hay que fijarse en la coloración viva y utilizar el instrumento de medición más sensible. Así fui capaz de reconocer ayer sus muestras.
Agassiz se arrastró a otro taburete.
– Ahora, Lowell, vamos a ver su pobre pierna otra vez. ¿Me hace el favor?
Lowell trató de hablar, pero sus labios temblaban demasiado violentamente.
– ¡Oh, no se preocupe, Lowell! -dijo Agassiz rompiendo a reír-. ¿O sea, Lowell, que usted sintió el pequeño insecto en su pierna, y a continuación se lo sacudió?
– ¡Y lo maté! -le recordó Lowell.
Agassiz sacó un bisturí de un cajón.
– Bueno, doctor Holmes, quiero que deslice esto por el centro de la herida y luego lo retire.
– ¿Está usted seguro, Agassiz? -preguntó Lowell nerviosamente.
Holmes tragó saliva y se arrodilló. Colocó el bisturí en el tobillo de Lowell, luego levantó la vista hasta el rostro de su amigo. Lowell tenía la mirada fija y la boca abierta.
– Ni siquiera lo sentirá, Jamey.
Holmes lo prometió tranquilamente, para sentirse cómodos ambos. Agassiz, aunque sólo estaba unas pulgadas más allá, fingió amablemente no oír. Lowell asintió y agarró los bordes de su taburete. Holmes hizo lo que había dicho Agassiz. Insertó la punta del bisturí en el centro de la hinchazón en el tobillo de Lowell. Cuando retiró el bisturí, había un gusano duro y blanco, de cuatro milímetros o más, retorciéndose en la punta: vivo.
– ¡Ahí está! ¡La hermosa Hominivorax! -exclamó Agassiz riendo triunfalmente. Inspeccionó la herida de Lowell en busca de algo más y luego vendó el tobillo. Tomó el gusano amorosamente en la mano-. ¿Ve usted, Lowell? A la pobre mosquita azul que usted vio le quedaban unos segundos antes de que usted la matara; por eso sólo tuvo tiempo de poner un huevo. Su herida no es profunda, sanará completamente y usted se recuperará del todo. Pero dése cuenta de cómo la lesión de su pierna creció con un solo gusano reptando en su interior, y cómo lo sentía a medida que se abría paso a través de algún tejido. Imagínelos a cientos. Ahora imagine cientos de miles expandiéndose dentro de usted cada pocos minutos.
Lowell sonrió ampliamente, lo bastante como para desplazar sus mostachos en forma de colmillos a los lados opuestos de su cara. -¿Ha oído eso, Holmes? ¡Me recuperaré!
Reía y abrazaba a Agassiz y luego a Holmes. Después empezó a asimilar lo que todo aquello significó para Artemus Healey y para el club Dante.
También Agassiz se puso serio mientras se secaba las manos con una toalla.
– Hay otra cosa, queridos compañeros. Realmente, la más extraña. Estas criaturitas… no son de aquí, no son propias de Nueva Inglaterra ni de parte alguna de nuestra vecindad. Son nativas de este hemisferio, eso parece cierto. Pero sólo de entornos cálidos y pantanosos. He llegado a ver enjambres de ellas en Brasil, pero jamás en Boston. Nunca se ha registrado su presencia, ni con su nombre correcto ni con otro. No puedo imaginar cómo han llegado hasta aquí. Quizá accidentalmente en una importación de ganado o… -Agassiz estuvo a punto de dejarse llevar por su despegado sentido del humor a propósito de la situación-. No importa. Tenemos la suelte de que esos bichos no pueden vivir en un clima septentrional como el nuestro; no con este tiempo ni en sus alrededores. Estas Waregas no son buenas vecinas. Afortunadamente, las únicas que vinieron sin duda ya han muerto de frío.
Debido a que el miedo se transfiere rápidamente a otras sensaciones, Lowell había olvidado por completo que tuvo la certidumbre de su destino fatal, y el recuerdo de la prueba por la que acababa de pasar se había convertido en fuente de placer por haber sobrevivido. Y sólo podía pensar en eso mientras abandonaba en silencio el museo caminando junto a Holmes. Éste fue el primero en hablar:
– Estaba ciego cuando hice caso de las conclusiones de Barnicoat publicadas en los periódicos. ¡Healey no murió de un golpe en la cabeza! Los insectos no eran simplemente un tableau vivant dantesco, una especie de espectáculo decorativo para que nosotros pudiéramos reconocer el castigo imaginado por Dante. Fueron liberados a fin de causar dolor -dijo Holmes, hablando deprisa y con ardor-. Los insectos no fueron un adorno; ¡fueron su arma!
– Nuestro Lucifer no quiere que sus víctimas mueran y nada más, sino que sufran, como las sombras del Inferno. En un estado entre la vida y la muerte que comprenda ambas sin ser ninguna de ellas. -Lowell se volvió hacia Holmes y lo tomó del brazo-. Para que sean testigos de su propio sufrimiento, Wendell. Yo sentí esa criatura abrirse paso dentro de mí, devorándome. Ingiriéndome. Aunque sólo pudo comerse una pequeña cantidad de tejido, noté como si corriera directamente a través de mi sangre hasta mi misma alma. La doncella decía la verdad.